martes, 30 de abril de 2013

Primavera saharosa. Acuartelamiento


Es viernes. Anochece selvático. Con gorjeos de pajaros escogidos que sólo riman con lo selvático, como si el paisaje eligiera unas notas y no otras, activando sus sintonías y sus pájaros. El bosque a veces se comporta como un compositor.
Las nubes han ocupado el cielo, lo han sitiado, y esperan atacar mañana. Todo es un preludio, de una gran descarga. La pineda marítima aparece como secuela de gorilas en la niebla, en un acecho de humedad.
Al final, una cortina gris de lluvia es el telón del día.

Amanece el sábado anegado. Aquí, el clima apenas se soflama un dia al año. Es aburridamente civilizado. Pero esta primavera el clima está anormalmente acuoso. Retorna pródigo, año lluvioso, como un menú húmedo al ambiente que se había ido hacía lustros.
Los pinos están chamuscados de agua, drena que te drena. Las cisternas del bosque, subsuelo de los adentros, quedan llenas hasta San Juan. Las setas se plantean volver, hacer gira de primavera húmeda extraordinaria.

Bien, hay que aplaudir ya a las nubes, han conseguido un récord, un registro, con su descarga, son ya un poco personaje time del año. La lluvia del 2013 y tal.
To record, y registrar, vienen a significar lo mismo, pero hete la fuerza mercader del inglés que acuña récord y barre un lugar del castellano. Registro, no suena a nada, ya traspapelado. Aparte de que record aluda también a grabar. Fuerza mercader aparte, récord está mejor parido. Tal vez el inglés esté mejor parido para los anales y los titulares, lengua más matemática y concisa.

Nos meten en el invierno, tras volver a la manga corta. Esto es un atraso. Abril ha sido eso, revelación y atraso. De repente nos volvemos unos preocupados por la lluvia, influidos por ella.

Es domingo, clarea unos minutos. Se respira toda la sordidez del antiverano tras la lluvia. Los pájaros trinan o glosan, la tregua de la tormenta. Es un canto que reza un "estás ahí?" tímido, paterno, filial, fraterno o conyugal. Los pájaros se buscan entre sí tras el aguacero, y se confirman.

Lunes mañana, día cuatro de acuartelamiento. El día tiene un gran problema biliar, está pálido y amarillo todo él, enfermizo, extenuado de tormentas. Un amarillo de otro mundo que no deja fotografiarse, espiritista.

Mediodía, o esta noche ártica de una de la tarde.
Y de repente el día se pone albino, y arrecia todavía más. Está iluminado de blanco, inexplicable. El día niebla de repente, emite niebla de sopetón. Los aviones pasan por peligro.
Luego el único científico de la tele, explica por qué el día tenía ictericia y por qué se puso albino de golpe repentino. Por tener medio Sahara en el aire, por las partículas en suspensión, que ya nos visitó el desierto norafricano en otoño, y ahora se pilló otros vuelos para venir y posarse aquí. Primavera saharosa, muy cool está la meteorología.

viernes, 26 de abril de 2013

Torrmenta de abril


La primavera tiene un presupuesto de sol limitado. No nos acordamos y desperdiciamos jornadas de sol, derrochamos buen tiempo, justo cuando hoy regresan las nubes.
El día está eléctrico. Azotado por una tormenta invisible del más alla venidero, que tarda por un atasco. Los colores del campo estan batidos, uno o dos grados decolorados de lejos, por el viento y sus partículas en suspensión.
Odio al viento por falso, por invisible. Por irreal y esotérico. Pero tan tangible.
Amo a este mundo porque aún es fresco, y turgente, del día. Aún está vivo. Por mucho traje que se ponga, por mucho que engominen el campo.

[..] La naturaleza emerge tras su baño. Sin albornoces, nudista, sin saber qué es lo frío o lo calor. Melancólica si es, porque invade de ella, porque lo mediterráneo apagado y calado es su residencia.
Una gran nave nodriza parece cubrir los cielos, hay una sombra campante con el sol ausente. Un sindicato de vampiros se cita hoy en el cielo. Sindican que los mortales caminantes como yo no merienden space cakes, nada más. La marihuana a veces me desatora el pestillo de la extroversión.

[..] El mar tiene reliso el suelo. Edificio acuático re-mojado ayer. Se han esfumado todas sus dunas, empieza de nuevo, tras el aguacero. La playa es una plaza asfaltada de arena.

Nieves García


A mi abuela la he visto con el pelo castaño en una foto no muy pretérita a mi debut en esto del vivir. Luego fue Nieves, como su nombre. A mi abuela nunca la lllamé para hablar, de tú a tú. Siempre fue una figura, mi institución infantil. Cuando yo nací tres abuelos míos estaban ya enterrados. Necesitaría una superanciana como la que salía en una serie de la televisión del momento para cubrir tanta tercera edad ausente. Ella me llenó las entrañas, más que unas expectativas. Todo niño necesita unos cantos redondeados en casa, a poder ser en el universo también. Una costurera con la cara redondeada y el pelo blanco de aureola, toda como un sol riente, sin ninguna angulosidad de los huesos, de la muerte, ni arrugada de vida, más bien regordeta, como una existencia feliz que termina, y que te susurre y disculpe del mundo impuesto como una compinche anciana de tu libertinaje. Mi abuela y yo nunca tuvimos un código, fue vigente antes de los tiempos. Llevaba toda la ingenuidad de una época consigo, y era una persona compuesta. Su cuerpo no se rompía en gesticulaciones, siempre fue una gallina sabia que no abandonaba una posición en el mundo, como un siglo sentado, y crisparse y erosionarse ya fue cosa de los que venían. Traía la guerra a cuestas, aún impactada como todos sus coétaneos, y soltaba oys entornando los ojos, asombrada de lo mucho que comía aquel, del dispendio de un banquete, de la suntuosidad de una casa. Oys guturales, movimiento de labios, y todo el eco de la galería de setenta años febriles y radicales, la desigualdad exterior de su infancia y de su vejez a tan distintas alturas. En Agosto siempre llegaba el día en esos veranos austeros, que mi abuela me sacaba al pueblo, me convidaba a un helado y unas patatas, paseábamos, nos sentábamos en una terraza, y tiraba arena al aire y al mar. Ella y su rodilla, que tanto la limitó, ella y sus baños de boya en el mar, destinos a los que llegaremos no sé yo si con tanta dignidad. Norcilla, vin noche, y llamarte por el nombre del nieto equivocado, santa inexactitud. Porque la lengua tenía unas constantes de siglos, antes de ser violada por toda la televisión, la publicidad y lo extranjero multiplicado. Ella no trataba con los palabros de las marcas, que se inflacionaban muy lejos de "Jabón Lagarto". Mi abuela no era cosmopolilla, escribía muchas cartas a sus hermanas en Irún, todas eran hijas de un ferroviario, dipersadas por el golpe de estado, y visitaba a una tía-abuela en Madrid donde se quedaba unas semanas.
Mi abuela llevaba todo el siglo en ella y no pasaba las puertas de eso llamado modernidad que todos calzábamos, versión tras versión. No eran gentes de seguir espirales. Mi abuela me imprimió un sentido recolectivo de la vida, yendo a buscar moras por los zarzales donde hay ahora chalets, con un seiscientos azul leche que nos recogía a la vuelta. El día que me dieron un premio al graduarme, ella estaba allí, con su bolso, con sus miles de costuras que pagaron panes negros, con su huida veinteañera en la guerra, entre bombas y familia dispersa, con toda la resistencia en una sociedad machista y misógina, con su pan duro que aguaba todavía en el café con leche, con un billete azul de quinientas pesetas que me daba a escondidas, y con una sonrisa hasta la garganta después de todo aquello, confésandome que tenía ganas de descansar y de dormirse, y sin apenas un gracias por haber salvaguardado todas nuestras semillas hasta la puerta, garante de sueños, mecedora de vidas, madre muerta y sin embargo inmortal

jueves, 25 de abril de 2013

Catedral de Monreale


Vuelvo a creer en Dios veinte minutos, que no es poco. O en los milagros. Catedral de Monreale, afueras montañosas de Palermo. La etiqueta reza: templo de inspiración bizantina, con techos artesonados y mosaico de pan de oro.

Los ojos confiesan: mimo abrumador, vaciado de alma a una causa, homenaje de los siglos al absoluto, neurótico o bello. Este lugar es molecularmente ominoso. Toda la grandeza de la catedral es un puzzle, cada milímetro cuadrado de pieza que explica que la suma de miles de nadas, botones de baldosa, dan la plenitud a una mirada. Mayúsculamente bello, catedral de catedrales, habitáculo de un Dios o lo más parecido a él. Iglesia de credo mestizo, en una Sicilia plurinvadida, templo más ecuménico que cualquiera. Todo con un tinte medieval y rupestre, que lo exotiza y humilla con grandeza. Creo más en el dios del siglo trece que en el del vigente, el actual.

Hay en su planificación y factura una noesis científica, una mirada concienzuda más allá de lo fideísta, su autor sería investigador sí o sí en la actualidad. Ese espíritu falla en la llama extinguida del cristianismo de nuestros días, que no es capaz de expresar esta ominosidad ni de lejos. Ni pasa por las cabezas rancias de sus últimos fieles el integrar la reciente ciencia y tecnología en sus edificios para expresar de forma tecnológica y artística su fe. Dios no entiende de código binario, como los jubilados. Se quedaron en los vitrales de Monreale, en la literalidad reseca del genio pasado, no son ya del siglo que corre, es un tema de protésicos dije ya.

