sábado, 3 de noviembre de 2012

Koberas


Por fin me entero del apellido de mi perro. Viendo el páramo escocés de Skyfall, Kobe sobreviene en mi mente calzando la imagen. Sólo falta él, es su terreno, su locus mundi. Tiene imprimido en el instinto el sprint, cuando está ante un páramo, una extensión inabarcable, su personalidad se desencadena. Kobe hace lo que ha venido a hacer al mundo cuando ve delante suyo un mundo vaciado, una planicie sin fin ni horizonte. Se excita, se dibuja la felicidad en su rostro, y se la quiere comer, quiere estar en todos los sitios del vacío al mismo tiempo. Como si hubiese nacido para correr.
En nuestras cercanías, ese páramo es la playa, la busca al salir de la portería y tira a la derecha, aunque acabemos yendo más a la izquierda al próximo bosque, lleno de obstáculos para ti sí, ahora me doy cuenta. Este olepises se pone bibliotecario y disfruta también en la ciudad, catalogando y archivando todos los orines de sus colegas. Pero él es Kobe Páramo, un gaucho afrancesado que se pirra por el queso. Hijo, playa que te playa, lo he entendido, no temas.

A veces me apena su mortalidad frente a la mía. El hecho que no me acompañe este acompañador toda mi vida, como si quisiese tras él substituirle no por cualquiera, sino por un perro kobado, un continuador en carácter suyo, como se hace con las personas amadas. No otro carácter perruno, ni un calco físico defraudador, un continuador de su "obra".
Es curioso como oscilamos entre las ganas de nuevas experiencias y el retorno a lo mismo. Como un viajero empedernido picotea países sí, pero luego ansía ir a comer cada día a la misma mesa del mismo restaurante de un barrio de Bangkok. El cosmopolitismo se traiciona sin quererlo, en cualquier despiste nos amarramos al conservadurismo. Somos un péndulo casero y cosmopolita. Una contradicción exploratoria y temeraria, un cohete espacial que todavía lleva anclas.

No hay comentarios: