jueves, 31 de octubre de 2013

Martes de octubre


Y todo este tropel de gente mañanera, sintrabajos, turistas, pensionistas, funambulistas laborales, que toman el café de las diez de la mañana. La estridencia de una sierra de metal de fondo, presta toda la sintonía fabril y currante a la relajada estampa. 

Leo y releo "Crónica de esa guapa gente, unas memorias sociales de Umbral en el 90, con título equívoco y maleditadas por Planeta. Es un libro más bien biográfico, a partir de unas fotografías que comenta y expande. Libro mal maquetado pues las fotografías no preceden al texto. El subtítulo "Memorias de la jet" embiste lo comercial como un mihura del cotilleo. Luego, el libro sorprende, no es tan baratario, ilustra pasajes de la vida de Umbral interesantes y no conocidos, así que lo incluyo oficiosamente dentro de los libros autobiográficos del autor, que con otro título y editorial, hubiese sido referencia y no obra aparentemente menor. En él, se erige un personaje no tan nombrado en sus otros libros, Francisco Fernández Ordóñez, y se nos aparece como el mirlo blanco de la casta política, rilkeano, ex-ministro, escritor frustrado, ejecutor de la ley del divorcio, y amo de Iván, ese pastor alemán negro y senil.

[...] El cielo tiene un ataque de color cobre, un quemar bello y moderado, en los primeros témpanos del otoño. El sol es un ámbar deshecho, una yema segregada, que otorga un baño de cobre a toda la bóveda, que tiene exactamente el mismo color que los calderos antiguos.
El algodón de las nubes recibe una luz que las hace llamaradas congeladas, inmóviles, pero totalmente ígneas. Un antepasado remoto podría atribuir a lo sobrenatural o extraterrestre esta aparición de unas colosales llamas inmóviles en el entresuelo del cielo.
A las cinco y media salen los niños del colegio, y a la misma hora sale el sol dramático fuera del día por los campos arados, donde vendremos a buscarlo a diario Kobe y yo.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Europa en seat ronda


Algún julio, mes cajón de la gran mesa de agosto, se ocupaba una quincena con un viaje de carretera y manta. Nos montábamos en esos coches de aspecto bonachón de los ochenta, y a las seis de la mañana salíamos para Turín del tirón. En el maletero estaba la tienda de campaña, que plantábamos en un camping a las afueras de Milán, en la costa de Venecia o en la ribera de un lago suizo. Todo viaje tenía el argumento de visitas laborales de mi padre, autónomo y bregador, fuera en Italia, Suiza o Alemania. Como todo niño yo seguía aquellos planes paternos cual burrito atado a una cuerda, no me apasionaban, pero se han quedado bien registrados en el disco duro. El exotismo de mi primer día de camping en Milán, con todo el vecindario extranjero desplegándose; el cristal de Murano recio y pueril del que toda Venecia murmulla; las cartas de helados pseudoFrigo que examinaba y estudiaba en cada país; oír penne a los camareros y probar un pesto casero que nunca he equiparado jamás. Yo era un salvaje del fútbol pasajero en un coche, un indígena español que cuando lo soltaban al llegar a destino, se iba corriendo al campo de fútbol de turno, con la pelota abombada, dura, de plástico, con la que me había hecho en algún quiebro comprando víveres. Hasta que llegamos a Suiza, y fuimos a parar a un camping con lago. Aquello eran diez campos de fútbol con el césped mullido y espléndido por doquier, el reino de la felicidad para cualquier niño pelotero de la península árida. Gasté el campo con mi hermano, chutándonos campo a campo, tirándonos por los aires para caer en esa colchoneta natural y florista. El fútbol en mí volvía, tras una infancia de asfalto y verticalidad, al lugar donde se inventó, la hierba.
Entonces, tras un madrugón en tierras helvéticas, cargábamos el coche, y partíamos rumbo a Barcelona de vuelta, estirando las piernas en algún área de servicio, siesteando en el coche, mientras el cassete de mi hermano escupía las canciones metálicas, lánguidas y futuristas de Mecano en el 86, y medio dormido no sabía que se estaba formando la síntonia de mi vida, ya acurrucado en mi pelota abombada y blanquinegra.

martes, 29 de octubre de 2013

Funerales mediterráneos


Las primeras luces crepusculares a las seis de la tarde en octubre, provocan una atmósfera de solidaridad. Estamos todos en una misa negra de repente, echados de la fiesta de la luz, amarillentos, en esta tarde vestida de ictericia, magullada a los ojos. Nos han quitado un gran cacho del día, y nuestro paseo hoy es una constatación de este hurto colectivo. Nos sentimos automáticamente más cercanos hoy porque todos hemos perdido una realidad compartida, un solsticio entero, que fue ejecutado ayer con la manecilla de nuestro reloj. Las farolas amarillentas son los puntos más densos y enfermos de toda esta penumbra prematura, y en ellas el tiempo es más grasiento.