Pero gente, uno del siglo doce o catorce era el que inaguraba el local este. Penetraban, sus ojos aquí, abrumado, flasheado. Y paseaban sus pies extraterrestres y pesados, un cielo, otro planeta. Automáticamente convencidos en el shock. Steve Jobs firmó el iphone muy zen y muy laico, sin referencia alguna a Yahvé. Lo más vaticano que hizo fue la versión blanca y pura del terminal.
Pero los genios manufactureros del pasado, tocados y absorbidos por el más allá, intentaban reproducir un cielo. Purificar todo el imaginario nacido de la tosquedad, en un mundo antiguo bruto, descontrolado, feo y doliente, mediante esa gruta purista y celestial, que proyectaba lo mejor y más excelso de la condición humana, un rincón posible sin malezas, premuras y las amenazas constantes de la angustiosa imperfección, propia y exterior. Un lugar donde lavarse todos los defectos de la condición humana y visualizarse un mañana, eterno o de martes, mejor y esperanzador.
Siempre en la intemperie de creer en lo invisible, en lo inexistente para los cinco sentidos, todos los que hay, y apostando a un más allá del universo y del espaciotiempo, donde las mentes más inteligibles del planeta no llegan. Por mis cojones. Ya.
Esa intemperie que obliga al proselitismo, a la propagación, a convencer al otro porque si no mi firmeza tiembla, a doblegar mentes con mis argumentos, como impulso perentorio. Si no, aparece una fragilidad por optar por lo sobrenatural, como quien obcecado exije mesa tras mesa su yogur sobrenatural, y se lo dan, bueno vale tenga
Al menos en el siglo XIII pagaban media entrada al cielo a los creyentes, con estos efectos catedralicios apabullantes. El éxito de los cristianos de entonces nada tiene que ver con el de ahora. Salvo todos los misioneros, en el trópico y en calle occidental, que bregan por hacer un mundo cósico mejor y se contienen con una sonrisa aplazada el lavar el cerebro a su prójimo, siendo apóstatas de estranquis, sin darse mucha cuenta, pero no evangelizándose su propio ombligo.

Parir un padre


El inicio de toda criatura humana remite a un romance entre dos jóvenes: la atracción de nuestros padres.
Ese episodio en que se conocen, y la secuela luego cuando alternan, se frecuentan, y se hacen compañeros íntimos de vida. Esa es la cascada biográfica que origina a uno como un torrente resbaladizo y casual de una montaña. Es nuestra parte frugal y fortuita que luego se cubrirá de causalidades y destinos. Pero somos seres accidentales y fortuitos también, expuestos a los sismos y al leve traqueteo, mal que nos pese.

En aquella montaña de donde brotamos, en esa tracción de dos personalidades, estaban todas las claves y el programa de nuestra vida. Pero curiosamente, surge un movimiento natural de la vida, y esa enorme montaña marcha a apretujarse en el espacio contenido del cogote. La vida creciente y opaca. La explicación de la vida, que es correosa, es algo de espíritu bibliotecario que no va con ella, afanosa de experiencias, y que no gusta de teorías cirujanas de uno mismo.
En el fondo, también colabora, la cobardía última de todos los seres humanos. La cobardía de los padres. No se hace explícita la teoría de uno, su origen, su verdad, un abrir las plicas de los padres desnudos y que sangren sus personalidades, su amor-odio mutuo, y se vea la foto movida de lo que tú realmente significas... porque la vida en último término es ese debate sucio entre el amor desinteresado y el egoísmo que tiene gula y hambre. El egoísmo negro campante en lo doméstico, la gran traición del maltrato oblicuo a un hijo, es una gran sombra arriba en el aire de una casa, posible y daliniana. Esos vapores de maldad aportan su presión atmosférica, y ayudan a dejar borrosidad en la gran historia explicativa de uno. Que no se refiere a las copas que tomaron treinta años ha, ni los bailes que pusieron sintonía a nuestra prehistoria, sino a los dos, padre y madre, sentados en un diván, con el tiempo y el mundo parados, mientras todos nuestros devaneos, ires, venires, tristezas, manías, se ven explicados mágicamente por una interacción, aquel motor de dos psicologías inyectadas, que iba girando y produciendo una personalidad, esto que escribe y tú que me lees.
Un matrimonio es un hatillo enfajado que no se suelta y ay. Una familia es un dispositivo, un cohete manchego que funciona y explota cada tarde y que no se cae a pedazos nunca aunque parezca destinado a ello. Y tal. En esos equilibrismos estamos. La tecnología punta y casera de las familias, a la última vanguardia psicológica, sea piercings, éxtasis líquido, o el Bieber. La impepinable falta de burocracia en una familia, de papeleo, hace que sea un animal tosco pero adaptadísimo a las vanguardias de villadiego, el sillicon valley hecho de pitotes de cada casa.

Lo de sentarse los jefes indios en un diván y tomarse el pulso psicoanalítico, es una quimera entre coladas y zapatillas parabólicas, teoría explicativa que apagadas todas las hostilidades cuando los gorrones han emigrado y los jefes indios ya no tienen cejas, empieza a destilarse en la cabeza de unos y otros, ya a posteriori, cuando todos los males y los bienes están hechos, como una manta de sabiduría que cubra esa sombra daliniana y funesta de daño a los propios hijos, los nuevos cachorros, y como una segunda oportunidad en la que el amor gana por paliza, para los ya abuelos sin cejas, con sus hijos indirectos, los nietos.

miércoles, 24 de abril de 2013

Me pones a secas


Un post en Sant Jordi nace balbuceo entre trillones de páginas en los escaparates. Sant Jordi es en parte una gitanada, o soy yo quien ve un gitano devoto de la tradición en cada esquina sacándose un 700 % de cada rosa, sin declarar más que un cante jondo en las narices de los floristas autónomos? El día no festivo más festivo en Catalunya gusta si te escapas esas dos horas del trabajo, te bañas en el ambiente distendido, ves a tu ciudad transfigurada y populosa, respiras la festividad, y tiras para casa antes de agobiarte por la proliferación de especímenes de tu género. Y sí, lo del libro y la rosa, que era el pretexto.

La dosis de Sant Jordi. Si te excedes, ves las costuras de tamaño entramado comercial. La densidad del gentío es un indicador de las expectativas propias, a más masa mayor justificación explicativa nos pide el cuerpo, al menos a mí. Eludo las tardes de Sant Jordi como tsunamis humanoides donde me pierdo y me revuelco. Pero ahora las mañanas también están petadas, y así no hay nadie que pasee a gusto. Esto de Sant Jordi funcionaba bien cuando el centro comercial improvisado no era una triatlón de obstáculos, porque de melé en melé no se va a mirar libros desde el Cromagnon, y aún menos a pagar flores a seis euros, mil pelas.
Estaba bien pasearse y ver las antirrosas: qué habían creado los artesanos ese año en forma de rosa pero sin serlo. Caminar por un mercado imaginativo Rambla Catalunya arriba, vestido de fiesta, y hacer un repaso populoso a los libros en la calle soleada.
Pero donde se entregan y retornan unos euros, en plena calle y al sol, las zarpas de los oportunistas implantan el zoco. Ahora se vende de todo, la gente hace su Sant Jordi, el paseo ya nos rezuma a negocio y a tajada. Excesiva oferta y mercado incomodísimo, y la rosa, y el libro, sí, como pretexto.
Y los autores firmando, a la altura del vulgo y de la vulga. Tú me das 20€ y yo te coloco un muerto en la estantería, firmamos la venta? Venga, me pones para "Carlos". Tú me pones, a secas. Ay. ¿Te han regalado rosa? Seis. Y el libro no lo he comprado, lo he mangado gracias.

Bien hecho. A mí me han regalado uno muy actual, del año 1984, cuando lo de Arconada. Y luego lo del 4-0. Yo hasta el 30 de junio estaré sin equipo, ya me quité del Barça, porque este Bayern hasta que no venga Guardiola aparte de ganar no sé a qué juega. Claro que, al menos no trota con siete cascabeles. De momento no veo equipo al que admirar, ya veremos en junio.
Quienes quieran ser militantes en esto del fútbol, del deporte en sofá, lo sigan siendo. Fijo, vamos seguro, que los clubes reparten un dividendo millonario a cada militante en su sofá, yo por chaquetero y poco sentimentalista con el fútbol me lo voy a perder, y encima no va a alterar mi vida triste y racional, desgraciado que soy.

martes, 23 de abril de 2013

Conclusiones itálicas


El campo empieza a lucir un amarillo pollo, un teñido cañí en su combate con el sol abusón. Nosotros andamos como placas solares y paladeamos gustosos la inducción del calor cabal de abril.

Hasta la pinaza que tapiza el suelo ha cambiado de actitud. Ya no es opaca, callada, neutra y apagada. Ahora saca su lado joven, es extrovertida y quiere trabajar.
El mediterráneo es una inundación de luz, una claridad esférica cruzada por canales y chorros de luz. Basta residir fuera un tiempo, para apercibirlo. Aquí el regulador de luminosidad de la pantalla atmosférica está hasta los topes, en modo Ícaro.

Mi crónica del carnaval climático sigue, vuelto de Italia y vuelto mi perro. Regresamos del sur de Italia con el culo torcido, cayendo en la cuenta que nos habíamos subido al Delorean.
Nuestra península es tal vez, la zona más acomplejada del mundo. Sicilia, sur de Italia, desencaja. Te da la clave de un país polarizado, no lejano a lo esquizoide.

La Bota itálica seccionada por el tobillo, como ejemplo demasiado fácil de dos polos. Rico-pobre, actualizado-desfasado, señorial-cutre, aburrido-auténtico, Norte-Sur. Pero Barrio Sésamo a veces coincide con la psicología profunda.

El exterior suntuoso de los italianos, con estilo trabajado, industria y modistos, y el contraste perogrullo con un interior primario, rudo, con vacíos y valores pendientes. A veces el tópico cagado evita meses de análisis. El incivismo, en la calle o en la política, también tendría que incluirse en la bandera de Italia.

La estratagema deportiva o anti, del catenaccio, triunfalista y caradura, precaria y rácana, es demasiado nihilista como para no desesperarte, y un tanto hijodeputa en lo lúdico.
Todo lo que ves después del primer impacto en un italiano, forma parte del terreno de la decepción.

