martes, 20 de noviembre de 2012

Un día en Barcelona

El invierno afea, da nuestra peor versión de la cara. Engranece, pustula, y enblanquinece el tostado. Los vegetales mueren, las aves emigran, el invierno es un anticipo de la muerte.
El invierno demacra sí, pero por suerte en estos lares es un oso polar tímido e indeciso, que se despista y enseguida se vuelve a posar el verano, o un sucedáneo de él. Este año asustó su precocidad, pero nuestro cuerpo ya pulsó el chip de las dermis edredónicas y las estufas celulares.

Una esquirla de deseo parece haberse asentado en un banco a esperar. Un dogo, esos perrazos gigantescos. Irrupción constante de perro. Empacho de perro, colmo, tres tazas. Can superlativo, océano perruno. Vi a un dogo moteado, un gran danés arlequín y me enamoré. Ahora he de basar mi vida, ganar mucho dinero, para primero tener la casa apropiada y atada a ella el gran danés arlequín. Querer tener cuatro perros a la vez, en uno. Si algún día me quedo sin novias un lustro, me endogaré la vida.

En mi ciudad nos han tocado los números de los autobuses, tendría que haber un edicto que prohibiese tocar los números y nombres de la infancia de una o varias generaciones.
Nos los han cambiado por nombres de ataque en juego de barcos, H12, V7... No puede ser. Todos evocamos escenas, hasta se componen canciones, que tienen nombres y apellidos cifrados en el número de un autobús. Cuando desaparece su cifra de la existencia, un casillero de nuestra vida también muere, es innecesario. Un homicidio simbólico de un burócrata sin escrúpulos románticos.

Parece ser que cargarse la numerología salpicada de la ciudad forma parte de plantar la bandera de nuevos bárbaros rigiendo el consistorio, mear el territorio, lavar un poco el cerebro del barcelonés. A mí me han jodido mi 56, y a mis nietos la evitación de mis rollos evocándolo, en fin.


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