sábado, 10 de noviembre de 2012

Navidad Trufa


Navidad es hoy en día un sinónimo de Gastronomía. Es anécdota todo lo del hijo de dios hebreo y ya tenemos otros superhéroes y folclores futbolísticos. Oh Blasfemo. La Navidad, para beneficiarse de lo que ha mutado, debería ser ese congreso anual de gastronomía en las vacaciones del frío. El icono referencia tendría que ser Ferran Adrià y su pléyade. Dejemos de cantar villacincos turronescos y no nos cebemos como en tiempos de posguerra.

Qué tal un desfile por las casas de siempre, pero trocadas en la ocasión como templos gastronómicos. Por qué no una competi entre cuñados y suegros, para deleitar a los ateos comensales con una espléndida experiencia gastronómica. Mira, hace frío, la rasca invita a quedarse en casa y elucubrar recetas, pasarse la tarde previa y la matinal elaborando pequeñas obras de arte gustativas, con esa competitividad y pique que sólo se da en las familias. Cada pareja luego en su casa, rajaría sentencia y crítica sobre los tristes confits del cuñado, y el cóctel de chichinabo del suegro. El veredicto final se daría en la comida de reyes, aspirando al cetro mundial que va cambiando cada año de casa.

Porque eso de este año pavo y los cuarenta siguientes, es terco y cateto. Canalones, sopa de cardo, langostinos, pavo... no pone en ningún libro que dar esas comidas signifique querer más a los tuyos. Es una indicación de manual, en un tiempo en que la Navidad y sus ritos eran creíbles. Hoy es Navidad en el Corte Inglés y en cada centro comercial, porque cuando la religión se esfuma, parece que se gasifica en actividad comercial.

Uno de los comportamientos más absurdos del hombre, se da horas previas al día de Navidad. Estás en la oficina, y la gente se despide de ti como si te fueras de viaje, como si empezases una singladura hacia no sé qué aventura. Ponen ademán trascendental, se les inflaman los ojos, y te sueltan un - Feliz Navidad! Dos besos, hasta un abrazo. Tú cogerás el metro, no ningún Boeing 747, y al cabo de dos días te los volverás a ver en la oficina, con la misma cara de asco. Entre medio, ningún trekking por el Himalaya, ni ala delta sobre Perú, una cena con los cuñados en casa de la suegra, y un ultradomingo en casa de tus padres y hermanos a los que ves cada semana. Ah, y el pavo sí.
Nada se trasviste. En casa no bebemos tanto. La lotería toca la moral.
Cuando vuelvo al trabajo soy el mismo con tres kilos de grasa, dónde estuvo el gol compañera de oficina? La gente se cree que por pronunciar Feliz Navidad es suficiente para viajar en el espaciotiempo a la infancia cuánticamente, y volver a ver la casa enorme, jugar por debajo de la mesa, y enseñar el reloj-calculadora nuevo a los tíos? Tiene la gente esos lapsus y secuestros de lo cabal? Para qué esos chutes emocionales?

Seguimos haciendo pesebres, algunos auténticas ciudades, riéte tú de Tokyo. Continuamos poniendo el abeto invernal de Navidad, cada vez con colgantes más heréticos y dudosos. Y nos cebamos ad infinitum ñampando como en un refugio antinuclear.
Sigo firme con mi propuesta de trocar la Navidad en festival gastrónomico de culo fino, algo cada año diferente, innovador, más escaso pero evitando empachos. Ya se encargará la industria comercial de surtirnos desde kits de esfericación, a separadores de claras de huevo en los chinos, no temáis. Después en la oficina, habría qué comentar: yo un milhojas, tú un tataki, de postre un tubo de ensayo... y la familia? Bien, gracias.

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