viernes, 31 de enero de 2014

Qué coño hago yo hablando de decoración?


El recinto del salón de estar de tu casa, acaba siendo un segundo cráneo que te circunda y sí puedes ver. Es el lugar del mundo donde paso más tiempo. Este mi cráneo exterior ha quedado muy pálido, tiene las paredes pintadas color leche con muy poco nesquik, y así es a la vista, preliminar, discreto, lechoso. La pared que veo poco, por estar en el cogote del sofá, tiene todo el chocolate que le falta al resto del salón. Mi comedor es una historia de cacaos y desayunos, nada más. Los muebles son de un color bombón de chocolate extraleche, cocinados a partir de las paredes. Las puertas de castaño son del color de una tableta de chocolate.

Tomo conciencia ahora, pues estás tan metido en tu casa que parece una estructura de siglos. Con estas vistas pasteleras es imposible adelgazar. La decoración de una casa se le va colando a uno en sus escritos, en su ropa, en sus rutinas, como una piel subliminal que vence por insistente y estática. Es la gran publicidad estática que configura nuestra estética. Y la nuestra, tan discreta, tan marrón, tan amarrategui en disonancia, en parte escogida por mí. Y "en parte" es un eufemismo. ¿Quién devuelve ahora los colores a esta estancia vitalicia? ¿Qué rima con el marrón sin causar un accidente estético? Siempre nos quedará el verde, ya ensayado. Pero no un verde cualquiera. Plantas majestuosas hacen falta, para convertir esta fábrica de cacao en un salón un poco vergel, de guiño amazónico, deschocolatizarlo y enjunglarlo. ¿En el medio del mediterráneo? ¿Entre pinedas? Pues también, quedaría como la embajada del Brasil, así, sin más. Pues tiremos por el lavanda, un verde tan soso como la leche con poco nesquik. No por elevación, sino una cromática UCI, enclenque, donde la vitalidad la aporte uno por huevos. 
Con lo fácil que era decorarse la habitación de adolescente, a póster limpio. Con lo bien que van los papeles pintados, que se comen el protagonismo. En fin ¿qué coño hago yo hablando de decoración?

jueves, 30 de enero de 2014

El invierno cortina


Dejamos atrás la luz lanosa de diciembre. Una luz de lamido, meliflua, breve, meláncolica, episódica. Hay quien ya lee la primavera en el invierno. Ve por instantes una primavera fría, destemperada. 
Paseo entre campos de calabaza cosechados, que no encontraron comprador. Ahora son un cementerio de calabazas, que proliferan poblando los campos como acabadas de llover. Con los días, se están desangrando de savia, o se están desangrando de tiempo.

Desde que la humanidad aprendió a volar, se comporta como las aves. Ellas automáticamente migran, acometen sus pasajes al sur de Europa y balnearios meridionales de forma precisa nadie sabe muy bien cómo. Iphones enplumados con pico que llevan buscador y Gps de serie.
La libertad de los aires, la constitución de ligereza, que permite trabajar nómadamente. Algo prohibitivo para el común de los humanos, esclavos de una posición geográfica. Los pájaros son una especie piloto y los bípedos una especie de pasajeros. Aunque todavía existen algunos hombres-pájaro.

viernes, 24 de enero de 2014

En el norte de Portugal


La forma alargada de anguila de la almohada provoca que toda la noche sueñe con cosas oblongas, alargadas, que no se dejan coger. Extranjero de mis sueños me desvelo con cada nueva versión. Despierto en Porto por un día sin que la niebla haya acampado como de costumbre. Voy a desayunar a un McDonald's que ocupa un local futurista años treinta, la misma época en que nacieron las octogenarias verduleras del mercado de Bolhao, los barberos inmortales del centro y tanto comerciante de antes de las guerras. De sus hijos no tenemos ficha y de su querencia por una vida en los asilos menos. El centro de Oporto es lo más parecido a una balada a la inmortalidad.

Los fados no, ayer un tocadiscos de una buhardilla arrojaba uno a las calles, y esa sintonía tumbaba la lírica lánguida de Oporto hacia el abatimiento y la tristeza. Redundaba, subrayaba, coloreaba explícito lo que la ciudad sólo apunta. El silencio es siempre mejor a una canción melancólica por las arterias decadentes y bellas de Oporto.