La península nuestra, más homogénea, que se cree cutre, y que no fabrica kinder sorpresa psicológicos masivamente, ni tiene la autoestima calibrada ni sabe venderse. Aquí se vive bien, o se vivía, que no es poco. Alemania se autodestruye periódicamente, Japón tiene sus terremotos y pactos suicidas, Estados Unidos ya hace como imperio lerdo y obeso. Resultará que estamos en ésas, nos estamos regenerando. Con lo bien que íbamos, tras la oxigenación de tres décadas de ensayo democrático, pasados los cuarenta años con un dictador de chiste, cutre de veras, de mierda vamos.

lunes, 22 de abril de 2013

domingo, 21 de abril de 2013

Berenjenas y guettos


La ciudad vieja también mantiene su espíritu gremial. Te encuentras una calle con tres o cuatro tiendas seguidas de ropa especializada de bebé, más allá otras tantas pegadas de artículos de boda, acá marmolistas, allí iconografía religiosa... Cuando en media faz del mundo ya se han extinguido muchas especies comerciales, en Palermo aún funcionan las tiendas de afiladores, o todavía te invade las fosas nasales la exhuberancia tostada del café al pasar por el comercio de torrefactores. Venir a Sicilia es en parte viajar al pasado. Recuperar treinta años es razón más que suficiente para hacer unos miles de kilómetros. Ya nada volverá a ser como antes. No es una sentencia sentimental, aparte es una sentencia cosmológica y categórica. Colarse unas décadas a la actualidad, es un pequeño milagro.
Quien fue en algún momento Medina, mantiene siempre un zoco abierto. En Palermo hay calles interminables ocupadas por tenderetes redundantes que venden fruta y pescado principalmente. En un zoco ha de haber redundancia, comercios repetidos, y el tema de las licencias comerciales muy dejado de la mano de Alá.

En Sicilia las pescaderías tienen enormes bombillas que funcionan de día, como en la metáfora de Nietzsche de los hombres con linternas destellantes a mediodía. Este modo lumínico de altar, homenajea al pescado. Tal es la cosmética que gastan. Los pescados en Sicilia son relucientes como medallas del mar, mientras los ves pasar callejón arriba. Y el atún es tratado en un despacho aparte, con su monumental cabeza dando fe de la magnitud del ejemplar, y un experto cortador rajando a conciencia esas rodajas rebosantes de carmín y de mar.

Calle abajo escaneas la exhuberancia de la abundancia frutal. Berenjenas tumoradas, como un tomate gigante y lila. Berenjenas diversas y locales, pues Sicilia es eso, un berenjenal. Calabacines cual palos de metro y medio, verdes brillante. Alcachofas liliáceas con espinas. Fresas de pitiminí.
Mientras escuchas esa habilidad de hacer picar la ce hache y sonorizarla, que le da un brillito atractivo al lenguaje oral, lo hace más charolado.
Luego te topas con una catedral sin un ápice de gótico, al igual que muchas iglesias de la ciudad, de ese pulcro neoclásico tan poco atractivo. Exterior monocorde, paredes blancurrias, aspecto de funcionariado religioso, el barroco a tomar viento, una gran oficina limpia, amplia y ventilada. Edificios colmo del aburrimiento.

El zoco acaba dando a unos barrios donde la marginalidad es palpable. Son guettos, lunares de una sociedad no resueltos, maneras de asfixiar al tercer mundo a domicilio. Un guetto es eso, que en una oquedad del primer mundo, el tercer mundo venga a parar, emigrando, para seguir siendo una república igual de precaria en medio de la riqueza. Es la anticolonia, una expedición fracasada a la Metrópolis, pero más que eso es una constatación de la teoría de la Involución de la Especie, porque el verdadero fracaso es el de la propia sociedad, el de la Metrópolis. Que ni organiza antes, ni ahora puede integrar en crisis, y ni se preocupa después por el guetto. Hasta que ya tarde, colmo de la desidia, se da cuenta de todos los males que salen de ese guetto, que es una malformación del primer mundo en el tercer mundo, pese a que se acabe extirpando y encerrando a los débiles.

Ciudad cochambre


6 am, Trapani, noroeste de Sicilia. Contenido estomacal: spaguetti trapanese, arancia rossa spremuta, cagnoli. Grado inspirativo: desconocido. Todo es muy Csi a tales horas en estos apartamentos que todavía duermen.
El que escribe es bocachancla como todos, ignorante que larga sin saber. Resulta que Palermo la vieja era la guarra, que si caminas un kilómetro hacia el exterior te encontrabas una ciudad normal y tal, con hechuras civilizadas, recogedores de basura y edificios sin prácticamente derrumbes.

Mañana queremos ir a ver un museo de muertos, las Catacumbas de los capuchinos, un lugar fresco y húmedo ideal para la momificación a lo largo de los siglos. Ahora es un museo donde te enseñan los fiambres por gremios y siglos, así que a sacudir el espíritu goonie que todavía recala. (Spoil: el tráfico esquizofrénico de la capital nos hizo desistir ayer de la visita). En este rebelarse contra la lógica común, ejemplo sumo en el conducir temerario, parece que flote subyacente un ánimo de venganza. Una vendetta continua y cotidiana por véte a saber tú que injusticias de los siglos.

No entiendo la dejadez y descuido del patrimonio como política de vida. Me asombra la exhibición pública de ello a todo visitante. La pobreza, la precariedad africana o hindú, no contiene todo el índice de deterioro de La Habana o de Palermo. Las dos fueron flamantes urbes abundosas de palacios y casas nobles, y su estado tercermundista de degradación en la actualidad es más grave. La cochambre campa por todas partes, la decadencia es lastimante. En África hay urbanismo primario y a la vez vanguardista para ellos, aquí el ambiente es dantesco, inaudito, el único ejército que debió ser temido por los antepasados era el de la propia dejadez de sus descendientes. Hace 500 años Palermo era cincuenta veces mejor que en su estado ruinoso actual. No llega a la categoría de ultrajante el deterioro y no pasan coches de los 50 como en la Habana, sólo triciclos motorizados. Más que nada es cerdo, pero muy literario.
A pesar que aquí uno se entrega a la fotografía, se hace notario de la cochambrez, frente a las miradas no muy preocupadas de sus habitantes. Pero no hace falta haber salido alguna vez de su ciudad ni ser muy conspicuo, para sospecharse el porqué los turistas retratan tanto la decadencia y el derrumbe de mis calles.
[Los niños aplicados fotografiamos hasta la saciedad. Y la saciedad misma si podemos también la inmortalizamos].

Sólo en estas latitudes depauperadas, se cultiva espontáneamente lo kitsch. La cutrez ha formado parte ya de una infancia palermitana y ha sido ingerida y asimilada. De mayores algunos prosiguen esa tendencia ortera extendiéndola con nuevos giros y rizos. Palermo viejo tiene altares callejeros con leds. Y ya pueden sus contemporáneos buscarse los tesoros esfumados, como los griegos se buscan ahora sus genios, filósofos y plenitud "aC".

Palermo antiguo es una ciudad propicia para borrachos. Toda ella es una borrachera arquitectónica tras una noche dejada de los tiempos. Refleja el estado pocilguero de una casa cuando sus dioses se levantan por la mañana tras nueve siglos de juerga y alcohol. Un lugar donde sólo se siente bien un erasmus, que suelen tener ya la cosa plasmática mullidita de alcohol. Tiene su mérito, amanecer cada mañana con apariencia de haber acogido eternamente, un macrobotellón.

jueves, 18 de abril de 2013

Hasta que todo llega a Palermo


La zona de l'Eixample de Barcelona donde me crié, tiene una nomenclatura de calles que hacen referencia a las posesiones catalanas en el Mediterráneo de antaño. En cinco minutos de Nápoles pasas a Sicilia, de allí a Cerdeña y subes por Valencia, Mallorca hasta Rosselló. Este mes de Abril simulamos un recorrido parecido, o emulamos al toro que mató a Manolete, el Islero. Tras Menorca e Ibiza, nuestros huesos dan hoy con Sicilia antes de que acabe el mes.

Salimos de Trapani hacia Palermo en una autovía ochentera y costera. Escoltada por adelfas amarillas, y eucaliptus desmejorados. Son eucaliptus mal maquillados en primavera con verdes polvorientos y rojos fucsias de vieja. Isla magna, igual de grande que Cataluña, llanura a dos niveles con las estanterías de las montañas. Planicies con unos verdes pastel en los campos, alternado a parcelas marrones, viñas, pedazos amarillos o rojos de flores. Prados peludos de espigas, cabelleras de verdura. Viñas recién plantadas, con estacas, en disposición de cementerio. La muerte metafórica en las laderas que precede a la sangre y al vino.
Paisaje toscano sin cipreses ni verdes oscuros, y con molicies peladas asomándose junto al mar. La omnipresencia de las flores carmín, besando las miradas, flor simultánea en Menorca, igualmente bendecida. Y un bardo italiano musita en la radio una balada vaga.
Llegando a Palermo, las montañas son las tías abuelas, verrugosas, y algo obesas. Vigilan, sueltan alguna reprimenda, examinan los pueblos. La arquitectura se asoma básica y primaria, barracones lisos y cuadrados.

Hasta que todo llega a Palermo. En el cinturón de las afueras, el tráfico se colapsa y amontona. Súbitamente la fila se descompone y surgen cuatro carriles desordenados luchando en los dos existentes, mientras avanzan por el arcén como cuchillos pitando. Conseguimos salir de la carrera de autos locos y cruzamos la ciudad hacia el centro. Comprobamos el hábito natural a jugarse la integridad de un palermitano. Una norma es que en un cruce primero te incorporas y luego miras, primero limpias la sangre y luego matas. Dos, que sólo tengas metro y medio para aparcar no significa que no debas dejar el coche en oblicuo con el morro ocupando el sitio libre. Allá tú para pilotar el rally. Tres, que haya asfalto en el suelo ya es condición suficiente para que sea paso de zebra, sin descartarse que un peatón pueda circular frontalmente y en contradirección a tu coche. Cuatro, la marcha atrás y la marcha atrás perpendicular son modalidades que se pueden practicar a discreción. Cinco, si consigues no impactar tu coche ni rallarlo hasta el centro, una vez en él la amplitud de las calles hace que circules sin retrovisores y que reces fervorosamente a San Genaro.

Hasta que todo llega a Palermo. Que viene a responder al sumatorio, Roma + Kosovo - La Habana = Palermo. Ramalazos de la capital cubana aparecen por doquier, pues Palermo es una ciudad cochambre. Edificios dejados, hace decenios, que no son ni okupados, en ruinas, con la selva apareciendo en sus ventanales. Espectáculo de la decadencia ya superado, una integrante más del día a día, hasta tener zonas de ocio y de bares en medio de una plaza con todos los edificios desvencijados, destrozados, vacíos. Desolación a juego con montañas de basura como monumentos en medio de plazas. El mercado de la Vuccirie (Boucherie, Boqueria) lleno de mierda a la vez que se vende pescado de día y se bebe por la noche. Espíritu kosovar. Tal que un trozo de tierra pateado por todo un continente, o una isla que quiere remar hace siglos para África, pero que las olas retienen.
Palermo es anormal. Infinidad de detalles que se saltan las normas, singularidades a su olla, una cacerolada de lo que me sale del pairo. La individualidad por encima de todo y un facto comunitario inevitable. Locus del libertinaje. La voluntad de saltarse la lógica, rebeldes de todo, para crear otra lógica imposible y no vivir más que en el absurdo. Pero ya después, con una lógica removida y un día de brega a cuestas, para dormirse y pelearse con la lógica hasta agotarse el día siguiente. Y el otro.


