martes, 30 de septiembre de 2014

El léxico de mis abuelas


El léxico de mis abuelas siempre fue peculiar. La tía Marina, maestra de ceremonias de meriendas, nos ofrecía un mantecao, que era su forma de llamar al helado. Nos contaba que al tío Rafael le había dado un paralís, y que si teníamos ganas de hacer un pipinolis. Mi abuela era sencilla y auténtica como sus patatas fritas. Nos preguntaba si queríamos más norcilla, al color rojo lo llamaba encarnao, y nos decía lo bien que estaba Emilio Aragón en el vin noche. La tía Marina peinaba a domicilio señoras pudientes como la señora Baldovín, y exportaba de esas casas a su vida una aristocracia de segunda mano, algo incoherente que mi abuela llana siempre le tildaba de fantasías. También le recriminaba su servidumbre comercial a la señora Cardina, la dueña de un colmado que colocaba a mi tía los productos más caros contándole una procedencia legendaria de los mismos. Ellas eran muy diferentes y convivieron como viudas mucho tiempo. Una asentada y tranquila, la otra más infantil y sin hijos. La coquetería de mi tía no cejó hasta los noventa, y su última década la pasó ennoviada de un noventón al que nosotros llamábamos Arturito, que le recitaba versos en las comidas familiares hasta que un día decidió dejarla entre visitas a la uci. Mi tía consiguió preservar la ligereza de la adolescencia hasta más allá la tercera edad, en un acto egoísta, despreocupado e inocente. Su piso forma parte del museo de mi memoria, ese piso alargado con tanta madera marrón oscuro, que imagino al leer las memorias de los años cuarenta en Umbral, pisos que son un fondo de la memoria de todos nosotros. 
Allí batalló su lugar coqueto en el mundo, con mucho cristal y vitrina, revistas de celebridades, colorete e historias domésticas de marquesas; mientras mi abuela tiraba su pan duro en el café con leche, arrastrando con él la posguerra, y escuchaba a su querida hermana fantástica, como una versión plausible de ella, mientras releía las cartas rizadas de azul de sus hermanas de Irún y se evadía pensando en sus cinco nietos.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Juicio a tu escuela


Nadie ha llevado a juicio su escuela una vez ha salido de ella, por motivos educacionales. Probablemente nadie lo hará, los adolescentes no están para eso. Los padres y las instituciones de la generación anterior, forman parte del establishment educacional de los colegios del momento. El problema es que un niño es un artefacto propulsado en el tiempo por la vida, entra como un enano al sistema educativo y no sale de allí hasta los veinte, y de mientras el mundo se ha desplazado, ha cambiado, a un niño paradójicamente se le ha de preparar para un mundo desconocido y venidero. Los esquemas, incluso hábitos, de la generación anterior pueden quedarse obsoletos. Y la tendencia más común del ser humano es educar de acuerdo a lo vivido, sin proyectarse en el tiempo o dejar los esquemas abiertos, sino aplicar los patrones del pasado a un mundo que está mutando y ya no será el mismo.

Cuando relato la educación religiosa que recibimos, soy muy crítico y es fácil caer en ello a toro pasado. Los juicios tardíos a la escuela, llegan a partir de los treinta, en que uno sintoniza o rechaza esos órganos trasplantados que en las aulas se produjeron. Hoy testimonialmente sentaré a esa escuela en el banquillo, para intentar subrayar más lo bueno porque lo malo con los años se ha hecho más desvelador y acaba saliendo más que lo primero. En especial el hecho de formarnos en lo sobrenatural, y desde allí toda su ramificación cerebral en lo moral mientras ese cerebro vacío iba siendo inaugurado. El prepararnos para otra vida del más allá recién nacidos a ésta, cuando lo que más necesitábamos era adaptarnos lo mejor posible a la única que existía. Nos daban igual los siglos pasados como horizonte, porque hubiese sido preferible forjarnos en emprenduría, finanzas, educación sexual, humorismo, tecnología, soledad del siglo XXI o compromiso político. Pero adorábamos iconos en madera y no rezábamos ni la ley de Moore ni las bondades del Apple II. Tal vez hubiese sido un gran colegio si le quitamos toda esa parte supersticiosa, estigmatizante e invasiva que era la religión. Que es como decirle a la Historia que hubiese podido prescindir de lo supersticioso mil billones de veces. Pero en los ochenta, la educación todavía permanecía mayoritariamente en manos de la Iglesia, y la Historia es un proceso natural y consumado que tiene sus circunstancias y sus estadios irreversibles.