Fue tras una puesta de sol que no se enmarcaba en la ciudad, sino que se adentraba y la transitaba. No la mirabas, sino que paseabas una puesta de sol intrusa en las calles. El tener de espejo a un océano bestia, más el callejero ondulado de simas y barrancos, ocasiona unas luces inflamadas, gélidas, epifánicas, que sorprenden y no se dan en otros lugares. Así, la puesta de sol invadiendo los recovecos donde paseas, te envuelve en un ambiente más espeso, de repente todo es más denso, la mente se mueve más pesada, y todo cobra un peso mayor. No es melancolía, es lo opuesto a la levedad del ser, es la pesantez mental que vuelve plomizas las sensaciones y sus contenidos, a causa de un efecto lumínico y atmosférico.
Basta acabar el paseo, no mezclar otros asuntos ni creerse a los otros, para constatar el carácter siempre efímero de las puestas de sol, sean obras de arte kilométricas o torbellinos hormonales.

La cena de tres platos a cinco euros, trae consigo la ligereza del vino, es decir, recupera aquella levedad del ser, que había arrancado la puesta de sol wagneriana. Baco siempre refutará a Arquímedes, la psicodelia siempre replicará a la ciencia, como un perro que ladra la relatividad del tiempo y el espacio, pues toda fórmula matemática o filosófica debe especificar si es con vino o sin, si contempla matices lisérgicos o sólo terrenales. El vino aporta taninos e ideas felices a Oporto.
Se me va soldando el mapa mental de la ciudad, conecto calles hasta acabar el puzzle de zonas en mi cabeza. Casi diez horas pateando la ciudad que tiene puertos de montaña. Uno se siente como en el Tourmalet cuando ya va por el sexto repecho, dosificando el paso, buscando un ritmo, y balanceándose cogiendo fuerza con toda la bici-cuerpo. Hay varios grupetes en cada cuesta, los jubilados sincronizan su ritmo tenaz de tortuga, los jóvenes demarran con prisas, las parejas se apoyan asidas en su pequeño pelotón. 
Voy ya por el catorceavo puerto, haciendo la goma, rozando la pájara peatonal. Corono el hotel con este maillot de la experiencia, rebosante de topos, asteriscos y matices tripeiros. Me acuesto. Con una almohada que no consigo asir.

Porto III


Sale un día primaveral de enero en mi Porto. En esta tercera venida, me dedico a ver la cara B de la ciudad. Empiezo por un parque, bañado de esa luz atlántica y meiga, y al pasar entre 2 árboles me convenzo de pasar a otra dimensión de las cosas.

Un parque ya otro con una laguna verde, y de fondo el repicar de unas campanas encantadas, como el clavicémbalo de un niño gigante que suena desde la Iglesia de los Clerigos. El parquecito da a una plaza donde hay mercado. Unos tenderetes de tela que venden todo tipo y color de pájaros: canarios, agapornis, loritos y cotorras, junto a alguna que otra mascota.

Me dejo caer por las calles menos concurridas y voy a parar al Miradouro da Vitoria. Un mirador desvencijado, entre ruinas, pero donde atrapas a Porto en una emboscada escénica. Es el mirador en medio del meollo, el que domina todas las vistas, por la retaguarda, como un mirador nuca. Lo más parecido a un ala delta estática y pictórica. Luego, al fijarme en los mejores grabados de la ciudad, confirmaré que aquí es donde moran las paletas de los que se hacen llamar pintores.