Anatomía de una escuela


El colegio tenía un mapa de rutas para las diferentes tribus. Cada ciclo seguía sus puertas de entrada y salida, transitaba sus escaleras, acudía a su patio, y tenía sus horarios. Dos mil escolares fluían orquestados y engranados, era una república que funcionaba.

La entrada principal tenía a los alumnos de Cou afuera, de tertulia, entre seres bizarros con falda y tacones llamados mujeres que cursaban sólo ese curso en el colegio. La amplia puerta de madera y paneles translúcidos, daba al vestíbulo, con Marisol al mando de la recepción, una madre con rango y autoridad para nosotros. Es curioso como el niño respeta las profesiones, y atribuye una dignidad inmediata al lechero, al señor taxista, a la menestral recepcionista. Basta un título menor, ser del otro mundo de los adultos, padre o vendedor de helados, para que el niño lo vea digno e interesante. Ninguna profesión suponía más admiración y respeto para mí que la de vendedor de helados. Ellos tenían la llave de mis deseos, y los tenía en un pedestal. Mis hermanos tenían al hijo del dueño de una heladería en su pandilla del verano, César, alias el albino. César era para mí Dios, y prueba ontológica de ello es que me regalaba helados y yo pensaba que estaba enchufado con los de arriba.

Marisol nos daba los tarjetones azules de comida a quinientas pesetas el ticket, si nos quedábamos algún día suelto a comer. Nos guardaba el trabajo manual o el bocata olvidado en casa, que nuestras madres traían a media mañana, tras llamarlas por un teléfono verde a monedas, que funcionaba con dos duros. Y Marisol tenía un micrófono con un botón y era escuchada en todo el colegio por la megafonía, eran las voces celestiales que acababan con soniquete de bingo: Jaume Alonso, Ja-u-me Alonso, a-portería. Clac.

En un ala del vestíbulo, los profesores subían a su caverna, una sala para ellos en la que nunca había niños y supongo que ellos continuaban su vida. Porque nosotros no nos imaginábamos para nada, que ellos tuvieran vida. Nuestra noción los asumía aparatos de carne y hueso que se dedicaban a la enseñanza y a regañarnos, luego iban a una cápsula, y al día siguiente regresaban a clase. Era como un poco obsceno, imaginarlos cenando con su familia, verlos en pijama y babuchas, pensar que salían por la puerta del colegio y eran otros, civiles y desligados de nosotros, su verdadera cruz y familia. Sobre los hermanos maristas, creíamos implícitamente que vivían en cuevas, y boca abajo. Inconscientemente creíamos teorías así. Las que creen los niños, y no tan niños, si no nos paramos a formularlas.

La otra ala de escaleras del vestíbulo daba a la sala de máquinas, que era la secretaría, donde una sola persona tramitaba el inmenso papeleo del colegio, una mujer menuda y nerviosa que vivía allí arriba y destilaba eficiencia por los cuatro costados. En esas escaleras se posaban los niños de seis años a ser reacogidos por sus madres.

miércoles, 17 de abril de 2013

Carnaval climático


Las espigas vígias y debiles proliferan. Los prados y el sotobosco están más altos que nunca, cubren de pleno las pantorrillas, y se creen invasores esta semana. Florece hasta el tato, incluso las plantas más anónimas, arbustos de relleno, sacan sus inflorescencias estos días. Tantas flores no son más que genitalidad vegetal, y a algún amigo alérgico las flores se le corren en la cara, y se hincha y cura con antihistamínicos.

Vigor y belleza se van a desmoronar. Como en toda primavera en que lo álgido sucumbe al calor, primero seducidos plácidamente, y luego atrapados en el cepo del achicharre. Los cantos de sirena del calor son irreversibles y herbicidas.
De ahí la piel cicatrizada y cuarterada de los pinos, como una costra continua. En ella ven los sabios las heridas de los inviernos y los veranos.

[...] El canto de los pájaros como serpentinas de sonido, reverberado el canto de los adultos por los recién nacidos.
Esta hora tan tibia de la puesta de sol cuando hay buen tiempo. Hora de energía tumefacta, voluble y hechizante. Si todo el día tuviese estos púrpuras, malvas y naranjas quemados, todo el planeta transmutaría su estética, desde la ropa hasta la pintura de las casas.

Una hora zen, plástica y fugazmente extraterrestre, donde la cabeza se contagia de un cielo inspirado. El colmo llega en verano fundiéndose con la escena en un baño, y erosionándonos el propio escenario de calor, hasta oler nosotros a verano. De momento somos espectadores en primavera, de los abrumadores cuadros sangrantes del sol en su ocaso, mientras cesan las serpentinas de sonido de los pájaros, seres que se apagan con el interruptor de la penumbra.
Yo acudo a estos acontecimientos del paisaje llevado por el lazarillo de mi perro, que obliga a unos paseos diarios. Si falta cuando se queda de colonias en casa de la abuela, nadie vehicula estas expediciones al bosque.

El día parece olvidarse de sí mismo, oscureciendo, como en una anestesia de vida. Los fucsias inflamados del cielo son violetas en diez minutos, ya fríos, hasta desactivarse en azules y grises, engullidos por la noche.

Misa arenosa de abril


Han puesto una parada de metro en la playa, que está más poblada que en agosto, y más desordenada. Playa esparcida de chándals y señores blancuchos. Happening playero de seres yacientes, misa de sol dominical.

Torrarse como objetivo de la vida: dorarse, cocinarse, ser reptil. Aprovechar toda la vegetación sahariana de la playa, las flores ausentes, los prados, el melanoma agazapado que nos librará del destino soez. Bañarse al sol como vicio, dos, tres, cinco horas, como si se acabase el solamen en abril, tal que pordioseros del sol o ratejas de lo ultravioleta.

Sol con gachas, sol a pelo, sol y arena, toalla, y sol. Ni música ambiental, ni rumor de mar bravo, ni cartas. Solazo y what's app como mucho, retransmitiendo el bronceado. Entre tanto chándal y paseantes fortuitos que se dejaron caer, algún que otro pechote en pompa como voluptuosidad prematura y matutina, genitalidad al sol desafiando el chandalismo y el azúcar infantil de la mañana de abril.

Aceites, cremas, lociones, wash ups, a la pasiflora, al aloe, a la pitahaya, al ñoñi, al argán. Que esto es una parrilla, de salida, con poles, al verano, a los certámenes de belleza de paseos marítimos, al juzgado del espejo de cada pasillo.
Playas europeas sin argumento, con infraestructura desentrenada, novicias y caducas, lejos del festival orquestado de las perennes y profesionales Copacabana, Ipanema, South Beach, y demás mecas playeras, con su infraestructura desarrollada todo el año sin descanso de música, comida, actividades, publicidad, entre criaturas tropicales y tostadas que no conocen el otoño.

martes, 16 de abril de 2013

Años párvulos


De aquel piso junto al Arco de Triunfo en el que viví hasta los 3 años, recuerdo apenas una escena. Sentado en la modernez setentera de la mesa de la cocina, almorzaba el bocadillo de mi primer día esquirol de parvulario. Había conseguido escapar. Recuerdo como berreaba en el pasillo separador de las madres, y como las monjas desistieron de alargar el trauma. Al igual que al recién nacido no le convence el mundo exterior y llora deprimido, el parvulario, así, de entrada, no me entusiasmó. Creo que habité durante esos tres años de párvulos, el ecosistema más antiguo y de visillo de toda mi vida. Regido por Sor Jesusa, Sor Serapia, y demás sores sexagenarias, en las antípodas de los niños futuristas de hoy en día tutelados en primaria por jovencitas laicas. No había una severidad masculina innecesaria, no recuerdo crueldad ni una fijación por lo estricto.

En el bloque de pisos que hoy subsume lo que fue el parvulario de San Rafael, hubo en su día dos entradas, una clara con un gran vestíbulo donde nos venían a recoger, y una oscura sin vestíbulo que funcionaba de entrada. Un amplio pasillo de baldosa antigua comunicaba las dos entradas con la capilla, que no podía faltar entre tanto hábito. Luego sé que había unas escaleras trajinadas, de colegio: de granito gastado, barandilla de madera pelada, y testigo de miles de historias en su atmósfera, que parecía contenerlas incluso en silencio. No puedo reconstruir el plano en mi cabeza, no sé de dónde partían, pero sí que llegaban a una aula espaciosa donde nos mezclaban dos cursos, con los de un año más, y que tenía su propio patio en la terraza. Eran tiempos de ponerse en las minibicis del raíl circular, y dar vueltas pidiéndose un personaje de Verano Azul, evitando el salvaje de Pancho o el sosainas de Quique.
Se me han quedado grabados para siempre, los pequeños redondeles tersos del dorso del pan de la merienda. Esa proliferación simpática de circulitos con relieve que tenía el pan cuando lo girabas, era como un pan con diseño, con calidez, un pan juguete. Nos los daban con la pieza de chocolate, en el gran patio interior a la altura de la calle, donde se celebraban los carnavales y festivales de fin de curso que han legado las únicas imágenes para la posteridad. También había un comedor lóbrego de suelo verde, porque el edificio estaba desactualizado como las monjas, y estaba todo el pasado en él, sin ánimos ya de ninguna proyección hacia un futuro anciano, sin vocaciones y con la piqueta de las obras como destino.

