viernes, 29 de noviembre de 2013

Warsow


A las siete a.m. estoy en la calle pues a las cuatro de la tarde se echa la noche. El cielo está de bunker, ni un milímetro de concesión al sol. Cojo el metro en Centralna hacia la Stare Miasto, ciudad vieja, voy para Mlociny o Ratusz, dime? Desciendo los cuarenta metros de escalera mecánica estropeada, acompañado de una marabunta laboral adormilada y autómata, como un coro de pasos metálicos que van a levantar Polonia, y una fantasía maquinal aparece en mi cabeza, imaginando que toda esta
mansedumbre coordinada marcando el paso continuo, está teledirigida por un nazismo o un comunismo déspota.

Visito una capital con ecos del exterminio nazi, que por una parte destruyó todo su vientre antiguo, y junto a los edificios rebentaron también las personitas que los habitaban; y por la otra arrasaron el barrio judío hasta llevarse las piedras de las casas derruidas, desertificado, desratizado para ellos, y luego enmurallaron ese amplio barrio del centro de la ciudad, para torturar dentro a cientos de miles de judíos, en esa maldad barroca, carnicera y cumbre, llamada holocausto.
Visito la misma ciudad que se curó un holocausto con una dictadura stalinista de cuatro décadas, sometida a un comunismo idiota y tirano. Varsovia viene a ser un lugar sacro o una capital mártir.

La ciudad vieja que ahora paseo fue reconstruida al igual que la ciudad nueva - también antigua-, piedra a piedra. El hiato de los años y las bombas se nota en la vida que se desarrolla en ellas. Está desalmada pronto por la mañana y seguirá desanimada esta tarde cuando vuelva. No parece una capital turística, y algo de artificiosidad ha quedado en el aire de estas calles rehechas a coraje. El centro de la ciudad moderna, ya capitalista de vocación, es manhattaniano y a la última más que muchas capitales europeas. Rascacielos de diseño, desfiladeros y cañones urbanos entre ellos, surcados a la vez por tranvías comunistas que se han quedado a la fiesta, con sus colores bastos y sus luces tenues.

Cae un chirimiri toda la mañana, lo hace por vicio. Paso parques con arboledas de un marrón oscuro subido, infartadas de frío, como una necrosación vegetal en medio de la ciudad. Me arranco menos a escribir porque se interpone la mampara del frío, que gelifica y vuelve inerte exteriores e interiores. El aire helado obliga a tomarse treguas entrando a comercios y galerías. Con este frío te agatunas, te ensabanas en el hotel, ronroneas, emites sonidos alentadores de repente sacudiendo el frío. Descubriré tarde que los locales medran en centros comerciales como madrigueras de ocio equipadas para la vida hivernal. 
El guiri aquí, es ese mono abrigado a lo muñeco Michelin, con un gorro que pretende tapar la cabeza hasta el coxis y más allá. La gente me mira, no por mi belleza paquirrinesca. Los locales contemplan esa pinta de pseudocaribeño perdido en medio de la nieve.

El día siguiente será más benigno y aparecerá unos minutos el sol. Han sido dos días en esta tierra de catedrales blancas y piadosas como la nieve, de porteros automáticos por doquier, de árboles empatados de frío hacia el cielo, la tierra de las princesas civiles y comunes, jambas, estilizadas, coletaris, con botas y medias de veinte tipos, un país donde se da, sin más, un pibonismo callejero indiscriminado.

Fotos en: http://www.flickr.com/photos/jordiny/sets/72157638377597294/

Polska


Tres horas separan el Prat de Varsovia. Planeando sobre Polonia oteo una tierra armiño, enferma, parcheada, suavemente fantasmagórica. Serían las localizaciones naturales idóneas para el cuento de Navidad tétrico de Tim Burton.
El autobús del aeropuerto nos acerca a la estación de tren, en la noche cerrada y carnívora de Polonia. El río Vístula espera al tren a la entrada de Varsovia, junto a a las perlas blanquirrojas del nuevo estadio, corona futurista y metáfora flamante de la nueva Polonia. El tren desemboca en Centralna Stacjion, pegada al famoso rascacielos soviético que ahora es Palacio de Cultura. No es tan horrendo como lo mentan de antemano, ni tan mazacote comunista. Es una construcción matizada y con destellos artísticos, tal que una neoyorquina de buen gusto, pero diferente. Se ha quedado como un testimonio experimental de lo que hubiese sido un Manhattan moscovita si no le hubieran fallado las piernas al comunismo, aunque tampoco habría tirado ni con Plantavit. Es un rascacielos puntiagudo y ancho, un rascacielos chaparro, soviet style. En todo Nueva York no hay un bloque tan ancho y puntiagudo a la vez, así que el mundo se perdió el sueño urbanita ruso, y se quedó con la fantasmagórica arquitectura a lo Ceaucescu, Carabanchel, Bellvitge.