Oporto nunca me defrauda, ni en una paseata a la deriva por su cara B. Paro en la Taberna de San Antonio a repostar. Salgo con un bacalhau a cuestas, por esta urbanidad tan poco horizontal y terrestre, la montaña rusa peatonal del norte de Portugal. Me adentro en algunas iglesias unos segundos por visita, tan sólo mirarlas. Sus caras barrocas repletas de detalles en un oro oscuro. ¿Todo eso sale de dentro de los portugueses? ¿Semejante intestino artístico está allí metido? 
Llego hasta el Pabellón del Agua, testimonio trasplantado de la Expo de Lisboa que ahora hace de polideportivo y recinto ferial. Este mes es sede de la feria de libro viejo, allí husmeo alguna de las tres obras de Umbral traducidas al portugués - Mortal e rosa, Memorias de um jovem fascista, E como eram as ligas de Madame Bovary? - sin éxito. Se pone a llover, lo hace por vicio, con desgana, chirimiris despistados de quien se dedica a llover profesionalmente. Sin querer me meto en un parque que acaba maravillándome. Un parque abusón, enmusgado, de aguas negras y muretes de piedra, un parque romántico con toda la languidez vegetal del Atlántico, pesebre enorme y natural, acantilado junto al río y con el puente coloso en el horizonte. Es curiosa la interpretación que se hace de lo romántico en la naturaleza. Los parques versallescos no son románticos, y los parques enmusgados con fuentes y poca luz lo son. Lo frío y analítico de un parque afrancesado se delata como oficial, institucional y burocrático. La sencillez pesebresca, tupida y recoleta de un parque atlántico o montañés, se identifica como romántica. En contraste, lo romántico fuera de la naturaleza sí mantiene lo recoleto pero insufla artificialidad estética versallesca a cholón. Ay, si sólo nos quedásemos con la naturaleza, y dejáramos el amor palaciego y versallesco en la basura de la entrada junto a lo pomposo y pavorrealesco.

Tras el parque y esta excursión filosófica, llego a una Tierra nueva, la parte contemporánea de la ciudad. Insulsa, igual y sin historia. Otra más, con letras en portugués en los bajos. Apartamentarse aquí, es desterrarse a un ático de las alturas. Es otra galaxia adosada, otra historia, una ciudad Typpex de la anterior.

martes, 21 de enero de 2014

Las Islas Canarias portuguesas


Los sones tropicales empiezan a infiltrarse en mi imaginación, sujeta como un camaleón a la escenografía cambiante. Paseo Lanzarote muy de mañana, rodeado de colonos del mar del Norte. Me licencio en manga corta ya a estas horas camino al mar. En el horizonte, las montañas con pliegues blandos de Canarias, semejantes a la piel, se muestran con un amago de humanidad suspendido luego, por la ausencia de rostro y contenido. Son montes selenitas y desérticos, sin más vegetación que sus arbustos grises, encanecidos y casi minerales.

Canarias se merece una guagua subterránea, supersónica o con nieve dentro. De momento se conforma periférica con su Igicv. Ocupo una silla en el interior de una cafetería multilingüe. Una turista teutona con gorro de pescador se sienta en mi mesa abutardada por el frío de la terraza exterior. Yo prosigo mi post retransmitiendo en directo, mientras ella se zampa su emparedado de semillas y hierbas.
Si viviese en Italia sería asesino en serie. Que su volumen de conversación cotidiano esté a la altura de una matanza del cerdo, abre la espita homicida que todos llevamos dentro.

Facturo la estancia en Canarias. Duermo en casa. Y amanezco con destino a Porto. De mientras cumplí un año más. A las dos horas de pasear Lanzarote, ya nos proponemos comprar un estudio allí, la desaparición del invierno, la proliferación de astutos residentes nórdicos, es telegráficamente reveladora. El tiempo luego se confunde y llega británico, chaparrones y solazos de alterne tres veces al día. Sales con chanclas y vuelves con bufanda, con dermis esquizoide.
Y ahora planeando sobre el Duero a punto de tomar ese reducto de la antigüedad despistada que es Porto, a limpiar la mirada, y excitar la memoria, en ese almíbar urbano obrador de lírica. De mientras, el timbre anunciando la maniobra de aterrizaje prohibe la literatura de los teléfonos inteligentes hasta tocar tierra.

lunes, 20 de enero de 2014

Amaneceres o amanecieses


El amanecer trae un cielo blanco, y los árboles casi negros necrosados sobre él, en una prehistoria cromática de contagio depresivo. Luego todo el firmamento cobra el azul a media mañana, y es cuando me cuestiono si la evolución ha permitido filtrarse al arte, si la consecución de un mundo bello contribuye a la supervivencia por sus efectos balsámicos y calmantes para la psique. 