Por las tardes, tras el parvulario, empezó la biografía, es decir, comenzaron historias que el tiempo ha prolongado fortuitamente y se han retenido de una pieza, estructuradas en la memoria. La multitud de otras vivencias inconexas, cortadas, con personas igual de emergentes como menguantes otro día, que nunca alcanzaron la categoría de hábito, son un tropel de recuerdos deslabazados que no se grabaron fácilmente en la memoria, al ser poco redundantes y no tener estructura. Pero aquellas historias que tienen continuidad, sea por afinidad o azar, se retroalimentan continuamente y tienen como una sede particular en la memoria.
De entre toda esa muchachada que fuimos a parar allí a los 3 años, no sé si fui yo, o mi madre, nos íbamos a emparentar con otro niño y otra madre hasta los 20 años. Álex y Herminia. Recuerdo esas primeras tardes de ocio, jugando en la esquina de Caspe y Nápoles mientras las madres tomaban un café en el bar de la esquina. De la tropa formaba parte José Mari y su hermano pequeño el Neuras, que venían de Logroño. A esa ciudad regresaron al cabo de un par de años, y se cayeron del grupo. Hay algo del troquelaje de los patos en estas asociaciones de los inicios. Las madres se unen en este vagar iniciático de un nuevo niño en un nuevo mundo, y se produce un anclaje difícil de separar. Los universitarios también se casan en las colas de la matrícula. Logroño tal vez nos quitó uno de los nuestros. Lo que unen los cortados de unas madres primerizas, no lo separa prácticamente nadie.

lunes, 15 de abril de 2013

Maristes La Immaculada


Tengo las caras almacenadas de unos tres mil maristas de mi colegio, población escolar flotante, entre generaciones veteranas que se iban y generaciones yogurines que ascendían. Me los cruzo por Barcelona y los reconozco, como ex-vecinos de pasillos y patios durante años.

Aquel antiguo convento de las Salesas que destripábamos cada día, caí en la cuenta años después que despertaba la admiración estética de los foráneos por la fachada de la iglesia preciosista. Allí pasamos 12 años de nuestros primeros 18, fue el lugar de nuestra infancia. El recinto no tenía nada qué ver con el 90% de edificios civiles restantes de la ciudad, era un antiguo convento monumental adaptado, modificado y ampliado. Los suelos, paredes, escaleras le hacen todavía una piel particular, reproducida en algún rincon aislado de la ciudad por el mismo arquitecto, como primos hermanos distantes.
El claustro, rodeando al patio central enorme, con decenas de columnas dispuestas como alfiles disciplinados, que no fueron otra cosa que nuestras porterías, alfiles abatidos y golpeados por la goma de nuestras pelotas en su eternidad mineral. Pero aquel claustro tenía algo placentario, era agradable a veces transitar por él, quedarse jugando bajo sus bóvedas, porque tenía algo de bodega humana, de pesebre, una atmósfera hogareña y de amparo, que nos atraía. La piel del colegio era fresca y de caverna, la piedra de las paredes del claustro, que tanto nos sirvió de juego, no era áspera como la de los patios, había sido pintada y su tacto recordaba a la piel de unas enormes manos frías e inertes.
El suelo. Creo que todos nosotros podríamos ahora acudir a una tienda de baldosas, e identificar sin ningún problema el tipo de baldosa que cubría el patio central. Algunos pueden arremangarse el pantalón, y quizás conserven su dibujo tatuado tras una rascada veraniega. Era cuadrada, color terrazo, y repleta de hendiduras también cuadradas en las dos direcciones.

La tipología del suelo marca el estilo futbolístico de un país. El suelo mullido de Inglaterra, con su hierba vitalicia, ha dado un fútbol directo, no regateador, con pase largo y remates arrojadizos sin miedo al cemento en el suelo. En España, los campos de arenisca desérticos han forjado o malos jugadores en esos terrenos impracticables, o jugadores técnicos, de toque y regate, flirteando con la dureza del cemento de fútbol sala. Ahora nos están cambiado la arenisca por el césped artificial, y no nos damos cuenta que nos están cambiando el fútbol del futuro, probablemente más híbrido y con más dosis de verticalidad. En el tropical Brasil, la pobreza ha hecho que en las favelas impere la tierra sobre la hierba, y el preciosismo de sus gentes ha dado futbolistas mágicos y virtuosos, hasta que como ya país emergente, el fútbol empiece a mutar desde las semillas de su tierra.
En Maristas, el suelo nos importaba eso, lo que afectaba a nuestros juegos. A pesar de llevarnos su dibujo a casa en nuestras piernas, no estaba mal, no era resbaladizo, tampoco parquet flotante, pero nunca nos sublevamos para que lo cambiaran, en alguna de nuestras revoluciones.

Creo recordar que la escuela tenía un total de 90 y tantas aulas habitables. Unas sesenta destinadas a las clases de los distintos cursos, y unas treinta restantes que eran laboratorios, aulas de plástica y música, departamentos de asignaturas, salas de video e informática, botiquín, etc. El colegio tenía tres patios rodeados de aulas, una gran iglesia y unas catacumbas. En los subterráneos, los hermanos maristas habían construido un salón de actos mastodóntico que fue cine de la ciudad durante años, salas de conferencias, laboratorios, piscina, gimnasio, que alquilaban a otros colegios, una especie de museo, un bar del teatro... y como aún quedaba una galería por excavar y un negocio en el que invertir, los hermanos construyeron un parking de varias plantas ya acabando mi estancia en el colegio.

La historia de la pedagogía en España es una cuestión religiosa, amplificada por el nacionalcatolicismo de la dictadura. Desde las primeras universidades del globo, educación y laicidad no era una unión muy factible. Luego se fue formando esta míriada de congregaciones de jesuítas, escolapios, salesianos, maristas, marianistas, carmelitas, dominicas, que fueron copando la enseñanza religioso-privada de todo el país.
En el colegio mentaban una llamada telefónica muy radical, la llamada de Dios. Nos recordaban que sus ondas iban a poblar siempre como una nube encima de ese colegio, que Dios, infinito y magnánimo, iba a estar aparcado bien bien no se sabía donde, en cualquier lugar nos decían, y que en algun momento se nos podía aparecer, plantar en el camino, y arrobarnos el destino.
Supongo que eso es lo que sentía un seminarista, que dejaba el colegio y se iba a las comarcas, en el campo, entre campos de fútbol y baloncesto, a relevar los mandos maristas. Este hecho del orden del día siglos atrás, era inevitable entonces y un mal menor aceptable. Alguien tenía que educar las nuevas generaciones, instruirlos, y de ahí su función social válida. Pero a las orillas de los años ochenta, llegaron varados a ese colegio una muestra descalificadora de educantes religiosos. El sádico hermano Saturnino que aún ostiaba con regla en Mecanografía, el militar hermano Castells que promovía un perfeccionismo neurotizante, el borde hermano Benedé cuya simpatía a los niños era inversamente proporcional a su afición al hockey, y el único e inimitable, prefecto, general de las conductas y de los sábados, alias hermano Porkie, que fue un fundamentalista de la perfección y de lo estricto, que tuvo que ser desplazado a subalterno de provincias por enviar cartas obscenas a una niña de sexto de EGB.

Esas instituciones llevaban la friolera de cien años o más funcionando. La propia historia había hecho una criba empresarial, y aparte de verse favorecidas por el temor al Magnánimo, el favor del Caudillo, y el enchufismo del patrón de turno, los colegios eran gestionados cual empresa solvente. Alquiler de salas, instalaciones, cine, parking, bar colegial... era un lugar explotado comercialmente y de ahí su longevidad, ríete tú de las plegarias y los ejercicios espirituales, detrás había Ceos y empresarios en potencia.

domingo, 14 de abril de 2013

La teoría sobre tu hijo


Si a un niño de primero de EGB tardaban en venir a recogerlo, se quedaba el último, sentado en las escaleras, surgía una soledad cósmica y se desmoronaba. Los niños se desmoronan varias veces a la semana. Pero quedarte solo de escuela, y que nadie de tu familia aparciera por el mundo, era permanecer en un hiato abismal donde aumentaba la angustia exponencialmente. El fin del mundo duraba quince minutos, así es como un proyecto de ser humano entoma la soledad, desesperándose. Un niño no sabe esperar solo, suspender su acción trepidante y focalizar una ausencia, sentado en unas escaleras funcionales y frías. En primero de EGB el comadreo era incipiente, todavía no se prestaban niños entre las madres, cubriéndose. En la espera, sin iguales ya recogidos, sin tutor ya ocupado, sin ganas de trastear ya más, se gasificaba la Nada de las esperas, y el niño se asfixiaba de singularidad.

El orgullo hinchable y kilométrico de un niño, se topaba con las pataletas, la almohada empapada de sollozos, la rabia, y los lloriqueos con una canción de quejíos que duraba un par de minutos, hasta que se extinguía animal y ronca. Era nuestro pequeño camino de frustraciones necesarias, nuestro destierro de la omnipotencia que pretendíamos. De niños todos hemos sido viles y mezquinos, insultando a una abuela, mortificando a una madre. Sólo nos cebábamos con quien más nos quería, quienes dejaban un flanco de devoción hacia nosotros descubierto. Por allí la crueldad del niño picoteaba, cuando te limitaban tu egoísmo hambriento, y su amor optimista hacia nosotros redimía nuestro mal, pues confiaban, en último término nos fiaban nuestra mezquindad y la pasaban por alto, sin juzgarnos, sin una condena etiquetadora, y conseguían que nuestra maldad fuera pasajera, pasando ellas por chivos expiatorios generosos, que sufrían las muescas de nuestra frustración contra el mundo. Es una cuestión de modelado con amor, o con sospecha. Los adultos no paran de hacer una "teoría" del niño, que son una personalidad que está en el horno. Las acciones de los tutores son táctiles y moldean, como si la cabeza de los niños fuera de plástico y estuviesen aplicando una cirujía, así de blando es todo. El hijo tiene detrás su verdad, los padres ya están aplicando su teoría clara, la teoría del niño bueno, la del niño inteligente, la del niño tranquilo ni fú ni fa...

De mientras el niño prosigue su singladura habitual de hacer trastadas y joder la vida a los padres. Algunos ingieren el hartazgo, "este niño es malo", malo, malo, malo... Y luego la muletilla y comodín constante de la maldad reverbera en la profesora, los compañeros, los dibujos, las películas, los tíos, la calle, los anuncios... los niños se encuentran con el 2+2 del maniqueísmo por todas partes, la gran sima del bueno-malo como dos vertientes grabadas en su cabeza, casi las primeras de su mente, tanto como grande-pequeño, alto-bajo, y el niño empieza a resbalar por esa vertiente que todos condenan simplonamente, él intenta escalar, y que algunos ya le atribuyen suya como el primer plumier. Y algunos se quedan. Montan tienda de campaña en el mal, lo hacen suyo, y vuelven a él en alguna noche adolescente o atardecer adulto, con un salvoconducto ético falsificado ya en la tierna infancia. Los niños malos se generan, de alguna manera se les abandona.

