sábado, 31 de octubre de 2015

Entrada de blog. Año 2016, fin de octubre


Por fin es sábado... es el mantra de todo hijo de vecino que yo no conjugo. Me levanto como un tótem a las cinco de la mañana los sábados, para mecerme en la nada. Llevo una existencia peculiar, una soltería muy zen bajo el umbral de los cuarenta. Escribo poco, apenas. Ya no certifico nada con mi prosa, más bien estoy en una frase explorativa. Me gustaría saber que es lo que estoy haciendo, aunque tampoco mucho. Tal vez sea el patinador que traza círculos plácidamente en las placas de hielo antes de empezar el ejercicio.

[...] Son las siete y el decorado de la ciudad amaneciendo es otra estampa zen. Dichosa serenidad, ando tan sobrado que casi no necesito la luz de la lámpara y su efecto amplificador para creerme la escena... La vuelvo a encender, y la fe retorna a la velocidad de la luz. 
Y si animales estéticos como somos, todo fuese cuestión de un decorado, biológico? Y si el mundo de las ideas fuera un gran cementerio de vida? Y la Razón, un craso error de voz grave?

Al final, el duende que tenemos dentro hace el saque del día traccionando en lo que ve y oye al despertarse. Luego como una computadora emocional es una aguja audaz que enhebra hectáreas del fondo de nuestra mente en minutos y borda breves lineas plenas de sentido. 
Como lo hace no lo sé, cómo se despeña luego tampoco. 
Pero da tranquilidad contener un engendro bestial, superhéroe de bolsillo dentro, que se cambia en cualquier cabina cuando la situación lo requiere.

lunes, 19 de octubre de 2015

Thessaloniki 1/5


Llego al atardecer en un autobús eterno y maratoniano desde al aeropuerto a la avenida Egnatia. Se me está colando el aspecto decadente y vencido de la ciudad, por los poros de mi ánimo apagado y melancólico de un viernes tarde de bajuna, como gajes de mi travesía separatista de este otoño. Es por eso que el halo costarricense de urbanismo precario, también se me aparece como una alucinación desarrollista de la memoria.

Descargo maletamen en el cuco apartamento que he reservado, en mi debut con Airbnb. Procedo al primer contacto libre por las calles. Salgo en modo cazador de imágenes con la cámara, como en los viejos tiempos, y en hora azul. Las pausas de turista me molestan: desenfundar objetivos, recolocar la bolsa, atar los cordones de unas bambas insolentes.
La lírica se desatasca, después de semanas, no hay como agitarse en un traslado en avión, trasplantarse de peatón en un lugar remoto, y la lírica empieza a brotar como una planta estacional de latitudes. Y solo a 2500 kilómetros, a uno poco le queda más que escribir.

El lenguaje escrito se aparece ininteligible. No se entiende ni una letra, pese a que letras y palabras sean tan familia como nuestros antepasados, pero al abuelo cirílico no lo entendemos. En la capital remota de Macedonia ya estuve en el pasado, en el julio sabático y desertor de las ciudades fui a un pueblecito costero en la península de Halkidiki, y es mi quinta venida a Grecia. Es el trillado mediterráneo aquí exótico, o bien una prima oriental que siempre da bien de comer.

Salónica o Tesalónica, metro o hectómetro, San Sebastián o Donosti, en qué quedamos. El nombre originario y bíblico es Tesalónica, es el imperio otomano quien le duplica el nombre, y ya en su retorno heleno durante el siglo pasado recupera las dos primeras grafías. Su centro urbano es una batería de calles paralelas a la costa, surcadas por pasajes verticales menos populosos. En el vientre, intestinado sin puertas ni señalizaciones, mora el mercado, estómago pintoresco de la ciudad. La platería de los pescados, el virtuosismo multicolor de las hortalizas, la carnicería de animales degollados en exposición, el gitanismo universal de los textiles, son una bicoca para el fotógrafo amateur que se cree un Cousteau de los mercados de abastos.

Anochece y regreso a mi nido. Juego al candy crush de las conquistas online. Cuando me entra hambre ceno unas verduras con feta siguiendo mi régimen para revalorizarme por diez en los mercados. Antes de dormir hablo con mi familia, aquella con la que he compartido los siete ultimos años de mi vida, y que sigue estando aquí pese a la distancia y las separaciones. La luz del día se extingue, y yo caigo a las 10 de la noche como un monje en mi celda trasplantada.