Aún no se ha pagado el azul, y yo tomo esa obra desordenada y bíblica, que es Mortal y Rosa, la cual ingiero a sorbos estacionales, pese a que sus cubiertas no sean incandescentes, ni se vuelvan fluorescentes, ni leviten, aún siendo un colmo salvaje de la lucidez humana. Intento recuperar tracción, en esta época mía de meteorito desorbitado de la literatura diaria.

[...]

El brócoli ahogándose escaldado en la olla. La niña costipada viendo Los ángeles de Charlie a todo trapo desde la cama. Los santos vegetales, son felices una vez cadáveres refulgentes para nuestro deleite. El audio de la película, lanza la versión cosmética y superhéroe de aquellos ángeles modestos. Yo, desayuno unas memorias de Delibes, su "vida al aire libre", y que magnífico sería el mundo si todos gastasen vida como Miguel. Un hombre fascinante por haber alcanzado la gloria literaria, la fama nacional, la celebridad histórica, y llevarlo como un campesino que por las mañanas es ministro de agricultura. Natural, incorrupto, equilibrado e inteligente. No he traccionado en sus novelas, pero estas memorias me lo han encariñado, pues Delibes es un manantial de respeto. Honesto y puro, sin nada de contagio de las veleidades literarias, estandarte transnacional que se queda toda la vida en su pueblo, en las provincias, y no necesita dichoso de la resonancia de un planeta abriéndose.

jueves, 16 de enero de 2014

La extinción de los lazarillos


A los niños se les dispensa su estupidez común al cantarla con una voz tierna de dibujo animado que es toda ella construcción. No les ha dado tiempo a volcar el mundo y la historia, ni mucho menos a pasar de cinturón verde o rosa en la lucha libre con la vida cruda. Pero pueden ser tan putas como el hombre más anciano del pueblo. Las antenas de la astucia vienen de serie, siempre están preparadas, y son una maquinaria desplegada y afilada rayana en la superdotación. Es una inteligencia atávica, una astucia secular brillante quasi monstruosa. Es la misma que el cangrejo, especie postrada, pero que lleva en esto muchos más eones que nosotros. Estos seres abatidos, levantan sus ojos circunspectos y vegetales, y lo siguiente es un sprint centella hasta su mundo de rocas. De forma paralela, el niño pasta en su estupidez cachorra de juego y fantasía, pero con las antenas de sus intereses alerta, y cuando lo deseado se pone en peligro, afila y agudiza su ingenio para poner en un brete al amenazador de su paquete de cromos, pastelito o capricho del día. Lo lleva rápidamente a las rocas, a su mundo urgente de pleitos emocionales y desvalidos. El deseo tiene un cable de color blanco directo a las altas sedes de la inteligencia.
Eso explica por qué generaciones enteras de niños criados a base de cazas, guerras, esclavitud o tollinas porque sí, han tirado para alante sin que esnifar pegamento haya sido una problemática de los siglos. Nos olvidamos de la animalidad del niño, también de su heroicidad. La escala de valores de las infancias tiende a proclamar como pequeños emperadores las generaciones actuales de cachorros. Que al nene le molesta la caca, que se puede ahogar con los crispis de la leche, que me pide ser vegano... o sea, tapar esas antenas astutas de cangrejo hasta que se atrofien, despojarle del dispositivo más preciado de la evolución, hacerlo tan estúpidamente humano como un cangrejo que dialoga y pacta su muerte con sus capturadores.

sábado, 11 de enero de 2014

El semen seco de los bosques


Vivo cerca de un boscódromo, una pineda breve e inocente hecha sede de fornicio de homosexuales pasados la cuarentena. No hay ningún cartel que la anuncie, es una bacanal silvestre que sólo se propaga en foros de internet bajo la etiqueta de 'cruising'. No tengo nada en contra de los homosexuales, sólo que el fenómeno que ocurre a cien metros de casa se circunscribe exclusivamente a ellos.