Sin embargo, sí teníamos ordenadores Apple en plenos ochenta en el colegio. La vanguardia aparecía entre enseñanzas monásticas. Papá colegio nos estigmatizaba con la religión, pero llegaba a casa tarde después de traernos medios punteros para el aprendizaje. De aquel colegio salías bien preparado para comerte la universidad, pasando sus cribas y utilizando todos sus medios e instalaciones. Era un colegio efectivo, donde tampoco faltaban los recursos necesarios para divertirte y no convertir aquello en un encierro. Actividades extraescolares, deporte sobre todo, festivales, torneos, salidas, colonias... Tenías todo lo necesario para ser un hombre de provecho, hacer una buena carrera, acabar copando una clase media-alta... supongo de forma paralela a todos aquellos que iban a salles, jesuitas, escolapios, de la misma ciudad. Lo de la religión iba en la factura, era la muleta que todo el mundo llevaba en la época, y la traspasaban a todo hijo de vecino porque los tiempos no permitían apenas otra solución. Esa cojera de la especie no te la curaban. Tenías que ser tú con el tiempo quien se desvinculase de una mitología hebrea, quien desligase su vida de la superstición y el más allá absolutista, quien se extirpase las balas masoquistas y uniformadoras de la culpa, y quien se pusiese a sorber el mundo y la vida como lo único real, a la vez que se iba extinguiendo.

viernes, 26 de septiembre de 2014

Sucedió este verano


He hecho unas carreras por la banda del sueño. De cuando al dormir parece que corras en una cama nueva intentando atrapar al sueño que va más rápido que tú. Sucede cuando todo tu engranaje de hombre gigante está orquestado para desvelarte de forma precoz, herido de insomnio leve. Mi sueño lleva el dorsal 7, pues a esa hora se ha afincado hace tiempo para empezarme los días.

Me busco la horma estirada de mi cuerpo en los sofás de esta casa nueva, estirando el descanso. Me he levantado con los espíritus de Mortal y Rosa en la voz, y mi escritura resuena en su eco aquella obra tan densa. Dicho de otra manera, me he despertado con el aliento exhalando lucidez en el vacío frío del Norte. Será que esta vivienda es más una dacha, umbraliana, gélida, continental y esteparia, a años luz de mi ático mediterráneo, tan pacífico y ligero.

También es que llevo una densidad orbitándome, asuntos pesados en las alforjas de la mente, y eso le da este toque trágico y rosa a lo que vierto, aparte de producir el leve insomnio, que me roe dos horas al día este verano. Puede que mi estado rime con la campiña helada portuguesa de las siete de la mañana, con la densidad de esta casa centenaria y sus paredes de bloques inmensos de piedra, que la rima haga el empalme con mis catacumbas líricas, y salga este texto denso y pausado enfocándome un amanecer más de un verano convulso.

El Sol se lo llevará todo, hasta mi oficio de escribir. Me dejará sin trabajo una vez más, pues el trabajo sólo entiende de madrugadas, encierro y la hostilidad del frío. El trabajo se ha levantado conmigo al mismo tiempo, este oficio de descifrador de los estados mentales y líricos, pintor de la propia biografía o psicólogo exhibicionista. Buscamos formular la realidad con un pentagrama nuevo, lo que pasa todos los días despojado de lo manido, hecho convencional, tópico y que causa un virus de gente arrojándose cubos de agua helada por encima, como playmobils movidos por las redes sociales de una marioneta global.
Las campanas de las dos iglesias del pueblo estrellan el silencio, con un gong bruto. Pretenden escoltar la vida de las gentes, son los esbirros sonoros de la religión, que percute los sueños cada media hora instaurando rutinas subliminales. En aquel "Dios está en todas partes", había un plan staliniano de controlar la mente hasta en la forma de cortar el pan. Dios es un absoluto filosófico y el motor de un régimen absolutista en la práctica. 