Thessaloniki 2/5


Izo mi presencia en Grecia a las 4 am. En la habitación navego tres horas de madrugada en la pleamar de internet. A las 7:30 desciendo a las calles, que ya existen rumoreadas de buses y tráfico. Avanzo avenida Egnatia al este y se suceden los omnipresentes kioscos. No venden prensa, son la unidad callejera del snack, uno por acera, de forma perpetua. Se alternan con las cafeterías y sus mostradores de hojaldres. El hojaldre en Grecia es un sacramento cotidiano, bendecido por las espinacas y el feta. El hojaldre griego es el mejor que nunca he probado y de ahí su coronación habitual en las calles helenas. El hojaldre portugués, por ejemplo, es una práctica satánica de mal gusto frente al hojaldre griego que te cruje en la boca. Yo a estos polígonos deliciosos de hojaldre, triángulos o rectángulos en su mayoría, les llamo hojaldrikis, en un guiño que incluye a mi partenaire viajera de los últimos años.

Los viajes, no nos engañemos, son una suerte de homenajes a uno mismo. Un acto egoico de autodisfrute en que te mimas con expediciones a otras dimensiones culturales donde embobarte y estimular la admiración. Viajar no es otra cosa que exportarse a sí mismo, premiarse viendo mundo y escapar así de la prisión de la rutina cotidiana.

Tesalónica tiene un punto gótico en sus gentes, se da una familiaridad estética más cercana al meollo de Juego de Tronos. El pasado aún permanece en este siglo XXI cosmético y eliminador. Te vienen perfumes antiguos, te asolan olores olvidados a armario ropero, a chotuno, a carne de caza, a cuello borreguero, olores de caserón y entreguerras que no sabes bien coño cómo sobreviven.

Otro olor con el que me topo es el de unas hojas de romero que arranco en un parque. Que le voy a hacer, si colecciono piñas de pinos donde voy, y huelo los romeros y lavandas de los desmontes mundiales. Nací en el Mediterráneo, y soy fetichista de ello. El romero macedonio que arranco, me sulivella. El cabrón tiene un olor que pincha a cítrico y marino rápidamente, tiene rock and roll gastrónomico. Los romeros de casa están más dormidos. 
A continuación me pregunto el por qué del desarrollo de la enología y no de tratados acerca del romero, la sidra, o el rooibos. Podría dar para un libro el porqué del fetichismo cultural y barroco del vino. Otras sustancias no contienen un boleto a un cambio de personalidad como el vino, pero matices varietales y gastronómicos tienen los mismos. También entiendo que el peyote o las setas ofrecen un boleto supersónico que acojona, lo del vino es una revolución tranquila y pasajera, apta para las vaguedades comunes de la existencia.

Me guardo unas briznas en el bolsillo de mi romero estrella. Lo que sí provocan estas variedades locales de un producto, es el barroquismo gastronómico. Unos lineales calabacines a la plancha en una carta, pueden derivar a calabacines al romero y la sal, o divinizarse con el título de: calabacines blancos al romero fresco de Macedonia y a las escamas de sal ahumada del mar muerto. El progreso y la globalización pasan por requetegourmetizarse progresivamente, y no me parece mal.

Thessaloniki 3/5


Desde la emblemática Torre Blanca junto al mar, remonto la ciudad hasta el antiguo Foro. Alrededor de las ruinas milenarias comparten barrio las ruinas contemporáneas. Zonas ya no decadentes, sino deprimidas, un grado ulterior de degeneración con multitud de locales cerrados, destrozados, pancarteados, grafiteados, con un aspecto triste, condenado e irreversible. En sus aceras deambulan los perros de la calle, los vecinos comunes del histórico teatro de Galerio. Perros grandotes y mansos, que dormitan en su vagabundez, perros abandonados por humanos con una vida más perra, en esta costumbre adefésica de la Europa Oriental sureña, con epicentro en Bucharest y su radio circundante. 

Prosigo mi marcha espontánea camino de los mercados ventrales de la ciudad. Me acompaña una vieja amiga griega, de nombre bursitis y que se ceba con mi rodilla operada. Igual de raquíticas son las barandillas de todos los edificios que me circundan. Después del gran incendio de principios de siglo XX, la reconstrucción dejó un panorama de apartamentos playeros desarrollistas por toda la ciudad. Las barandillas raquíticas de los balcones testimonian el urbanismo precario del bloque común que puebla estas calles.

La ciudad es un mirador al mar, a su bahía, y los barcos cargueros son como mastodontes cotillas agazapados mar enfrente. Se transmutan en edificios varados en el mar, los barcos acaban siendo referencia para el foráneo, que no los pierde de vista al ir cruzando travesías de calles. Aquel marrón que draga se transforma en un monumento pasajero que indica la altura de una plaza, el azul que no se mueve es referencia perpendicular a la zona de los mercados, etc. El mar hace de mapa como un espejo.