Las abuelas y madres permanecieron en su teoría de que el mundo estaba después de todo bien hecho, les salía querernos y pensar que estábamos llamados para el bien, a pesar de nuestros atajos. Nos fiaron trastadas y crueldades. Pasaron por alto y no dieron importancia a nuestro espontáneo lado vil. Premiaron nuestra maduración paulatina. Y fueron las principales víctimas de nuestra tortura fortuita, sin recibir mucho a cambio. Muchas de ellas no cobraron un sueldo nunca, ni la vida les colmó de compensaciones inmediatas. Al final nos dieron el puto regalo de moldearnos y hacernos con cariño, dotarnos de esos laboriosos algodones en la cabeza para no hacernos daño, como una inmensa red vitalicia tejida en noches de preocupación y desvelo. Y alguna otra tollina y soplamocos bien dados en toda la cara. Y algún que otro bocata de chopped.

sábado, 13 de abril de 2013

La mítica salida de un colegio


No recuerdo ningún día de invierno cuando venían a recogerme a las cinco y media de la tarde al colegio, por la salida de Paseo San Juan con calle Valencia. Era salida para los niños medianos, de tercero a quinto de EGB, de los 7 a los 11 años. Por más que zambulla y sumerja mi memoria, no me viene a la cabeza un día frío o lluvioso, esas tardes se han quedado soleadas para siempre en mi memoria.
Hay un qué de evacuación en la salida del colegio. Nuestra primera salida del trabajo, que ya nunca volverá a ser entre patios, claustros, con mochila, zascandileando, con una ligereza e ingravidez única. Un gentío de criaturas desparramadas de su aula, que enfilan determinadamente su éxodo, como en excursión, sabedoras de su puerta de salida, mientras el director contempla el milagro que todos esos artefactos escandalosos enfilen orquestadamente su esfumación diaria. El tabaco lo inventó un día un director de colegio, tras la desaparición mágica de dos mil alumnos, no fue una mujer saciada, extenuada y multiorgásmica, en una caverna del Yucatán

Hacíamos nuestro pequeño éxodo del deber institucionalizado y corbatero en esos ciento cincuenta metros entre escaleras, claustro, patio de Cou y vestíbulo final. Tránsito hacia nuestros dominios, el reino vicario de la madre, nuestro habitat, el poder campar a sus anchas de nuevo, chillar, enredar, comernos el bocata de jamón dulce sin darnos cuenta que volvíamos a estar en el coto de la libertad, que regresábamos a nuestro lugar auténtico, nuestro seno, más allá de todo lo extraño y ajeno de la escolarización. Todas estas cosas para un niño de 7 años son ininteligibles, él sólo las protagoniza, las vive. Siempre la salida del cole es un momento mágico que se nos queda grabado feliz, y que no solemos pararnos a analizar nunca. Como las excursiones, cualquier episodio del patio, cualquier pachanga de fútbol de aquellos años, en ellos nadie nos controlaba y el tiempo estaba roto, desbocado, inflamándose, repletamente vivo.

Nos acompañaba nuestro amigo concurrido, eran tiempos de a dos antes de las pandillas. El amigo concurrido no tenía que ser tu preferido, simplemente era afín, bien porque las madres habían hecho su comandilla, porque vivía cerca, o porque la moda del momento os había hecho inseparables y fugaces. Entonces desembocábamos la manada bufalesca de niños en la calle, e íbamos a por el bocata, como cachorros, con nuestro egoísmo bien visible. Nadie se iba al minuto, porque cabía la celebración leve de cada tarde tras el colegio. Un cuarto de hora de juego, de fantasía, sin movernos mucho, hasta que dábamos con el bocata. Lo suficiente para que el coche mal aparcado, un seat 127 blanco con una raya roja circundante, no provocase una multa a mi madre. Lo suficiente para que las madres se pusiesen al día, ejerciesen el comadreo, deber de la especie, lo que luego, en tiempos más consumistas derivaría en cafés, meriendas, y chiquiparks, pero con los mismos consuelos mutuos sobre la pesadez de sus niños.

Y entonces nos íbamos. De unidades de a dos también, que el coche no daba para más plazas. Más de dos mil veces hicimos ese recorrido de cinco minutos cada tarde durante años. Bajar por calle Nápoles hasta Caspe, girar a la izquierda, y pararnos en el chaflán con Sicilia, para que bajasen Herminia y su hijo Álex. Antes un poco de charla conclusiva, un reclamar nosotros fugarse con la otra familia, mezclar los nidos, y yo solía conseguir acabar probando la "picsa" de jamón de Herminia, de la que todavía recuerdo exactamente el sabor, y me ponía a jugar con la consola de Álex, que gastaba de eso, o bien tirábamos para casa y matábamos la tarde baja con unos deberes o unos dibujos animados.

Los poetas bizcos


El lenguaje unívoco de la ciencia, dictatorial y amante del prójimo a la vez, respetuoso y tirano, como un terremoto evacuado. El lenguaje equívoco de la literatura, o el arte de la anarquía precisa, o de la precision caótica. Las palabras de la ciencia como niños escogidos y aplicados en fila previsible, o los zagales desordenados y nuevos que ofrecen un espectáculo dispar en la literatura. Cada cual en su jardín de infancia con sus placas, verjas y su renglón particular en los listines telefónicos.

Parece un sacrilegio hacer híbridos. Si en un artículo científico el biólogo se vuelve poético, aunque le catapulte la lucidez, está cometiendo un acto sacrílego y contaminante. La ciencia tiene un plano de su reino cuadriculado y monocolor, exigente metódicamente a veces con cilicio, y como institución tiene miles de alarmas que se disparan si un poeta penetra su reino y contamina el aire, el método, con un lenguaje que no sea unívoco.
Doctores, una cosa es la especulación, y otra es la lírica, que a ustedes en miligramos les da de comer, cuando les hace parir ideas innovadoras. El lenguaje unívoco es estéril como investigador, el propio lenguaje carcamal debe mutar, experimento mediante, para dar una nueva palabra-realidad creativa y experimental que faltaba.

El lenguaje, como dispositivo transido de lógica, también es un instrumento generador de hipótesis. Cercenarlo, extirparle todos los matices posibles, en el lenguaje hueco y aséptico de la ciencia, es también mutilar su capacidad de ilustración lógica y toda la sugestibilidad de las metáforas.
Debe existir un código unívoco para comunicarse la comunidad científica, pero los apartados poéticos, metáforicos, bien diferenciados, no son lucimientos baladíes. Es científico y epistemológico, negar a la religión que distorsione a la ciencia, porque no es cosa de este mundo y atenta contra el espíritu científico. Pero el arte participa de ese afán de conocimiento, cultivo filosófico en apertura, sin cierre último, donde transita muy profesionalmente la ciencia.

La literatura por otro lado vive igualmente muy ajena y desvinculada de la ciencia. Los escritores intentan parir una realidad, y olvidan que en la ciencia se dan auténticos partos de realidad retransmitidos, grandes descubrimientos de lo ignoto, espectáculo lúcido y faraónico de todo un mecanismo de leyes causales. El escritor sueña con toda esa concatenación de lucidez lógica, inteligencia que mana, fluyente, a borbotón, una vez revelada la pieza que explica el todo. Aparece el círculo virtuoso, la rueda mágica de la lucidez.
La ciencia es poesía, y la poesía es ciencia, así de bizcos hemos de ir, no se engañen.

viernes, 12 de abril de 2013

Jardín botánico


Desde los astilleros de estos meses, en los que me he aplicado a la escritura, ha ido apareciendo un método, un modus operandi para la anárquica creatividad. Escribo a iphone, ya lo había comentado. La app de notas se impregna de las epifanías creativas del día. Luego un chorro ejecutivo las integra y talla el post. Muchos de esos embriones de aforismos, se quedan en el amarillo rayado de la app, y son procesados cuando pasan su momento de crianza.

Hay una pasa de muerte entre las celebridades. Los octogenarios temen supersticiosamente que el suceso sea contagioso y precipite el acontecimiento. La primavera, ya ha confirmado que nuestro entorno vuelve a ser benigno, sin las malicias del hielo. El cielo hoy es un dibujo animado japonés, poblado de nubes pequeñas y simpáticas, sobre un fondo con hasta tres tipos de azules entremezclados: un azul clásico, uno más pastel y claro, y el azul blanquinoso entre bruma. El azul combina con los verdes del jardín botánico que visito, que no tiene estatua y que ya no pone canción alguna de fondo.

Día botánico, que también existen. En el reino vegetal elucubro, se podía haber impuesto el partido político de las plantas carnívoras en la evolución. Pero ganó el de la vistosidad teletransportada, por la alianza con el partido insectívoro. El mecanismo por mantenerse que triunfó ganó por ser llamativo y chillón, insistente y pesado. Sólo sobrevive el redundante, el exhaustivo, el que golpea no dos, sino doscientas veces. La importancia de andar sobrado.
Ni en su corola de pétalos luego se podían imaginar que serían extraídas, orladas, abrigadas por celofán y coronadas con lazos en ramos apasionados. El novio sigue usando la flor como la abeja para un desenlace sexual. Las flores son puro sexo intimidado.

En una existencia humana, la filogenia se suspende y su historia pierde sentido en nuestra escala existencial microscópica. Las leyes sumarias del mantenimiento de una especie no alcanzan apenas, paradójicamente, el lapso mínimo de un individuo mortal. Las leyes de la animalidad, de la vegetalidad, son revocadas constantemente por las enmiendas de la inteligencia. Los sementales son seguratas, y las chonis pibones son cajeras del Día. Y votan al PP, que es el partido de los obreros claro.
Y la moral, la gran legislación de lo invisible, y el segundo mundo que compensa, se usa y aprovecha, para alterar esas leyes sumarias de la genética y filogenia. Pero de la ética nos ocuparemos otro día

martes, 9 de abril de 2013

La violenta desidia


De pequeños nos pegamos a torta limpia, en el colegio, en la calle jugando, en casa con los hermanos. Los niños hasta se tiran piedras, arrojadizos ellos, y crean motes crueles con mucho arte.