Acuden prestos y sedientos a la convocatoria boscosa del sexo. En el sendero público paralelo guardan  las apariencias o atacan con la mirada si fantasean con felársela a uno. No hay jóvenes, la media de edad es elevada, muchos de ellos tienen pinta de casados y de nunca haber atravesado el armario. Son decenas a lo largo de cada día, que se van renovando a la semana. Trasladan su armario de décadas al seno del bosque, entre matojos, y se lo vuelven a llevar una vez sacudidos y descargados. Ejercen de homosexuales desbocados diez minutos entre arbustos altos, y luego hacen de senderistas, oficinistas, maridos. 
Verdades de descampados. Crímenes domésticos y sociológicos en los desmontes. Sexo clandestino paralelo a las putas de rotonda y autovía. Todo ello se cuece en el primer descampado al salir de la ciudad, con el beneplácito y la desidia del ayuntamiento de turno, que permite abocar y acumular los deshechos de la genitalia, mientras los vecinos hacinados de vergüenza y salubridad, quedan desterrados a cien metros contando a sus hijos fábulas para que no pisen ese bosque. El sexo masculino y más clandestino, siempre ha sido una cosa muy de excrecencias, un meneársela y olé, hasta la vista. Todo un bosque forrado de condones usados, kleenex manchados y semen seco, tapizando la pinaza.

Acuden prestos y sedientos a la convocatoria boscosa del sexo, porque follar ha sido siempre gratis, y porque me otorgan el derecho de correrme, soltar el engrudo, tirar el condón, dar una patada al árbol, dejar el reguero de kleenex, y cagarme no porque no me apetece. Qué mejor sitio para vertedero seminal, de celulosa y de látex, que un espacio protegido. 

viernes, 10 de enero de 2014

La gran página ausente de mis abuelos


Los epitafios de mis abuelos no alcanzan a 1977, sólo llegué a convivir con mi abuela paterna. Las biografías serias empiezan glosando las vidas de los abuelos. Hoy en día el 90 % de los occidentales desdeña ese dato para analizar la propia vida. La emigración del campo a la ciudad parece un tiempo prehistórico que no nos pertenece, como si la vida empezara una vez que nuestros antepasados llegaron a la ciudad. Los tres abuelos que no conocí ni traté son tres grandes desconocidos, como tres momias escondidas en sarcófagos del olvido que me explicarían. No haré tal expedición si no la he hecho ya, más de cuarenta años después de su muerte. Me han llegado inyectados y diluidos en mis padres, revueltos, en una especie de existencia borrosa y fantasma, sin tener la nitidez de sus rostros y presencias. Los antepasados son influencias fantasmales en sus descendientes, a base de improntas, y ecuaciones de carácter. Sería todo más sencillo para entendernos, si pudiéramos consultar los videos y escritos de ellos, sabernos sus errores, manías y fracasos, porque resultaríamos mucho menos excepcionales y singulares en nuestra singladura por el mundo. Cuando una pareja desertaba un pueblo en el siglo XX, nunca se llevaba toda la memoria oral de sus callejas a la ciudad, no caían en que aquella sabiduría familiar se perdería, que al trasplantarse las siguientes generaciones renegarían de los orígenes. En la oralidad del pueblo sostenida entre todos, estaban los árboles genealógicos memorizados, los motes identificativos heredados, las manías, los antepasados ejemplares y los polémicos, la caracteriología de las familias traspasada de generación en generación. Aquello residía en el aire, era vida, y nadie lo apuntaba en un libro que después los emigrantes se podían llevar a la ciudad. Los hijos de éstos, crecidos ya al hormigón, acudían los veranos al pueblo y aún les calaba un poco de orígenes entre verbenas. Pero los nietos capitalinos ya vivían seccionados del pueblo, colonos de la ciudad como si ésta se hubiese configurado hace quinientos años, sumidos en aquel hervidero donde nadie era de allí, y enfocados al futuro sin las claves de su pasado. Sólo les faltaba toda una vida para encontrarse.