[...] Amanece y las nubes ya han sitiado el año. La instalación del otoño tiene aire de funeral. La penumbra nos fabrica pesadumbre. En otoño los sueños ya pesan más, eso es lo que nos pasa. La ligereza del verano y la naturaleza plomiza, teutona, del pensamiento hivernal.
En las tierras del norte la penumbra y el frío son otra cosa, son identidad, un órgano adaptado. Los tropicales son seres sin otoño, la antimateria del invierno, no tienen la melancolía que cristaliza el frío en sus fluidos internos. Así que sólo los temperados del sur, los mediterráneos, californianos, y chinos meridionales, hacemos esas canciones de melancolía y hojas secas crepitando. Aquí cada año se da el funeral del verano, días grises de secuestro, penumbra descolocante, oscuridad prematura. Cada otoño nos vuelve a pillar con los sueños al sol, los planes expansivos, las tardes extrovertidas, y viene el crepúsculo a quitárnoslo todo. Es entonces, cuando nos ponemos a trabajar.

lunes, 28 de octubre de 2013

Escritor de anti.auto.ayuda


Ocho de las mañanas, el día arde. Porque arde, en algún sitio, la claridad despistada del día viene de un incendio y de la urgencia perpetua, de una estrella asimilada.
Llevo una media compresiva, que me comprende la pierna y su lenguaje de cicatrización. Huelo a linimento. Apenas paseo. Ergo escribo poco.

Ayer medio vi una película con un prota que se dedica a la autoyuda. Fue en la plataforma que anuncia Fosbury por la tele, pese a que mi imaginario lo deforme, y le coloca al saltador la cara de Panenka. El archivo cerebral del léxico tiene en una carpeta de nombres legendarios a este par de pioneros. Ellos vuelven a la vida de estadios unos meses por la publicidad, y este rescate del recuerdo simultáneo los mezcla indistintamente cerebro adentro, pues uno ha vivido sólo su técnica, la metonimia, ha visto panenkas y nada más que saltos fosbury, y ahora se le aparecen como fantasmas sus inventores con camisa y pantalón de tergal.

Decía, que la peli iba de autoayuda. Los seguidores de esta doctrina diversa y planetaria, con muchos manuales y gurús variados, forman el club de los pájaros heridos. En todos ellos hay una herida psicológica, que contemporizan y ejercen sus curas mediante la lectura y seguimiento de esta literatura. La herida, verdadera protagonista de sus vidas, se queda allí mirando, mecida, templada, embalsamada. Es una terapia, paliativa, anestésica, morfínica, pues a la herida se la trata como terminal.
Nadie se cree esos rollos simplones, ultrametáforas, o metáforas de hormigón, desarrollistas, que no tiran más que del ilusionismo mental. Es magia, claro, como que uno dopa a la realidad con toneladas de ilusión para calmar ese yo insatisfecho y con baja autoestima. Desprenden un olor y un color a secta, y no se basan en otra cosa que en conseguirse el autoengaño propio, colarse esas verdades que mentan al sol, la pureza, naturaleza, sabiduría y olé, como coartada disuasoria y lingüística de un posible fracaso biográfico.

La máxima expresión y mayor éxito contemporáneo de la multinacional de la Autoayuda, es El Secreto. Ese título apenas pretencioso, quiere confesarnos el misterio de los últimos dos miles de años de la humanidad. Tiene aspiraciones igual de megalómanas que el cristianismo, convertir y transformar a la raza humana. Y el secreto alude a un principio psicológico. Igual que la doctrina budista. El deseo. 
Eso sí, es el puto anticristo del budismo, su antónimo. Si el budismo pregona que el deseo es la fuente del sufrimiento, Rhonda Byrne nos ha descubierto que hay que desear a cholón, que si no dejas de desear seguro que consigues todo lo que te propongas. O sea, lavado cerebral continuo y constante, cada mañanita con el cortado, cada bajonazo tras hostia, cómete la cabeza, reconvéncete, verbaliza, "reza" y placa las glosas naturales y espontáneas que tu mente comenta en sus vivencias. 
Coloca esa ortopedia que Rhonda o el de turno ha hecho para ti y cincuenta mil más, esas metáforas protésicas, tan ecológicas como artificiales, que estás imponiendo al transcurrir natural de tu vida. Destiérrate de ella, deja de confiar en tu fortaleza espontánea en esta era herida, y dimite adoptando las recetas de una escritora ya adinerada a punto de retirarse. 