Mi sombra perruna, mi escudero literario, no aguanta el ritmo de mi desvelo y se queda un rato más en la cama. Hasta que su radar de compañía se percata y viene a verme, alargando los buenos días. Necesita unas cuantas caricias más en el lomo, pues hemos alquilado una casa a mil kilómetros de nuestra cueva, y está algo desnortado. Enseguida, se mete bajo mis piernas y prosigue el sueño en mi regazo. Uno no sabe que hará cuando le falte un ángel peludo y particular alrededor suyo, cosa que pienso unas cuatro veces por semana.

El Sol empieza a entrar en la casa, como un gas benigno. Comienza a darle un baño de verano y ligereza a los campos y las casas, hasta entrar por nuestras fosas nasales y quitarnos lastre. Tal vez enseñando el pasaporte de mi mañana densa y gélida puedan dejarme seguir escribiendo, atravesando este país que no entiende de estaciones.
En la casa están todos muertos, lo que las paredes y los objetos, lo hacen mejor. Como las canciones en inglés al conocer su letra y asentarla, la espléndida casa va perdiendo magia a medida que mis ojos la poseen. Puede que pase también con las personas, cuando ya nos las sabemos. Esa portezuela del cerebro donde van a parar las cosas que ya no deparan sorpresas ni alteran temperaturas. 
Esta casa de paredes tan de aldea y justamente colorida y actualizada, con la decoración mimada en una cerámica apagada, antigua, y sugerente. Las lámparas azules donde deben estar, y los cortineros rojos de solistas en su preciso momento. Una moderna casa de paredes centenarias en armonía, que da gusto medrar.

Kobe y yo nos izaremos, tras la prórroga estirada del trabajo. Nos pondremos al fin en perpendicular. Revisaremos el jardín mojado de rocío, yo con la vista, él con nariz y vejiga. Cazaremos algo muerto en la cocina, o tal vez lo lleve a apresar algo vivo por el monte, aunque nunca lo consiga. Y luego cobrarán vida mi sombra humana y su hija. Entonces ya será mi hija, y empezará la brega de hacerla mayor otro día, eludiendo al tiempo e inventando protésis que la alejen de un padre que no la quiere. De aquí quince días activaremos un mecanismo para que un juez constate que no la quiere, y ella pueda ser libre y no moneda de ninguna vida resentida. De momento tiene unos bichitos de poca autoestima, nerviosismo y tosquedad, que cada día lavamos y ponemos tiritas. Pero hemos de llegar antes que el tiempo la haga mayor, antes de que crea firmemente que somos unos carcas trasnochados y antiguos.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Apartamento de época


Por grandes y pequeñas razones el piso de la tía Marina fue un piso protagonista. Nosotros vivíamos en el 751 de la Gran Vía, ella en el 755, a una calle y media, que es lo que tienen las grandes avenidas. Mi abuela tenía un piso seiscientos metros más allá, pero la vida de ambas y las visitas familiares se iban a llevar a cabo en el 755 de forma casi exclusiva. Fue una visita clásica la que hacía con mis padres el domingo por la noche después de misa. Porque yo llegué a ir a misa de forma piadosa, aunque ya parezca de otra vida lejana.
Aquel piso era peculiar, el más remoto en el tiempo que entonces pisaba. Ellas habían nacido en 1915 y 1920, y ese piso no respondía a los cánones del tiempo. Era alargado y oblongo, con más penumbra de lo normal. La distribución de las habitaciones era extraña y tenía algo novelesco. El salón estaba ocupado por una gran mesa de madera oscura, recubierta de tapetes de ganchillo, y era el epicentro de la casa. No tenía sofás, apenas un sofá bajo en un extremo, habitado de forma perpetua por el tío Rafael, que mucho mayor que mi tía se fue paralizando, petrificando, vegetalizando, hasta que un día ya no estuvo más en aquel sofá bajo. 
El resto habitábamos las sillas, recias y mullidas. Mi abuela escribía allí las cartas a sus hermanas de Irún, disgregada la familia desde la guerra, y miraba a la ventana del frente del salón que daba a un patio interior, y veía allí a sus hermanas, a Irún, y la distancia.  La ventana pertenecía a una zona del salón separada, una mini-galería, con una cómoda, un revistero y algo de decoración. El resto del salón lo poblaban muebles heptagenarios, vitrinas de pitiminí, y un reloj como de banco que presidía la mirada y parecía engordar.
Junto al salón estaba la habitación de las ropas. Una especie de desván textil donde iban a parar retales, algo familiar a la ocupación costurera de mi abuela. Al pasar la gran vitrina de las vitrinas hacia el resto de la casa, a mano izquierda había como una habitación de cuento donde no dormía nadie, sólo los personajes de ficción que rondaban nuestras cabezas. Tenía una cama principesca donde alguna Navidad caía una siesta de niño. Enfrente, estaba la habitación de casada, soltera y novia, de la tía Marina. Una habitación cuidada y fémina, propia de la entrañable y presumida tía Marina. Al fondo estaba la cocina mínima y artera, años cincuenta, de alguien coqueto y sin hijos algo profana del cocinar. Junto a él un baño de posguerra, básico y alicatado en un verde color uniforme de guerra. En la salida de la casa tenía su lugar la mesita del teléfono con su flexo, y hacia la puerta un oscuro vestíbulo donde la tía nos remachaba a besos, mofletudos, percutidos, a razón de veinte cada diez segundos, en varias batidas. Nosotros vagamente entendíamos que aquello debía ser un arrebato de amor descontrolado, pero era un ritual bien sabido y propio.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