De mayores lo de pegarse no se lleva. Probablemente porque el niño pega con zarpas, entre sollozos, y el adulto se mueve en lo bélico, tira de diplomacia, y su maquinaria sólo declara más que guerras. La violencia en los adultos se mueve en lo penal.

En períodos de guerra tampoco cuenta mucho eso de sembrar cadáveres, la violencia es impune mientras hay sables, y suele acabar en amnistía y algarabía.
Violento viene de violar. Los peques se violan el espacio, los turnos, los objetos poseídos. Digamos que en los adultos, los colocadores de preferentes fueron extremadamente violentos. No se explica por qué nuestro concepto de violencia está tan estereotipado de agresión física o verbal. Por qué el Derecho está ancorado en la integridad física y no contempla la violencia comercial, tan de nuestro día a día. Por qué los poetas no se han rebelado por no adjetivar la desidia, la vagueza, y su implacable violencia vírica.

Lo vago, en el mundo animal, recibe el trámite de la muerte. En el mundo humano parece que os libráis campantes, pero vagos del mundo, estáis heridos de muerte. A todo vago le llega su San Martín, y si no los demás lo lapidamos. Un vago es un virus que no puede propagarse, a nadie le enseñan a ser vago o currante, eso se plagia, se copia, se aprende por imitación.

lunes, 8 de abril de 2013

El sexo de las flores


Ahora sí. Como en primero de EGB las plantas despliegan sus pétalos y hacen de flor, con la garantía de un tiempo clemente. Es una competición para reproducirse mediante la vistosidad. Todas reclaman la sexualidad vicaria de una abeja. Todo el amor en los vegetales, se reduce a lo vistoso, casi como nosotros. La belleza mecánica de los vegetales. Si pudieran reproducirse por wifi, dejarían de hacer flores.

En los animales, el depositar la semilla y perpetuarse no precisa del viento ni los insectos celestinos. Comienza la historia del más fuerte, y la vistosidad también trabaja para el miedo.
La cópula después con el hombre introduce los factores invisibles de la inteligencia. No siempre, pues los balcones mamarios y los tíos ciclados funcionan en el modo simiesco de las flores, los gorilas y las vaquitas. Vistosidad chillona e irreparable.

Pero como en el milagro de los panes y los peces, los enclenques, los gordos, las narigudas, las fofas, los hijos de famosas, resulta que acceden también al sexo con humanos bellos, incluso negando ese florecer en simetrías y colores de la belleza, apostándose en un físico mediocre.
Todavía no somos tan inteligentes como para crear una industria cosmética que afee a las personas.

Tal vez sólo lo haya intentado el punk, los que se ponen implantes ésos de elfos en las orejas, y las que con lorzas insisten en lucir ropa ajustada y van de sobrasadas.
La jerga para la fealdad luego, inspirada en lo animal, no se acaba nunca: eso no lo toco ni con un palo, callo, aborto, feto malayo, gorfea, búfalo, ñu, john deere, calamar, trol...
En el fondo somos un acantilado al sexo, con un mercadillo psicológico montado en el precipicio.

domingo, 7 de abril de 2013

Los insectos del amor


París con su vitola de ciudad del amor. Cada fin de semana cientos de parejas foráneas peregrinan a París, en procesión, buscando el aura del amor, un lugar donde prometerse, celebrarse, como la infantería de insectos del amor.

Quien ha estado en París sabe lo relativo de que sea la meca del romanticismo. Pero dos tórtolos atontados, ay, con su racionalidad por los suelos y esa transfusión a cholón de expectativas, les viene al pelo que haya una capital oficial del amor para proceder a la burocracia romántica y expedir pasaportes a hipoteca y niños.
Venecia se lo curra más, que por algo vive inundada, pero al lerdo común le da que París es más capital y que allí se va a oficializar las cosas. Venecia no tiene embajada para bodas, sólo consulado para noviazgos. El amor también tiene cargos.

Así que nuestros protagonistas, que ya han dejado de ser mileuristas y embocan como miuras la salida a bodorrio de los treinta, están nerviosos trajeados en una brasserie con vistas al Sena. La broma le ha costado a él el subsidio de los campesinos de Francia. La comida es propia de un hotel de Benidorm. Ella, hace ver que no sabe de qué va el asunto desde las 6 de la tarde, cuando todo ya apestaba a pedida. Tras el segundo plato, les sirven una copa de champagne, y el camarero le hace un guiñapo indiscreto con el ojo. Fermín se pone la mano en el bolsillo, mira a la derecha, y ve un vikingo de dos metros poniéndole un anillo a su vikinga en la mesa de al lado. Tuerce la mirada a la izquierda, y ve como el señor Nagashita se arrodilla ante una nipona pintada como una geisha. Otea el fondo de la sala, y puede ver heterosexuales, homosexuales y dos señoras de Murcia, rebozándose en el acto que él intenta desencadenar. Ella le ha seguido la mirada, y como un portero en Saint James Park se traga para siempre todos los nervios y todo el abucheo general del ambiente replicante. Sólo espera tensa el anillo como un Gollum yonki del amor. La singularidad al carajo, igual nos casamos todos juntos en Maastricht, igual me acabo tirando al vikingo, qué malo era el champagne.

La brasserie pone una canción atronadora de un romanticismo rancio, él formula las palabras, ella no le oye pero lee los labios, se abrazan, bailan la balada con los vikingos y los señores de Murcia. Nagashita no baila porque está indispuesto y no puede evitar arrojar a los pies de Fermín. Bendito amor, bendita ciudad hervidero de singularidad, a ocho cientos euros el kilo de amor, con escatas y sin la cabeza.

sábado, 6 de abril de 2013

Cala Pregonda


Cala Pregonda. Parece venir el nombre de pregón. Pregón del espectáculo de la naturaleza hecho litoral, estamos en un pregón viviente.
Llegas por unas colinas de verde luminiscente. Entonces la arena es roja. Empiezas a disfrutar del mayor derroche de color en la naturaleza, que nunca he visto. Caminas y en un recuadro de la mirada tienes amarillo, rojo y verde a franjas. La granura amarilla de las flores reptando, el verde turquesa de la lavanda costera, el rojo de la roca porosa. No, el amarillo huevo de la arena de las dunas, el verde mate del brezo melenudo, y el plateado de unas rocas alternativas. No, el azul horóscopo del mar, el yema glaseado de los islotes, y el verde fosforescente de las algas.
Es un Timanfaya armonioso y posado, sin la culpabilidad de un volcán, pero son quizás los dos únicos lugares con todos los colores del fuego, del verde al rojo pasando por el azul.
Es un paisaje que te prende por los huevos, sin más.

Encima el horizonte es daliniano, un cuadro viviente con esas rocas glaseadas como islotes en el fluido del mar, como si Dalí ya hubiera sido realidad mineral en el pleistoceno, antes de cualquier vida.
Es un paisaje que vocaciona pintores espontáneos, digno de coger una paleta, un lienzo, y recrearse. Como una obligación que impone el lugar.

Es abril, sólo cabe admirarla florecida y frondosa, sin poder usarla, bañarse, un hecho colateral del verano.
Yo me transmuto en el Señor Fotegui, nipón y ametrallador de fotos, pues esto es un pregón de la belleza y estamos en un festival furtivo de la fotografía.

http://www.flickr.com//photos/jordiny/sets/72157633173156257/show/

Momentos mitológicos


Subimos al Toro, la montaña más alta, mirador de toda la isla. Una extensión monumental yace quieta alrededor, un mundo manso, dominado por las alturas. Los cielos suelen paralizar la tierra. Todo el orbe da la sensación de callar, es un sepulcro.

De repente oímos un tintineo, de cencerros, muy leve, que parece provenir a mil kilómetros de distancia, de unas ovejas que ahora son como pulgas en el prado para nuestra mirada. Son el único sonido del mundo, parecen el leve sonido hondo de todo el universo, con el resto del planeta callado. Es un momento mágico. Te sientes ligero, invadido de respeto, creyéndote ese silencio sepulcral y toda la contención universal, que destila el leve hilo sonoro, que tiene el mundo.

La magia de las distancias, las escalas, los efectos, nuestras franjas de percepción y su ensamblaje.

Estrés de cala


Recordad. Todos los caminos de vuelta de una cala, no llevan ni a Roma ni al origen. Entre laberinto y serpentín de barrancos aquí estamos bregando para rehacer la salida. Ácido láctico on, las agujetas han venido para quedarse. Trepamos con unas victoria modernas y unas botas de lagarta buena como calzado. No llevamos la apropiada bota de montaña, de tergal y mullida, ésa que algún hippy por Barcelona se pone a diario digo yo para agarrarse al asfalto, que es mucho agarrar, en un calzado excesivo y deslocalizado.

Preguntamos a un civil, pero es turistoide como nosotros. Ese hombre llevaba toda Castilla en la garganta, y un aroma a Ducados. Las gargantas parecen animales que se desplegan. Algunas contienen fuerzas y matices reveladores, afinadas como violines.

Seguimos en el laberinto y pronto llegará la noche o el Minotauro. Todos los menorquines son iguales. Tienen rasgos de ser todos primos. Me debato entre encontrar el norte o el sur. Pienso si la Menorca del mapa está boca abajo o boca arriba. Con la respiración entrecortada, parece que oímos una carretera cercana. Caigo en que los mapamundis son totalmente eurocéntricos, que nunca los hacen girados, ni para un argentino. Con las primeras ampollas formadas, por fin divisamos el coche. Culmino la caminata fantaseando que con mis cuatro lectores, formaremos una república guayabera, fractal, y antidaliniana, con un mapamundi boca abajo, a lo austral, en su bandera. Ya deliro capril y asténico.

viernes, 5 de abril de 2013

Sobre arroces


El primer bronceado precoz de abril siempre es gamba. El termostato de la tostadera está desentrenado, da morenos prematuros, como bien atestigua el retrovisor del coche. Esquivamos erizos atropellados y dejamos atrás laderas carmín. Entre Binividi y Binivinci. Los árboles frutales portan una cabellera afro de flores. Un árbol, sin flores, es esquelético y moribundo, el invierno como una uci de árboles.
A estas mitades de 2013, te topas acústicamente con Melendi en cualquier frecuencia, menuda omnipresencia radiofónica. El turismo por El camí dels cavalls da apetito, y una paella de grano al punto tiene su qué de musa, embriaga a las papilas, con el espectáculo de su textura, y puede bien inspirar escritos.