De la lectura rápida de Jordi Santamaria, la recepcionista infiere un hispánico "are you Jose Maria right?". Jesús, soy Jesús. Apenas salgo del apartamento lo que queda de tarde-noche. En el corto paseo a un bar de leche por las galerías comerciales subterráneas, paso junto a tiendas que venden orientalismo y exoticidad. Objetos mezclados de Perú o de Ceilán, telas egipcias, persas o tailandesas en bloque sin distinción, bajo la misma idea, perfiles de la misma franja del globo y a la vez antípodas. Entiendo rápidamente, que estos comercios son promesas de calor. Ensoñaciones, epifanías del trópico, que se convierten en tiendas un poco al delirio del frío. Este frío. Que me guiña el ojo y promete no separarse de mí hasta la partida.

martes, 26 de noviembre de 2013

Mañana en Porto


Envalentonado me aproximo a una de las sedes del vértigo en Occidente. El puente de Luis I sobre el Duero. Si la ciudad ya flirtea con ser perpendicular a él, aquí el ángulo recto es meridiano. La otra vez me achanté, en ésta es sólo una ilusión de fortaleza la que tengo al iniciar el puente. Tras unos cuantos pasos, la escritura se suspende, en general el cerebro, que escanea unas vistas cíclopes, con barrancos tras un reguero de tejados que van a dar a ríos mates y gelatinosos de alturas. Es la incomodidad del precipicio, su energía potencial chillándote. Es toda esa potencialidad de cetrería para la que no hemos nacido, bípedos y terrestres, antónimos del águila. Una fuerza de gravedad amañada, que ya no nos pega al suelo, y provoca desorientación, mareos en otros, a nuestro gps biológico.

Dejo el puente e inicio el descenso hasta la torre de los Clérigos. Pasan portuguesas del norte, tan hembras; como su tierra, apuntan a ser más accesibles y franqueables, en especial las cejijuntas claro. Se suceden panaderías, con el hojaldre luso de un dios menor. Un hojaldre grueso, blando, mullido, que no cruje ni por asomo. Luego en Brasil se replica el mismo hojaldre que hace bola en la boca, panadería desgraciada, en una burda fotocopia colonial, y a ese país aún ha de venir alguien que revolucione el hojaldre, francamente, helénicamente... que es donde tienen el mejor hojaldre del mundo. Los griegos, siempre los griegos.

Cruzo el centro hasta el mercado de Bolhao. Un trompetista interpreta un "vamos a suicidarnos" simulado, un tema triste, lento y herido, que no desentona con el azul y la melancolía de Porto.
La arquitectura silente, de persianas cerradas, se torna ciudad fantasma si uno repara en la cantidad de edificios abandonados por el centro. Me entran ganas de comprar uno de ellos y restaurarlo lentamente. Se lo dejó anotado a otro yo rico que tal vez acuda allí en un futurible. 

Las primeras de la clase de las gaviotas, aparcan su planeo en el mercado de Bolhao y se posan en los camiones refrigerados de los pescateros al acecho.
Toda la nostalgia de lo que fue el Borne de Barcelona supura, en este mercado anclado en su, nuestro, pasado. Tiene todo el perímetro exterior con su corona de comercios de abastos, granel, artesanos, campesinos y botijeros. La tienda modernista de semillas y abonos, sigue en pie, en local premium, no derrocada por Amancio Ortega el Grande. Enfrente cuelgan chorizos, morcelas de Cabidela, y un pan de leña mulato que me envuelven en papel de estraza y se lo llevo bajo el brazo a mi señora, con toda la maleta y el vuelo perfumado, por un café de la colonia recién molido. Conclusión: en Oporto dan ganas de trasplantarse.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Porto vs. Barcelona en ring estético


Amanece en Porto con una resaca de niebla sitiando la ciudad, niebla, o bruma atlántica. La bruma es efectista y dota de carácter legendario donde se posa. La historia es otro turbión más profundo de leyenda. El tenis del colonialismo, devolvió a los imperios europeos a sus dimensiones pretéritas, entonces igual de originales que de miniaturizadas. Esta pérdida fulminante de franquicias e ingresos, con una reducción de aparatos y gastos tardía y demorada, es lo que viene a dar la decadencia secular de británicos, españoles y portugueses. La primera triste, engreída, rancia y democratica; la segunda violenta, cainita, abrupta y cutrefacta; y la tercera desoladora, pues Portugal de regreso a la metrópolis es muy pequeña, y Brasil, tan perdidamente grande.

En viajes felices a uno se le destapa una juventud fresca a borbotón que ya menguaba. Tras varias horas en la ciudad - en esta segunda venida, que ya no tiene la falsedad vitalista de la primavera y sus ropajes, en aquel abril de 2012 -, uno claudica que empieza a estar enamorado de Porto. No me resisto a esta belleza bruta, cargada de impurezas, desfasada y vetusta. Además, vengo de la capital de la belleza neta del sur de Europa. Me doy cuenta que Barcelona tiene una singularidad de nivel planetario. Algo que los locales no tenemos del todo consciente. Hablo que tiene un motor dentro, un relé, que es una vocación renovadora imparable, con poco parangón a escala planetaria. Nueva York tiene esa dimensión también de bestia, cosmopolita y aglutinadora, que la hace capital oficiosa del mundo.
Barcelona es una bestia remozadora, vanguardista en lo urbano, catedral del diseño, y que como contrapartida ha borrado tanto pasado y tanta menestralidad. En Barcelona no hay sitio para lo cutre, lo imperfectivo, y lo vetusto, es una especie en extinción. Y en parte es una ciudad tan poco bruja, que previsiblemente al llegar a Porto, antípoda estética, uno es seducido por su imperfección, estatismo, improvisación, ausencia también bestia de vanguardias, aquí especie más bien de zoológico.

Aquí deseo que no llegue ese momentum histórico corrosivo que todo lo borra y nada mantiene, esa plaga de la modernidad. La innovación que se gusta y acaba derrocando y tiranizando un diseño clásico y heredado de las cosas. La rebelión absurda de los herederos que se niegan, la creatividad radical que se siente autosuficiente.