El rapto matrimonial kirguizo



El artículo sobre los raptos matrimoniales en Kirguizistán me convulsiona cognitivamente como pocas cosas habían hecho en mucho tiempo. Ok, mi tesis es que es un juego de las siete diferencias invertido. 

Al compararse con lo nuestro, muchos abominarán y sentenciarán automáticamente que son unos bárbaros a años luz de nuestra realidad evolucionada y cívica. Las feministas satanizarán de forma vitalicia cualquier aspecto de la cultura kirguiza desde su aristocrática atalaya occidental. Pero lo que sucede en la sociedad kirguiza es tan estrambóticamente chocante que todos estos análisis me parecen únicamente sensacionalismo. Epidermis, primera reacción, visceralidad trajeada de principios.

Yo, que soy más listo, abogo más por templarlo a un juego de las siete similitudes, entre dos panoramas culturales que se parecen en principio como un huevo a una castaña. Uno, condenable y cruel, otro, evolucionado y no tan flagrantemente misógino.
Ellos, la sociedad kirguiza, no son aliens, ni una tribu en el escondite milenario del Amazonas. No son otra especie, ni son tan radicalmente diferentes a nosotros. Un martes, una joven coge el bus a las ocho y media de la mañana para ir a la universidad, desayuna un café de camino, busca el pase rojo a rayas blancas en su bolso de piel, y se le acerca un chico que la sube al coche y la rapta de por vida con la connivencia de su familia, y la aceptación negociada de la familia de ella. Un matrimonio detonado y unilateral. Una de las cosas más bestialmente radicales que he oído en la vida. Te rapté porque eras mía, y tú no tenías ni idea. Pero no rascar todo lo que hay detrás de esa sociedad que consiente el robo de familias, creer que es una cultura enferma y merece nuestro correccional, me parece una cosa de imbéciles neomoralistas.
La neomoral de hoy en día reside en el amor. El romanticismo en tiempos consumistas es el opio del pueblo. Que a las kirguizas se les extirpe la posibilidad del amor romántico es como sentir que les retiran la bombona de oxígeno para algunas.
Cuando el axioma del amor, uno de los bienes de este mundo, olvida que es una realidad completamente lotera basada en la afinidad. Una consecuencia más del cálculo, fortuita, que poco tiene que ver con el esfuerzo y la nobleza. Amamos porque nos sentimos enchufados y adictos a una persona que nos maravilla, que apareció una tarde como el premio de la tapa de un yogur entre todas las anodinas tardes. Amamos porque estar con ella es como un combustible de plasma para nuestra nave que antes no levitaba. Amamos, joder, por interés. Es algo totalmente voluntario, apetitivo, aparte de fortuito. Después al cabo de dos años, tras el chute y los yonkies, no somos tan diferentes como los kirguizos no me jodas. Los kirguizos están juntos toda la vida. Muchos matrimonios de la generación de nuestros padres se han puteado mil día tras día durante cincuenta años. Los kirguizos -varones y su familia detrás-, fusilan el romanticismo a primeras, lo aniquilan, y después siguen viviendo sesenta años. Aquí los nacidos en los ochenta y los noventa se drogan cada semana hasta las cejas de alcohol para desinhibirse y poder entablar una aventura erótica con el otro sexo igual e inmobiliario. Se da este gran paripé o teatro de la discoteca oscura, ebria y comedera, para follarse los unos a los otros, como en su día bailábamos con pelucas afrancesadas los minués y se follaba entonces poco y mal. En el Kirguizistán islámico, los mulás condenan la apropiación de mujeres y las juezas no tanto, mientras que en nuestra civilización la iglesia vía casta política va a dictar sobre el derecho a la vida de todos, incluso de los que no sean del betis.
No soy abogado del diablo kirguizo que caza mujeres, sólo modero la escandalización que no ve la viga en el propio ojo, y renuncia a cualquier análisis étnico o antropológico de la sociedad kirguiza, como si fueran franceses de la Camarga de aquí al lado. El rapto kirguizo nos guste o no es un elemento funcional de la cultura kirguiza. Tiene el apoyo y la preparación de la familia del raptor, está insertado en una cultura que tiene sus mecanismos y equilibrios para aguantarlo, de forma que a veces es "hereditario", y obtiene unidades familiares duraderas con resultado equivalente en otras culturas.
Es una puta mierda ok, lo realizan sólo aquellos hombres cuya capacidad de seducción es nula, y su mediocridad apesta por los cuatro costados. En la captación, pueden haber detrás razones románticas, y también otras basadas en un mero coleccionismo de caprichos. Es tal vez la manifestación más machista que puede existir sólo superado por el homicidio de la pareja. En la mayoría de países de este mundo sería juzgado y condenado gravemente. Pero hasta ahí, no satanicemos porque somos los primeros en contener conductas satánicas en nuestra sociedad y permitirlas, igual que el pueblo kirguizo jamás permitiría. Ellos no vendrán a denunciarnos ni a llamarnos hijos de puta por permitir tener mendigos y estar obesos, ni por pasar horas al día pendientes y absortos de las tetas asquerosas de la mosquera. Todas esas porteras que consumen droga rosa, en la sociedad kirguiza serían como esa jueza del artículo que no entiende para nada no aceptar ser raptada por un desconocido de por vida. Y el amor y Dios, qué coño, es más de pobres de alma o bolsillo.