El arroz de una paella ha de ser
grano al dente. Más allá de los arroces caldosos, cápsulas blandengues preñadas de sabor, el resto de arroces blandos son una pifia común. España no es Italia porque el grano de arroz callejero, de locanda o de bar, dista mucho de ser tan disciplinada y exitosamente al dente como la pasta de paisano en Italia. Las texturas marcan y discriminan realidades: arroces de verdad, superlativos, y otras cosas, granos blancos blandurrios manchados con alguna salsa, comida de trámite al uso.
La pasta blanda en Italia es un pecado civil.

jueves, 4 de abril de 2013

Primavera menorquina


Llegamos al aeropuerto de Mahón cuando aún están pintando las calas, a pleno amanecer. Pasamos el control con mucho guardia civil, pero con unas bambas lilas no hay policía ni cuerpo oficial que te pare.

Primavera menorquina, con las esparragueras plumosas, los cachorros de arbustos erizo, el puntillismo floral del amarillo, en una isla toda verde. Prados mediterráneos, con todo lo alpino menos con nieve y con mínima longevidad, por el sol matarratas del verano. El verdor se salta la norma del litoral espartano del mediterráneo que flirtea con lo desértico. El paisaje no es desoladoramente egeo.

Mallorca diciéndole cada siglo qué guapa eres, qué huéspedes más interesantes gastas hija, no te mean un muro... Ibiza mirándola de reojo menos envidiosa y púber. Y Menorca recostada a lo suyo, discreta, burguesa y muda. Menorca es una isla muda. Antónimo de lo estridente. El ayer de lo sobrio. Menorca es una colección de imágenes, onírica, un museo paisajístico con carreteras.

La piel rocosa de la isla, resquebrajada. El turquesa alienígena y feliz del agua. La arena balear nacarada, de otro grano.
El turismo de calas y su criba. Una cosa de cabras. Un ocio que aspira a contemplar la belleza, que pertenecía a los ojos de las cabras, las únicas que podían acceder a ellas por estos pedregales.
El turismo balear de calas, puede viciarse como el turismo japonés de templos, o el turismo europeo de iglesias. Empacho, se acaba topificando el exotismo.

Sale el sol y Menorca se vuelve teletubbie con sus prados ya encendidos. No me esperaba una Menorca ni tan verde ni tan rústica. Hasta las balas de heno son verdes. Isla irlandesa de sopetón, con carreteras de 1950, barandillas de pastor, y vallas con tibias de árboles.

Los cachorros de arbustos erizo

La piel rocosa de la isla, resquebrajada


Isla irlandesa de sopetón

El verdor se salta la norma del litoral espartano

Las esparragueras plumosas


El turquesa alienígena y feliz del agua
Barandillas de pastor, y vallas con tibias de árboles.
Menorca es una colección de imágenes, onírica

El puntillismo floral del amarillo
 

miércoles, 3 de abril de 2013

Prender


Toda la naturaleza se pone para la foto en este auge primaveral. Alcanza su perfil espléndido, es cuando más liga con los fotógrafos, cuando más liga con la inmortalidad.

Las puestas de sol también flirtean con la audiencia, cambian su hora de programación hacia el prime time, cercano a las 21, con mucha más sintonía con el horario laboral.
¿Hemos empujado nosotros el día? ¿Hemos movido las luces y las horas hasta adentrarlo en esta claridad vespertina? Más bien sí, el brusco adelanto del reloj un domingo cualquiera, provoca los primeros días una extraña sensación de verano ártico, de día alargado quirúrgicamente.

Los penachos de los palmones se alzan como llamas de la primavera en los campos. Las flores en las cunetas son las llamas de la muerte en las carreteras. Un homenaje tembloroso al último lugar con vida del difunto amado, que en unas macabras centésimas nunca pudo despedirse. Esas flores secas, se inflaman con la mirada del conductor ajeno y ya son llamarada de la muerte, lugar lacrado de ella, tumba fortuita. Es el intento postrero y ciego de las víctimas, de los que se quedan, de amplificar una muerte, una tragedia siniestra, y consolarse con que su antónimo, la vida, se propague por el mundo y borre para siempre cualquier milímetro de ella, hasta en las miradas pasajeras de los demás.

martes, 2 de abril de 2013

Memorias de un niño convencional


En mi habitación de niño han quedado poblando las estanterías, libros y discos. El centenar de libros deshechados que no pasaron la mudanza, y los formatos obsoletos de música que escuché en sus walkman y discman. En nuestros días la tecnología se come realidad, todos estos objetos hubieran sido engullidos, las estanterías no tendrían sentido. Todo cabe en una tableta de Pandora. Hasta las fotos que aún cuelgan y requerían la liturgia del revelado, hoy podrían no existir porque ya no entramos en la dinámica de procesar fotografías. ¿Qué estoy, ante un habitáculo fósil, un sarcófago arqueológico con columnas de cassetes, diccionarios físicos, archiveros y bobinas de cd's? ¿Qué sentido tendrán las paredes de los niños de los dos miles?

Libros, libros, más bien dos centenares. Llegó un momento que dejé de comprarme muñecos y me compraba libros, como criaturas de compañía. La mayoría no los leía, pero me los llevaba conmigo y estaban aquí, que siempre es mejor compañía y más prometedora. De hecho empiezo a comprar libros cuando estoy plegando del colegio, de mi era pautada, y entro en la selva abierta de la vida libre. Durante la escuela fui un niño tremendamente aplicado. Con horror uno repasa la semántica de aplicado: fui una criatura doblegada a una aplicación de otros, un fenómeno aplicado de doctrinas y teorías de vida de los demás, lo que viene a ser un niño. Fui rígido como una plica.
No es que existieran niños de ideas propias y preconscientes, con independencia mental de los adultos, ni que mis coetáneos rebeldes aprovecharan mejor el tiempo con unos videojuegos o en las pellas de los futbolines, más bien fui una criatura superobediente que se tragó todos los sobres de polvos culturales que una sociedad propone, y comulgué con ellos. Una época de mi vida fui sido convencional hasta las trancas. Cuando me crecieron los tejidos críticos en la cabeza, aquellos que otorgan por fin la neutralidad cognoscitiva, que permiten la objetividad, empecé a ametrallear o ametrallearme toda esa convencionalidad largamente ingerida.

Fui un niño intenso, de máximos. Sigo siendo una persona exhaustiva. Viví la infancia, toda mi vida de entonces, con una intensidad de horarios, ideas tirando a grandes y absolutistas, emociones domésticas en tensión. Viví grande, de talla intensa, como un animal vitalista. Viví mucho, en definitiva, y uno se pega y enrosca a la vida y la ama. En casa tenía en un pasillo, un monte de esos con agujero arriba que escupen lava, fuego y cólera. En casa siempre tuve un fenómeno volcánico paterno. Podría entrar en erupción un martes o un viernes, yo con mi 2+2 de niño distaba mucho de ser un geólogo o un psicólogo. De mi padré intenté heredar un interior magmático pero sin hacer participar a los demás de la irracionalidad desbocada, sin todo ese pringue íntimo de cólera y miedo. Fui un hijo de los que buscan ser un negativo fotográfico.
En otro pasillo tenía una mina inacabable de gratuidad y amor, un ejército de ángeles de la guarda que velaban por mi integridad y se ocupaban de pavimentar todo el suelo de mi futuro. Así que vivía en una casa con volcán y paz, como un magmático redimido, una excepción normal.

lunes, 1 de abril de 2013

Sobre el aspecto redentor de la literatura


Muchos afectos a esto de la escritura, de vez en cuando recuerdan el aspecto redentor de la literatura, lo balsámica que resulta para ellos y ellas en momentos oscuros y dolientes. Dicen que es entonces cuando producen los mejores textos, en ese exudado de la tristeza, prensando vulnerabilidades en bosques inciertos.

Yo no suelo ejercer desde la negritud, creo en un aspecto administrativo y laboral de la literatura, siempre al servicio del espectáculo intelectual. Pero les entiendo y alguna vez he escrito con el plato de la desesperación en la mesa.

Supongo que es la literatura como confesionario. La comunicación con una instancia lúcida, clarividente y serena de uno mismo, perfil usualmente en reserva por nuestras bodegas interiores.

Esta maximización de nosotros, la alineación lúcida con nuestro yo literato, obtiene la generación espontánea y propia de algo, lo único bello, que brota en medio de la negritud y el caos. De repente surge de un océano negro, el pequeño brillo prometedor de la orfebrería lingüística, las palabras salvíficas. Una manera de enhebrar el caos y hacer aparecer una salida.
La literatura como un órgano corporal más, un músculo poderoso para los dominios del caos psíquico.

Las tochas


Una mujer puede remontar con meses de cuidado estílistico y años de dedicación, una tocha, un tabique nasal prominente de esos que tienen rojeces en su cresta ósea, larga y saliente, por ser la cima a la intemperie de los vientos, de tanto tejido y venas que contiene la molicie.


Puede construir una imagen alrededor de la cordillera, orquestar una estética y mudar en bello todas las afueras del cuerpo. A nadie se le escapará la capitalidad identitaria de su nariz, pero puede quedar redimida por todo el atractivo convincente y vecino. Hay narigudas guapas, tochonas atractivas, hasta pibones nazarenos y narizones, blanquecinos en su esbeltez, brillo y complementos.




Pero una tocha masculina, eso no lo remonta nadie. No ha llegado la estética a estas latitudes de siglo, a sofisticaciones y arreglos que puedan disimular y embellecer un narizal óseo en la faz del hombre. Siempre será un Gonso, una napia allá plantada donde los niños podrían jugar a la escalada con sus muñecos y micromachines. Una colina publicitaria desperdiciada donde cabrían carteles bifrontales y complementarios.


Esa pirámide francófona y hebrea, que puede llegar a provocar accidentes de tráfico, no hay despiste estilístico que la camufle. El portante está condenado a construir su biografía a partir de ella, fosas faraónicas, molicie omnipresente y okupa de la identidad.