De esta forma se eliminan las impurezas dentro de una estética, tal como un pibón de nuestros tiempos depura su perfección por todos los flancos. Dieces estéticos nos vadean. Barcelona es la ciudad pibón, y se la rifan los turistas. 
Pero aquí en Porto todo puede pasar. El día y los lugares están preñados de explosividad, en medio de los pubs zoológicos de diseño una puerta abierta deja ver los bajos de un desván de otros siglos, donde su propietario maneja útiles y sacos que dejan con el culo torcido a las almas modernas que frecuentan los bares. Tecleando a tu iphone 5S enviando un wasabi, te cruzas con un calderero y un afilador, y te invade esa sensación tribal, precaria y posibilista, que tu biografía puede virar y estallar en cualquier momento. Ese sentimiento que está ya entumecido, mortecino, en las ciudades lisas y previsibles de Europa, incluida Barcelona, y que excluye a toda la morería peninsular de Madrid y sus radios.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Post largo sobre Oporto


Despegue, el piloto chafa el acelerador. El desgarro acústico del avión, cuando hace jirones el aire y arranca.

La aeronave ya ha brincado la paralela del este al oeste de la península apenas en sesenta minutos. Sobrevuelo bajas colinas vaporosas, con la bruma suspendida sobre los pueblos, como un depósito de sueños. Diviso un finisterre antiheroico, una tierra verde oscura, lánguida, que no es umbral que canta inflamándose un nuevo mundo, más bien un fin de tierra a secas nada glorioso.

Porto es vetusta, grisácea, una ciudad silente, con un vahído monacal actual, y ancestral. Tiene la piel empedrada por donde le surcan los coches, como un reducto ya casi inédito, y tiene el cutis a baldosines. Es una conurbación museística, de paisano, un viaje en el tiempo a un lugar donde la modernidad insegura no ha borrado lo recio de un pasado. 
Rincones con vocación inglesa, en una hermandad de brisa. Los edificios, solemnes en su dejadez vetusta, parece que están allí hace eones. Silencio, quietud expectante, y una presencia telúrica de fondo, como una invasión del océano. Ciudad del sosiego. A veces pueblo, a veces monte, a veces capital. Porto es lírica, bonita, vetusta y literaria. 

La ciudad se precipita, avalancha de calles, entre rampas y barrancos empedrados. El río sobreviene, se aterriza en su ribera. Oyes antes el llamado portuario de las gaviotas, atlánticas, como vocalizando un peligro, que es un socavón infinito de miles de kilómetros cuadrados. Las gaviotas son el módem del mar. Su canto pájaro es alarma y no la canción de su especie, porque llevan un cansancio de océano y son vigía de latifundio. 

Ribeira, dorada de sol, alhaja ribereña. Todo el mundo fotografia el lamido inflamado del sol en las cristaleras de los balcones, que les otorga una arquitectura de lujo horaria, biológica y portátil.
La urbe con linde, tan sólo una lengua de mar franqueable pero no. Borde imantado, a donde van a parar las gentes. Límite más sutil y anual que un mar emplayado y temporero.

Perros desestresados, paradinhas del tiempo, quietud secular. Soy de Porto, soy bardo, legumbrero, sopero y azul. Porto es tal vez como su espirituoso, una cuestión de fermentación, madurez, y reposo. Va contra la moda, en un debate pasivo catatónico por su parte, queda enfrentada a ella, y eso la hace actualísima. Al despiste me hago con un juguete de los setenta en una tienda céntrica. Cafés a sesenta céntimos, platos del día a tres euros cincuenta, y esas cosas tan desfasadas.

La ciudad bipolar que recorrida en la otra direccion es por un efecto fisiológico una ciudad diferente.
Resonante, aturdida, palpitante es la vista ahora de las mismas calles con sus iglesias de antes, pues el corazón está a cien en la subida adrenalínica, repecho tras repecho.

De noche parece toda ella unos faros rotos de automóvil. Me alejo del río pero noto su presencia. Las ciudades con ríos que parten la pana, contienen su fuerza atávica, telúrica, que todo lo configura. El río manda. La ribera del océano empieza barrio adentro. 
Oporto tiene el desorden justo y oportuno, para que fluya la vida silvestre, la verdadera, la que no se estanca, ni reseca, y se realimenta. El desorden extinguido de la mayoría de urbes europeas, tan asépticas y modernas, que han higienizado nuestra menestralidad y se han cargado una esencia rudimentaria, frugal, mamífera, que nos acaba doliendo por falta de aventura en las cosas, los objetos, los vecinos, los oficios, tan acabados y técnicos.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Saída


Caminando hacia la terminal tenía varios posts revoloteándome la cabeza. Del traqueteo de un viaje resultan partículas de biografía suspendidas en el aire, y la escritura aparece entonces por esa fuerza de fregamiento episódica. 

El post de yo y mis hermanos como ramas de nuestros padres, y como el fotocopiarse inconsciente de unos progenitores en ellos ha sido laxo. Nosotros, sus versiones, difíciles de reconocer por separado.

Ahora se forma una cola portuguesa en la terminal. Una fila low cost - barra ansiosa - con destino Oporto, o Porto. Oporto es una bajada al río y unos siglos, una curva del Duero y un balcón ribereño capitalino y de postal. Una baja de última hora hace que mi retorno acompañado encienda el piloto del modo solitario y pase estas 48 horas en Portugal como en la mayoría de mis viajes.

