lunes, 19 de noviembre de 2012

Tuercas más grandes que mi mano


Recuerdo de mi primer aterrizaje en Nueva York quedarme contrariado al comprobar la tecnología de los autobuses urbanos. En aquel humilde Q10 que me transportaba del JFK a mi hospedaje en Queen's, la gente solicitaba sus paradas tirando de un cordón como de zapato, que recorría todo el perímetro interior del autobús. Pardiez, onomatopeya jurásica a la altura de tal tecnología.
Desde entonces, todo ha sido constatar que Europa tiene las mejores infraestructuras públicas del mundo, pese a no ser ni oro ni plata como país más rico del planeta.



El metro de Nueva York, Boston o Chicago, no ha entrado todavía en el tunel del s. XXI, lo que le da desfase y encanto a la vez. Y esas macroestructuras urbanas, puentes, pasarelas, pilares de hierro, verdes pálido con óxido, grises... gigantescas, con tuercas tan grandes como una mano, parecen haber estado allí siempre, mamotrecos sustentadores de Norteamérica, testigos de la historia, pero que algún día dejarán de ser inmortales y cederán. No tienen par en Europa, de estructuras menos titánicas ni tan perennes, de hecho son como un símbolo de Norteamérica, una especie de estrategia sabia que plantó esos gigantes imperecederos de hierro y tuercas, intuyendo que ningún poder público priorizaría renovarlos en un siglo. Y son concordantes con la manera de operar XL americana, como si una impronta, un sentimiento general interiorizado que sobra espacio, dotase a todo artefacto producido de talla gigante por si acaso. El por si acaso americano.



América está transida por una capa gruesa de decadencia en hierro forjado, comunitaria y atractiva, desfasada, preocupante, olvidada y turística. Los cimientos de América. Dejados, calculados, e idiosincráticos.

 

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