Me compro unos souvlaki y me los hago con verduras frescas en casa. Consigo hacer una siesta que compense la burrada de hora a la que me desperté. A las 15 h reanudo mis paseos de polizón por Salónica. A esta hora de la sobremesa de un sábado la gente joven está apilada frente al mar y al café. El autóctono sabe que Se toma café, por decreto biológico. El café es el mate camuflado de estos gauchos egeos. El griego está intubado al café como rutina social, pese a que este aspecto no haya entrado en el esquemático contenido del estereotipo heleno, desplazándose al de los italianos, más cercanos y matizados.
Los mejores y más vanguardistas locales de Grecia están destinados al café, aquí nada es decadente ni deprimido, sino todo lo contrario, superan los estándares de sus equivalentes europeos: de diseño, a la última, sobrios, elegantes y envolventes. A los griegos tampoco les importa pagar 4€ por su frappé alto, espumoso y gourmet, acompañado de un vaso de agua mineral y un bizcocho. Es una eucaristía social, con el café de sacramento. Los locales están llenos con tribunas sucesivas frente al mar.

Thessaloniki 4/5


En las terrazas asoman griegas esbeltas. Mi esquelatura de Minardi surca el paseo con resultados de Minardi. De vuelta a los circuitos eróticos fortuitos, no hay otro destino que cambiar de escudería pues poco importa el pilotaje en las frenéticas distancias cortas que gobiernan el mundo. Me recuerdo del aplomo del alcohol, de como muta la densidad de la personalidad y nos cambia momentánea y fehacientemente del material que estamos hechos. También en el paseo litoral por el malecón se me ocurre la posibilidad de armar un libro crónica de este otoño de viajes y separación que se avecina.

Dejo el malecón. Al igual que en la Habana es accidental. Los cubanos se llenan la boca con la referencia del Malecón, y luego compruebas que no tiene entidad. Como en Tesalónica es un finisterre de la ciudad, un linde abrupto sin más que sostiene la inmensa bahía. En Santander nadie habla de Malecón y está mejor urbanizado. Porque el urbanismo en Salónica deja mucho que desear. No soy arquitecto pero paseos y plazas están desangelados, con décadas de improvisación y poca autoestima. Lo tiene todo para lucirse, un paseo marítimo gime a gritos dejar de ser un malecón portuario, pero hay ciudades milenarias, incluida la mía, que se pasan buena parte de la era de la modernidad de espaldas al mar originario.

Cruzo unas calles arboladas y enseguida asocio las zonas arboladas, oxigenadas, a los barrios pudientes. Llego al pier que se adentra en el mar en la zona portuaria. Hay una luz borracha en el crepúsculo, que llega a ser vahoroso para la vista y parece estar levitando. Es una puesta de sol de museo vivida caminando en ella. A una ribera del pier se reúnen los adolescentes en sus tardes goonies de sábado. A la vuelta compruebo que en la otra ribera toman vinos y tapas la gente pudiente que dejó de ser adolescente al otro lado. Son sólo veinte metros entre dos generaciones, veinte metros de densas iniciaciones, a metro por año, que los separan años luz sin que ellos lo sepan. Finalmente, advierto que los veinteañeros también tienen su zona, sus corrillos y sus posturas, en la plataforma de salida del pier. El pier como trampolín oceánico de la vida compartimentada por edades.

Dejo la puesta de sol fantástica y drogada en la bahía, y me dirijo a Ladadika a cenar un gyros, antes de descargar las fotos y escritos en mi habitación que ponen punto y final al día.

Thessaloniki 5/5


Tesalónica se me hace pequeña e improviso una excursión a Véria. Salgo de casa dirección a la estación de tren. Hoy los edificios del mar han cambiado. La leyenda del mapa del mar cambia cada día, como un zoológico de buques transhumantes. 
Sin café aquí compruebo que soy un proscrito. Mientras lo pido tengo un escarceo repostero. Me encuentro en el mostrador un hojaldre que hechiza a los ojos, el súmum del croissant milhojista. No caigo en la tentación y al irme el local me despide con un olor que embriaga. Turbado sensorialmente, logro contenerme.

Ciudad sin metro y sin restaurante alguno de sushi que haya divisado. El paisaje urbano desanima, almacenes abandonados, edificios desconchados, colores industriales, dejadez y degradación urbana. Cuando las imágenes se acercan en el recuerdo a la Habana, ciudad corrompida estéticamente, perversidad paisajística, malo. Por las noches te topas con calles ciegas sin una triste farola, en plena oscuridad como en un bosque ignoto. A uno le viene a la cabeza el título oportunista y dramático de darse aquí la noche más triste de Europa.

Véria es un traslado trámite pues es una población periférica sin encanto a menos que te gusten las iglesias. Aprovecho para comer la ineludible moussaka y retorno haciendo la digestión en el autobús junto a un monje ortodoxo barbudo y folclórico.

Mato las horas antes del vuelo de vuelta paseando por última vez mi recorrido habitual por el centro. Sé que tardaré en volver al norte de Grecia, y me emplazo para una visita en la tercera edad, cuando todos estemos cambiados. Ha sido un fin de semana helénico lejos de lo habitual, interesante, crítico como es marca de la casa, y suficiente. Siguiente parada, Berlín.