El otro post era éste que estoy escribiendo. El que viene en los prolegómenos de un viaje cuando el pecho contiene cierta ligereza, y se sabe en tránsito desligándose de la realidad mostrenca del día a día.

viernes, 15 de noviembre de 2013

jueves, 14 de noviembre de 2013


Me tiro a la escritura de fondo? Yo velocista? Quién va a aguantar un artículo de 180 páginas?
Los lectores son cuadrípedos confundidos que van a beber libros sin saber qué sabor ni materia han comprado. Sólo la marca, de algún autor, les orienta a veces.
Ponerle encabezados a un escrito es descabalgarlo del status posible de novela, cancelarle su mejor ruta comercial, a cambio de hacerle la putada al lector proponiéndole la caminata del tirón, en un texto de naturaleza totalmente discontinua. Un texto articulado, no corrido ni extensible, más bien a desgranar, técnico, musculado, velocista de relevos. Dejar al lector esprintar sin fondo hasta la página 76 es un suicidio de la prosa.
Una novela admite alguna liturgia, como la de los capítulos. Mi libelo ha de estar por encima de las 170 páginas, pues es ya un buen peso para ponerle faja y portada. Le puedo colocar una obertura tipo carta, un proemio camuflado, así como un epílogo, escatimándole diez páginas. Después el texto puede tener 4 capítulos como cuatro primaveras, a cuarenta páginas el lechal. Un artículo de cuarenta páginas me sigue pareciendo cíclope. Entonces es cuando intercalamos sí o sí, las cartitas, los testimonios del niño, 4 ó 5, a lo sumo 6, para tocar el otro lado de la piscina del capítulo. Las lonchas de texto ya las tengo bastante preparadas, son de buen ganadero, bien cocinadas.
Y así la gracieta del libro, la adaptación al formato comercial de este país. Oh, un niño que habla, muy lúcido. Cuatro capítulos con sus barreritas y zonas de descanso en la autopista. Una selva de palabras adecentada, parqueada, con bancos. Una estructura, una prótesis que reste a la maraña natural de palabras su libertad, en pos de los prejuicios sobre un autor desconocido y raro. Umbral en Mortal y Rosa, juntó los artículos dispersos de varias temporadas, hilados con un sedal intermitente y rompedizo paralelo a la convalescencia de su hijo, y los desarticuló en un libro confusional, fragmentado y movedizo.

Los pájaros siguen piando. Continúan su existencia concertista, de árbol y orquesta, mientras a los demás nos alterna una lepra en el alma. De las ramas emana un vivaldi biológico, colgado como una navidad crónica, y es una realidad que cae extranjera a la tristeza lisa y dormida que paseamos. Una congoja que nos empeora los órganos sibilinamente, que nos mata centésimas de vida. Queda el autoengaño, la sugestión, quitarse una careta de la careta y poner otra careta, hasta dar con la de Paulo Coelho cocinando raíces en portugués. 
Mi perro me hace un baile histérico y polar de sprints, frente al ñordo que le acabo de descubrir degustando. Es su danza de obediencia y rebeldía, su exhibición (extraversión) de la contractura psíquica entre fruición y respeto a la obligación - igual de salubre que arbitraria para su juicio.
Constato ya una fortaleza disminuida en mí esta mañana, aka debilidad-fragilidad, porque nuestro estado de ánimo es el motor y con él nos derrumbamos en bloque. La animosidad existe antes de nosotros. 

miércoles, 13 de noviembre de 2013

El rapto sagrado


Experimentábamos la vida como un  regalo, una barra libre de comida, alojamiento, escuela y sanidad, con menús de temporada en juguetes, chucherías y helados. Se nos daba, venía de serie por llegar al mundo. Los religiosos aprovechaban el tirón para publicitar y vender la gratuidad de Dios, pero lo que realmente menospreciaban era el esfuerzo de unos padres. Todos esos parabienes venían directamente de su sudor y del dolor de espalda y cabeza, pero venían los ayatolás a agenciarse las vidas, a poder ser las vocaciones enteras - lo único puro en la ambición humana - como ya se habían agenciado de terrenos y palacios góticos durante la cristiandad. En una época en que se escatimaban impuestos al Estado, el pueblo se dejaba fiscalizar el alma, o los hijos, por el Tirano psicológico de la religión, como tal vez hoy sucumba al binomio consumista de tiendas y bancos, obsolescencia estética de por medio, ratoneras sin liquidez de final.
Occidente es la civilización que descuida a los antepasados, donde sólo los pudientes tienen árbol genealógico, como si sólo los pobres hubiesen salido directamente de la mano de Dios, ignorando sus antepasados menestrales y donantes. A nosotros nos hacían reverenciar al icono de la cruz, mentarle a él y su mamá cada mañana, repetir hasta la saciedad nuestra pequeñez y nuestro agradecimiento por habérnoslo dado todo, herirnos por dentro si no cumplíamos sus mandamases, hasta despedir el día en la cama hablando solos con él... En un secuestro flagrante de nuestra existencia pérez y rodríguez, filiándonos con una saga ficticia de obispos, piadosos, pederastas, y golpistas, falsificando a nuestro padre y nuestra madre por un fantasma paterno recio con superpoderes, y una virgen bondadosa ni guapa ni fea, que suavizaba los truenos del omnipresente. Durante siglos la religión servía de barrera entre padres e hijos, ponía trascendentes los asuntos, trocaba seria la vida, éramos hijos de Dios, y apenas nos tuteábamos por el respeto surgido entre seres divinos. A los padres se les honraba, más que amaba, se les temía, en existencias más crueles y extremas. Con el mundo domesticado, plagado de peluches y física cuántica, se podía empezar a llamar a las cosas por su nombre. Tú. Big bang. Padre ternura. Socialdemocracia, y esas cosas.