jueves, 9 de enero de 2014

Ismael Santos


¿Por qué fui un jugador de baloncesto eminentemente defensivo? Los valores de los jugadores defensivos podrían enumerarse: marcaje, físico, escolta, réplica, imitación, secundarismo, ausencia de focos, voluntarismo, constancia, exhaustividad... 
A todos los equipos infantiles les suele ir a parar tarde o temprano el entrenador profeta, aquel chaval de dieciocho años que desfonda su vida por el basket. Un fundamentalista del baloncesto que remeda las carencias del resto de su vida en su carrera colegial como entrenador. Niños soñadores de apenas diez u once años reciben los impactos de aquella vida entusiasta por el basket, campeonista, industriosa, que siente la llamada de la Canasta. Aquellos dos años de minibasket estuvieron afilados de perfeccionamiento y competición, siguiendo las tesis exaltadas de aquel minientrenador de metro sesenta y dos. Una minidoctrina para unos minipersonajes enfundados en una camiseta azul. Él nos trajo las tablas sagradas de la Defensa, su credo deportivo-vital, ése que hoy degrada los marcadores y el espectáculo de una Acb moribunda. El niño aplicado con el número 11 fue su mejor discípulo buscándose en la ceguera de la niñez. 
Después todo fue irregular. Un verano me dio un cuerpo cinco años superior con una pubertad precoz, luego la rodilla se rompió siete buenos meses, mientras el resto crecía y las posiciones bailaban macabramente. Pasé de pivot a base en apenas un año, siendo alero de fábrica, y ante tal desbarajuste la defensa no entiende de caos y es un buen puerto.
Aquel entrenador resultadista, conjurador de grupos, se me cruzó seis temporadas más tarde en el banquillo contrario y ya en alta competición. No le tembló la dignidad a la hora de ridiculizarme frente a mi marcador, dejándole bien claro que yo no sabía botar y que él era un mierda por no haberme robado la pelota una vez más. Después me enteré que fracturaba los tests psicológicos de una investigación de un amigo Psicólogo al serle pasados, y que por supuesto odiaba a los Kings o los Suns yeyés. Y ahora ando con cuidado con que mis sobrinos y mi hija, y ese alambre que tienen por mente, no tope con fundamentalistas y talibanes del bridge, la raqueta o la canasta, y les enseñen cosas tan feas como la defensa, o valores tan cobardes como el resultadismo.

El ensanche de la globalidad


Dos hombres con la camisa abierta se levantan ahora de una cena calurosa en ese piso de Río. De manera simultánea, lindan con nuestra realidad hivernal, con los apartamentos alfombrados, tapizados, y nuestra forma de vestir monacal hasta el destape progresivo de junio. Colindan con una existencia ártica en Nueva York, donde la piel se quema pasados veinte minutos. En Río, bandadas de aires acondicionados mellan las fachadas desarrollistas en las alturas. Una profusión de bombonas de frío en vena oficinista, una transfusión artificial ante la asfixia tórrida. El eterno verano da esa liberación de las camisas abiertas esta noche, y un arsenal cosmético en el baño para configurar una piel cocida, frente a la industria lanuda que aísla el norte y su farmacopea que afrenta al nitrógeno líquido de las estepas. Si fuera sólo eso. 
Brasil amanece con la pausa de salir a la terraza y contemplar el vaho rosa del Atlántico, Escandinavia pelea por la mañana en una jauría de nieve y vaho bronquial hacia el trabajo. Culturas ya simultáneas a estas alturas, que un día se enfrentan en un partido del Mundial. Nuestra postura intermedia climáticamente hablando, describe una elipse moderada, pero suficiente para enfocar todas nuestras vidas como girasoles basados en la temperatura. No somos más que un gran sensor biológico, barroco y con extremidades. Algunos consiguen violar esta gradualidad geográfica, montándose en aviones que desbaratan la legislación biológica, en un concierto wagneriano de tropicalidades seccionadas por el ártico repentino, otoños australes y trombones monzónicos sin tregua. Las tripulaciones de los aviones son los seres más globales del mundo, y sus hormonas deberían ser analizadas. Alguien abrió el tapón de la globalidad y lo simultáneo allá por el siglo XX, y se inauguró una gran calle que verdaderamente nunca duerme y no se acaba nunca. Calle, avenida, arteria, u océano virtual que copa y desborda la escala de un solo hombre y toda su biografía.