lunes, 22 de septiembre de 2014

El papagayo titán


En España existe el tremendismo y el marhuendismo. El gran exponente actual del primero es Pedro Piqueras, del segundo no hay que explicar mucho más. Marhuenda es el bulldog de la derecha, el perro de peleas, su abogado oficial, tertuliano a todas horas y director de periódico estatal nombrado como cargo-hobby. Trabaja y brega para el pp sin nómina directa, con una fuerza y determinación bestial de cuando España era una grande y libre. Fue mano derecha de Rajoy ministro, y ha ascendido al top mediático junto a él. Forma parte de aquel reducido número de personas en la Historia, que sin tener cualidades excepcionales es capaz de ser protagonista principal de la actualidad del país, junto a Franco, Primo de Rivera, Giménez Losantos... el motivo es que su figura encaja en los goznes de este país como hicieron aquellos. Para ser un Marhuenda hay que estar muy blindado existencialmente en una ideología de derechas para toda la vida, es decir, se ha de ser un tipo carca, feote, rígido, católico, tenaz, gafudo, estoico, bien rodeado de margaritas reaccionarias. La fijación y no evolución de su pensamiento debe estar garantizada. Aparte, a uno le ha de gustar, perdón, ha de necesitar ser la starlette de la derecha, el bastión primero y último, dejarse la piel en ello, ser vitoreado como héroe de algo. Y el nacional-liberalismo pone mucho, ser misionero del pensamiento económico de Dios más. Franco era un militar acomplejado, llano y determinado, que consiguió con mano dura y armas regir España durante 40 años. Marhuenda es otro pelele, pero igual de determinado y acomplejado como para no evolucionar jamás su doctrina un centímetro. Representa la esencia del conservadurismo, es su máximo exponente. Y es un propagandista ideal para ellos, un papagayo titán. Giménez Losantos iba pasado de revoluciones, él tan converso, y se salió en una curva. Ahora menta las tetas de Miriam Sánchez en sus peroratas como antaño llamaba diabólico al talante de Zapatero. A Marhuenda también le orbitan las tetas que nunca probará ni en once vidas, le orbitan hijas que lo han padecido en la intimidad, pero costará muchísimo moverle un ápice del credo existencial donde se halla agarrado cual lapa liberal-católica.