martes, 12 de noviembre de 2013

Las alquimias domésticas


Una pareja deriva lentamente hacia una unidad económica. En casa existía una economía milagrosa. Con mi madre al frente de la partida doméstica, escaneando los mercados, optimizando las compras, exprimiendo los equipos, no se desprendía literalmente ni un céntimo. Mi padre le echaba horas, aparecía por casa de noche, tuvo que inventarse su trabajo cuando dejó de ser asalariado, y de las grandes compras que él se ocupaba, casa/coche, había derroche negativo. Los muebles venían de amigos, la rola se heredaba, la obsolescencia de nuestras pertenencias era un concepto absurdo, economía de hormiga que va acumulando pequeñeces monetarias hasta que se tiene un capital obrero, velludo y concienzudo. Llegar a rico siendo pobre toda la vida, pero pagando segundas residencias al contado. Su forma austera de vivir, pues brotaron en plena posguerra, su visión laboral de la vida, ya que se encargaron - heroicamente creo yo - de pasar del estado psicótico de las guerras al Estado del bienestar - y su vocación paterna, les hizo ser unas criaturas donantes. Invertir en un futuro que a ellos les excluía, pero no a sus descendientes, y ni siquiera retirados se gastarían las perras de su sudor heptagenario y vitalicio. Una forma donante como conclusión de vida, que ya no se estila en estas latitudes de la misma manera. La contrapartida de esa donación vitalicia, era una temperatura emocional fría o severa. Los hombres de aquella generación estaban tallados con hielo, y fue gracias a sus mujeres que pudimos reconocer y sentir que todo aquello era un regalo, a pesar de los gritos, la mala leche, las tortas o la administración ratera de recursos. Nosotros como padres, ciclícamente, reaccionariamente, nos curamos a veces esa frialdad emocional pecando de sobreprotección con nuestros hijos. Nosotros, niños acomodados, mimados de paz histórica, nos encontramos ya adultos con una crisis económica - y de valores de castas - que no termina nunca, como si en cada generación acaeceria sí o sí un sismo social, como si certificara la historia su verdad cíclica, o como si los tiempos se relajasen y olvidasen los males acuciantes y mutantes de la generación anterior.
A nosotros nos salvó el amor al vacío de unas madres anegadas de machismo, ninguneadas, enmatrimoniadas, que volcaban el sentido de sus vidas en la viabilidad de sus hijos. No teorizaban sobre la descompensación emocional que un padre currante y egoico propiciaba en sus hijos, simplemente se volcaban en compensar aquel desbarajuste. Todos aquellos pitufos de contrabando madre-hijo tras la merienda escolar, aquellos duendes aliados que uno necesitaba para poblar su vida de encanto. El tiempo extra, más allá de la compañía, para sentir un ángel de la guarda por encima de broncas, miedos y brutalidades paternas. Las bambas top del baloncesto, avanzadas a su tiempo, ahorradas en sus cero caprichos, que daban calambres de ilusión y pertenencia a algún tipo de élite por humildes momentos. Aquella plaza donde volver siempre llamada regazo, que condenaba silente la barbarie paterna, y se ponía claramente a favor del débil, del vulnerable, del porvenir, del talento en duro fermento. Nos remendaban, nos remediaban, nos acariciaban las llagas emocionales que desaparecían. Los mayores tratados aliados del siglo veinte se dieron de manera implícita en las casas, entre madres e hijos de aquella época. Nunca verbalizados ni expuestos, pero labrándose psicológicamente en un segundo plano familiar.
En mi caso yo era hijo único de segunda ronda - a siete años de mis hermanos que se llevaban sólo uno entre ellos -, con la relación de mis padres más cascada por los años de la convivencia, y nuestro tratado aliado todavía era más fuerte y cómplice. Yo recibiría tal vez más avituallamiento emocional para un mayor distanciamiento y rebelión frente a mi padre, hasta poder efectuar el delicado aprendizaje en negativo, y aquello de forma no premeditada le hacía surgir a mi madre un aliado más encajado en aquel tablero, escolta y abogado secesionista, los dos frutos de las circunstancias, de la alquimia familiar que se da en cada casa a lo largo de los años.

lunes, 11 de noviembre de 2013

A rebufo


Como niño cabrón, que todos tenemos brotes, contemplaba la sesión de severidad de mi padre prohibiendo salir a mis hermanos con cierto regocijo de esbirro. Era noche de fiesta blanca en alguna discoteca de verano. El salón tenía desplegada toda la blancura inocente de las prendas de mis hermanos y sus amigos, pero quedaban maniatados por la intransigencia de mi padre. Eran tiempos de marcha aún con ecos cabareteros en las boîtes y discotecas, con costumbres guatequeras en las fiestas privadas. Más tarde apareció esa modernez tan rompedora como estúpida del acid, sus chapas y la primera música maquinal, movimiento que nadie sabe bien a fecha de hoy qué significaba. Los niños nos quedamos con la fosforescencia, y los no tan niños adivino que también. 

Las fiestas de cumpleaños en los veranos de los primeros ochenta, suponían un excedente de golosinas, nocilla a discreción, y se podía repetir de mirindas. Cosas de las que había escasez para una familia media de la época. Luego los cumpleaños se prolongaban con los juegos clásicos: la manzana colgada, las carreras de sacos, los ojos vendados en harina o con los bizcochos mojados en chocolate. Sí, la prehistoria de las fiestas sin hinchables ni payasos, pero una odisea de diversión para esos niños patilleros y melenudos que hacían cabañas en los árboles.

Yo llevaba una vida de hermano pequeño a rebufo, de las aventuras de la pandilla de los mayores, chupóctero o desterrado según la ocasión. Podía jugar al cinto quemado, ser una base distante en el béisbol, colarme en las convocatorias a la piscina de la vecina rica, asistir de estranquis a sus fiestas de cumpleaños o ver la tira de cohetes desde lejos. Cuando les vino el pavo, éste me desplazó a otra tribu diferente y separada. Sus amigos de la infancia, con el carismático Gustavo al frente, son ahora como parientes de uno, además de vecinos vitalicios.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Picador de niños


El terrorista talibán de mi infancia fue el practicante. Mi matanza del cerdo particular. Cuando el timbre de casa anunciaba su macabra presencia - de torturador de niños - yo, o mi hermano, corríamos a hacernos fuertes bajo la cama de mis padres - porque vivíamos en un séptimo -, y mi madre se las veía y las deseaba para conseguir una fuga múltiple de nuestro alcatraz acostado. Arrancados, sucedía el pinchazo. La antesala del lamido alcohólico en la piel, gélido, con algodón, como una liturgia, sorpresiva y pavloviana a la vez. Y la agresión intensa y concentrada en un milímetro en flor de tu cuerpo, agujereada, con todos los sensores hiperactivados por el miedo, y la reverberación de la expectación en un momento previvido tantas veces. Pavor. 
Luego pasaba y ya, me compraban un Frigurón, hasta la próxima, pero sin fortaleza para relativizar ese dolor tan puntual como fugaz. 

Aquel practicante calvito, rechoncho y con bigote, muy tintinesco, que luego me cruzaba sin armas en la calle, tenía una profesión en la que los niños veían un holocausto y le odiaban. Practicar era para él pinchar, ir agujereando a la gente como mal mayor o menor. El problema era que se puede ejercer de picador sin tener mínima psicología, sin ganarte para nada a niños y ancianos. Hoy en día veo odontólogos infantiles que son Ronald McDonald y los niños aplauden tras la rajada. En los ochenta, período aún de glaciaciones emocionales, el picador se limitaba fríamente a pinchar dermis e inocular la solución medicamentosa de turno, saltándose toda la parte de los reyes magos, el niño jesús y la vulnerabilidad infantil más básica y elemental.

sábado, 9 de noviembre de 2013

La inteligencia atávica de los niños


Hay una inteligencia atávica en los niños, una astucia prematura que sale afilada de fábrica y se ejercita de vez en cuando a la hora de conseguir algo, hasta ser casi más listos que el hambre. Como la fuerza del hambre en los perros, que hace remar a todo el personal neuronal en la forma más depurada e inteligente posible. Lo mismo sucede con los críos y sus genialidades egoístas, donde el mal asoma sus orejas con brillantez y cierto espectáculo, y aquí algunos se llevan los carteles de niño maldito para toda la vida.

Al llegar al colegio, los profes y señus tienen un papel comadrón y nodricio, se da una estima mutua, algún que otro amorío, y se les regalan colonias y turrones por navidades. Ese trato cambiaba con la edad, se iba empinando la enemistad, y el nivel de cabronería crecía por ambos lados. El poder del régimen escolar lo tenían los profesores, y creo que ellos dispararon primero. La resistencia, nosotros, se replegaba hacia la popa de la clase, y las inteligencias atávicas empezaban a conspirar, rápidas, brillantes, en colmena, justicieras. 
La declaración de guerra del profesor, tratándonos de mocosos, gamberros sin salida y gentuza, provocada por su hastío ralo y la escoliosis de una vocación ramplona, iba a recibir el hostigamiento de cuarenta astucias asociadas con cara de ángel. Dicha operación, se lacraba con un nombre al igual que las puerto, malaya, gürtel de nuestros días. La operación empezaba y acababa con un mote. De los cuarenta cerebros apenas había unos microgramos decentes para la poesía, pero se configuraban para ejercer un acto poiético, artístico, que era sintetizar toda una personalidad en la palabra gimnástica, clavada, que definiese al profesor y lo ridiculizase. Tener un mote era ya caer en la lista de los tipos a ajusticiar. Sería hacerles la vida imposible de forma maquinada y calculada, aprovechando cualquier momento de confusión y jaleo en el aula. La entrada de una paloma, las tormentas, la respuesta airada de un compañero, un error de pronunciación al hablarnos, y sobrevenía el caos aberrante y orquestado, como un muestrario de odio automático, interrupto, racionado y rebosante. Los osados cañoneaban con gritos, los barítonos con murmullo y repiqueteo, los piadosos tosían y encubrían. Era un coro de la bulla que tras el canon del caos callaba mineralmente. O la mesa del tutor, se disponía a un milímetro del borde de la tarima como un artefacto a desplomarse a la primera palmada sobre ella. Contra el prefecto, caudillo leridano del colegio, se simulaban peleas de tumulto en el patio para que acudiese pitbull con el pito y luego lanzarle pelotas de plata golpistas y cobardes.

Tal vez la línea de comienzo de esta guerrilla escolar se demore con las décadas. En tiempos franquistas, hasta los tiesos tutores de primaria podían provocar la aparición del pillo precozmente, y hoy en día los blandos y demócratas profesores de Eso pueden promover un colegueo inmune al arsenal atávico del colectivo. Las clases huelen menos a ese coliseo de arena donde los niños se encomendaban a la astucia frente a la fiereza psicológica de un profesor rebotado.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Los catalanes, por Francisco Umbral, El País 09/06/1976


Son otra gente, son otra raza, traen otra cultura. A veces, algunas veces, pasan por Madrid los catalanes. Pasa Carlos Barral con la plata solemne de su pelo y el abanico sabio de su barba. Pasa Rosa Regás, un Goytisolo pasa. El otro día vinieron a presentar un libro de Benet. Vienen, a veces, a traer libros, cultura, aires del mundo, un mundo de otro aire. Pasa Salvador Pániker, tan orlado de dudas y saberes; pasa Nuria Pompeia, el acero riente de sus ojos. Pasa Perich, vestido de guerrillero, o pasa Juan Marsé, golfo y chorizo. Viene Montserrat Roig, toda de falda larga y de marxismo, son otra gente ya los catalanes, y aquí estamos, mesetarios, carcelarios, concentracionarios, granviarios, viendo la cabalgata en plata de los catalanes.
Mi voyeurismo manchego oía hablar de Rembrandt, de Montaigne, oía hablar del Viejo Testamento -«un compendio de barbarie y crueldad»-, pero sólo veía, mi pobre voyeurismo, un lunar diminuto en el medio seno izquierdo de Rosa Regás. Muy descotada de senos, Rosa Regás, y con la piel muy blanca, hablaba de sus cosas, con un lunar pequeño, muy pequeño, en el medio seno izquierdo que se vencía hacia la izquierda, y mirando dulcemente ese lunar comprendía yo que han tenido la suerte de ser periféricos, vivir más lejos del Poder central. Vienen como oreados de frontera y traen aires de Francia, luz de Europa en sus whiskies en alto, como antorchas. Jorge Semprún se lo dijo en París a Marcos Ricardo Barnatán: -Si vuelvo a España será a Barcelona; nunca a Madrid.

Así que ya lo saben: Barcelona. Estamos, sí, malditos de centralismo. Somos el pobre Imperio mesetario y hasta aquí no llegaron los libros de Garaudy, los poemas de Carner, porque éramos concéntricos a todo, el corazón amargo del repollo de un sistema. Son otra cosa, sí, los catalanes. Vienen cantantes, vienen editores. Traen mucha cultura de madrugada, una ofensiva cultural de primavera, una literatura diferente, y entonces entiende el pobre paleto imperial, mirando el lunar izquierdo de Rosa Regás, que es una ficción el unitarismo de España, que hay muchos mapas en el mapa, que ha dicho Claudio Sánchez-Albornoz que el federalismo no es malo y que yo no sé si es malo o bueno, pero no se resiste ya la farsa de este Madrid de bandos y cemento cuando la periferia se abre en círculos que tocan hasta la escuela negativa de Francfort o el diseño industrial de Dinamarca. Pasan los catalanes por Bocaccio, consulado nocturno de Barcelona en Madrid, José Agustin Goytisolo o Gil de Biedma, con amores y con versos, y ya no sé si vale aquello de Valle-Inclán: «Y como el paño es catalán se está volviendo amarillo.» El buen paño catalán se ha vendido en el arca de la discriminación y hoy comprendemos que el Sistema nos había engañado, nos había tenido, en el sueño ingenuo de que éramos los grandes, los buenos, los justos, los mejores, axiales a todo, porque el centro era Madrid, castillo famoso, y lo demás era periferia confusa, geografía vaga, limbo de los tontos y mar de los Sargazos. Pues resulta que no, ¡ay!

Los catalanes, todos de acento y avión, los catalanes. Ya pasan por los catalanes. Ellos nos llaman mesetarios. No hay prevención hacia ellos en Madrid, sino una expectación snob y cierta, un deslumbramiento de pastor manchego hacia los fabulosos catalanes. ¿Quién nos hizo creer que éramos y mejores? ¿Y que la periferia sólo servía para las vacaciones? Grave engaño. Ahora miro, paleto reprimido, desengañado demasiado tarde, un lunar muy pequeño, muy pequeño, en el seno izquierdo de Rosa Regás. ¡Ay!, blanca Rosa.

Cine Iris


El cine. O más bien los cines, dónde se han ido. Aquellos lugares imperfectos, de maderas, sin pretensión futurista y no tan lisos, con butacas granate que eran como unos animales estéticos con su pelaje rojo de cine, en una atmósfera ilusionante y cargada donde sabíamos que había tantos sueños condensados ahí arriba. Nuestra catequesis cinematográfica fue Tiburón, Flash Gordon, El señor de las bestias, y E.T., que fue todo un acontecimiento, y supuso un desplazamiento ex-profeso en Barcelona. Al cine yo iba en verano, medio de rebote, acompañando a mis hermanos, al mítico y pulcro cine Iris, que estaba como mil cosas más en la calle “del medio”, pero para nosotros era una especie de templo devoto, donde nos parábamos a repasar detenidamente los fotogramas de las películas de la semana. No bastaba mayor publicidad que cuatro fotografías ilusionantes, para provocar la cascada de imaginación de lo que sería la película y las ganas de ver cualquiera de ellas. Una sesión de cine en esas butacas granate y antiguas, luego un polo sencillo de naranja, el sol y la sal aireando las calles veraniegas y sus chiringuitos, un paseo tardío en bici a casa, y teníamos al niño más feliz del mundo.


David Hasselhoff no se imagina que la sintonía cibernética y puntillista de su “coche fantástico” tiene adosado el salitre de la playa y su olor para muchos de sus televidentes, que fue una serie playera de consumo, pese a que su rodaje no tenga nada que ver con la costa. Porque apenas no nos habíamos sacudido la playa de nuestra piel, que acudíamos prestos, sin camiseta, a ocupar esa franja de la audiencia que durante los meses escolares no podíamos disfrutar. Tras la matinal playera, comíamos a las tres de la tarde pero lo realmente importante era “el halcón callejero”, “el gran héroe americano”, tempranamente “fama”, y el mito autóctono paralelo a nuestras vidas, “verano azul”.    

Viajes infantiles II


Otro verano fuimos a visitar a un tío de mi padre que por colaterales de la guerra había hecho su vida en Agen, próximo a Tolouse. De Francia, del mundo vocacionalmente democrático, sólo había visto su huella en Andorra, aquel arsenal de productos en los hipermercados, más trepidantes, con más color y magia. Esta potencia ya país adentro, proliferaba fielmente en todos los detalles. Nos llevaban unos cuantos años. Años de evolución, si no de qué. 
De baloncesto no tanto, en aquel año de 1984, a las seis de la mañana, 10 de agosto, recuerdo levantarnos legañosos para ver corbalanes, epis y martines, ganar una plata olímpica frente a un imberbe y terrícola Michael Jordan.

Estos viajes me sirvieron para tomarle el pulso, pasar un escáner entonces bastante inoperativo que en otras visitas con la cabeza adulta podría utilizar. A países como Italia, Francia, Suiza, y también a buena parte de España, pues en el 85 a mis padres les dio por ir a Almería pasando un rato por Bilbao. Fue una ruta desbocada que cruzó Salamanca, Oporto, Lisboa, Algarve, Doñana, Sevilla, Ceuta, Málaga y Carboneras, sin ningún. Mis padres y su pareja amiga que nos acompañaba, se liaron la manta viajera a la cabeza, y yo no recuerdo quejarme tampoco de por qué ahora éramos una familia itinerante. De esa singladura alrededor de la península saqué un órgano casio en Ceuta, y me llevé datos. El órgano me puntuaba mis ensayos con unas lucecitas que despedían una melodía enérgica y veraz según lo bien, reguleras o mal de la ejecución; los datos que me llevé, fueron cosas como la malaguidad, la sensación de cruzar los páramos extremeños, la inabarcabilidad de Doñana, la gratuidad de Andalucía, y otras líricas que años más tarde he podido rescatar de ese testimonio entonces mudo poéticamente.

Primera infancia insondable


La época de la primera infancia son como unas catacumbas de la memoria, y por tener esta condición de órgano fantasma, son las que parecen más lo otro, una vida remota medio perteneciente a nosotros. Hay que soltar cuerda y que la sonda vaya llegando a las profundidades del recuerdo, es una prospección a los estratos más remotos de nosotros mismos.
Nos vienen escenas congeladas, estampas borrosas, sensaciones seccionadas y globales. Momentos que debieron ser evocados poco después de ser vividos y por eso se quedaron, tras su primera repetición aleatoria. Así, todos tenemos nuestro álbum mental hasta los cinco años, con todas las fotografías ya recorridas, y apenas aparece un recuerdo nuevo, salvo que un objeto, una estancia, resuciten la huella mnésica en nuestra cabeza.

De esos ecos me vienen los dibujos animados de Tom Sawyer o La familia Robinson. La vida vagabunda y trepidante de Tom Sawyer era una realidad descarada y distante a nuestra infancia ajardinada. Su sintonía final ha sido un telón de nuestra niñez. Eran unos dibujos animados veraces, de placenta literaria, y de algún modo sabíamos que la vida de Tom era real, existía o había existido como la nuestra, a pesar de ser tan dispar. Nos ilustró una infancia americana, sureña, de principios de siglo.
La familia Robinson, párvulos en televisión catalana, habitaba los sábados mañana. Las peripecias de una familia náufraga, precuela secular de la afamada serie Lost, me dejaba un sabor a melón tropical, cinestésico, mientras la veía, el mismo melón que ellos comían de la selva, y que yo por fantasía también acababa degustando toda la mañana.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Desamistad


Cuando empiezas a cambiar la carga emocional al recordar el nombre de un amigo, se hiende ya esa persona en el recuerdo. La amistad goza del poco abuso que se hace de ella en comparación con la relación de pareja, siempre al trapo, siempre en el medio, mobiliaria, comodín, llena de inercias y vicios. La pareja se usa, se emplea, se gasta, porque no se separa, no se elimina esa fuerza de gravedad vinculante salvo en las rupturas en forma de cohete al más allá. Nuestra pareja de dobles en la brega diaria es la misma y exacta temporada tras temporada, mes tras mes. El barroco es aquel movimiento cultural que se supera año tras año en las iglesias del XVIII y en las discusiones de pareja al uso, con un complemento más, un énfasis nuevo, el último añadido. Hoy emergen los singles, como colectivos de actividades culturales y rapiña, tan contradictorios, pero este mundo ha sido y es de doblistas, aquí se ha jugado siempre a los dobles que solo uno larga poco y se cansa más.

La amistad es esa relación pura, delgada, cómoda, de los segundos platos estrella. Sin inercias, diáfana, a estrenar. Satélites que te orbitan, a veces los ves, vienen a casa, recuerdas anécdotas, muy bien, hasta la próxima, cada cual a su casa. Cuando alguna vez se extinguen, no necesitas que vengan los Tedax, como sí pasa con las separaciones de pareja. Cambiar de compañero de dormir, resulta un acto dramático y harto complicado, una cirugía biográfica con un par de by-passes. Es cambiar todo un sistema operativo, teclear sin monitor, y desprogramarse unos cuantos años. Digamos que era un camino donde te adentraste varios cientos o miles de kilómetros, y hay que desandarlo, sin tener ni idea qué tocará hacer después. Los amigos extinguidos se borran cómodamente igual que vinieron, sin nada de dramatismos. Un dime, un direte - ni siquiera la causa queda del todo definida ni importa -, se espacian las llamadas, se deja de quedar, se constata un vacío por parte de los dos, se comenta con otros amigos, se acaba haciendo un post sobre la amistad perdida destacando su poca trascendencia a la luz de las parejas.

En nuestro obrar mamífero, tal vez no necesitemos a los amigos, pese a que esta sentencia sea un agravio turbador en muchos muros de Facebook. Quiero decir, que en genérico "los-amigos" es un ingrediente vital para cualquier persona/homínido, pero que acaban siendo más intercambiables, sustituibles, reponibles, que el lugar monopolista y exclusivo que ocupa la pareja, verdadero rol tirano de nuestra existencia monárquica y romántica. El amor es tirano y mártir, donante y gángster, la amistad es una comedia republicana.