Estos seres heridos, de crisis longevas, paralizan su malestar y le aplican el barniz de la autoayuda durante lustros. Cronifican la herida y las curas de chichinabo, que un niño de tercero de primaria puede entender. Toda crisis es una oportunidad, salvo que cada día nos disfracemos de monje bendito y piadoso. Ningún gurú mesiánico y facilón, nos largará lo que no queremos oír. La parte de que nuestra vida es una puta mierda, que estamos a un paso de tomar recaptadores de la serotonina, y que una parte del mundo siempre estará carcomida por la hijoputez. Vamos, una lectura de la supervivencia. Al contrario, se enrollarán con lo que queremos oír, y la gente les comprará esas chucherías hasta arriba de azúcar, tales como que si no paras de desear una cosa al final la consigues siempre. Ya. Deformar la realidad, hasta deformarse a sí mismo de tanto pintarla, alterarla, y acabar teniendo la mente, o el alma, desfigurada.
Pasarse por la piedra la cadena de trabajo de tropecientos psicólogos, psiquiatras, médicos, por todo el planeta y durante todas las décadas, para hacer caso a un iluminado que dice desvelarte el secreto que millones de seres inteligentes, intuitivos, honestos, se han limitado a aportar una mota en la tinta de su enunciado y no se han hecho sospechosamente millonarios por ello.

Querer ahorrarse bajar a los infiernos propios, y subir heridos, cicatrizados, pero otros, dispuestos a jugarse otra herida, en lugar de tocarse y lamerse la misma herida toda la vida, aquella iniciática de la adolescencia, la de siempre, y no pasar nunca de la tribu de los llorones, los de la belleza interior, los espirituales y los pusilánimes de uniforme rústico y metáforas estúpidas e iguales.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Blister de abuelas


A compensar a nuestros abuelos no llegamos en esta vida. A equilibrar la balanza pasada de egoísmo a nuestro favor, y devolverles vida prestada. Con nuestros padres, sobre la veintena, empezamos a comprender de veras     el expolio que ha supuesto nuestra viabilidad en este mundo. Después de la rebeldía adolescente - penúltimo acto ególatra -, más tarde del combate final por encajar nuestro lugar en el mundo - última ñapa egoísta -, cala en nuestros huesos la evidencia de que no somos más que una criatura explicada por el sacrificio, la resta de una vida, un préstamo desinteresado. 
Opera entonces una devoción silenciosa, hacia la madre, el padre, o ambos. Un camino de vuelta, de reconocimiento, compensación, agradecimiento. Tardamos un cuarto de siglo, hasta atisbar nuestro futuro a resguardo, pero se produce ese click ecuánime y deja atrás la era narcisista y tirana.

Podemos borrar algo esos feos, insultos, humillaciones, que les propinamos en nuestra infancia despótica y nuestra adolescencia soberbia. Aquellos extras de jefes tiranos que añadíamos tras ell@s cumplir su posición de mayordomos y peluches últimos.
Los mismos que a nuestros abuelos, esos padres suplentes, que apenas nos reñían y únicamente traían mimo a nuestras vidas. Que jugaban artrósicos y reumáticos con nosotros, que reservaban parte de su agónica pensión para nuestras propinas, que vestían blusón y lo paseaban a conjunto con el orgullo de tenernos como nietos, y que consiguieron ser para nosotros una fuente de vitalidad-ilusión estando ellos tan cerca de apagarse.

Y se nos apagaron. Se nos fueron en una cama de hospital sin edad para corresponderles. Fue un trasvase de vida sin retorno, unos seres sólo nutricios para nosotros, a los que ni en el más allá con una sonrisa, les importa que nunca lleguemos a homenajearles en vida. La vida está así de mal hecha, la vida nos deja cuentas pendientes para siempre. Nos engañamos haciendo homenajes post-mortem y misas al vacío. Tal vez, los verdaderos deberes del género humano sean evolucionar emocionalmente para llegar a no sólo usar a los abuelos antes de que dejen de existir.

viernes, 18 de octubre de 2013

La indolencia del convalesciente


La rotura fibrilar de un gemelo tiene su qué cinematográfico. Un espectador ve que la víctima se gira de repente inspeccionando quién le ha tirado una piedra. - Quién cojones me ha tirado una piedra? Durante unos segundos se vive la otra realidad de buscar el autor de una pedrada apócrifa, pero nunca aparecerá la piedra en un radio de un kilómetro. Las fibras de la molicie muscular del gemelo dicen basta, y esa pelota de tenis que tenemos tras la tibia revienta y da paso al dolor.

Estoy con la patachula esperando unas 120 horas a una cicatriz que debe personarse en mi pierna izquierda.La rotura muscular en el gemelo es un sainete de la traumatología, no llega a la tragedia de los crujidos de huesos y ligamentos, pero tiene su dramatismo, aliñado con la comedia y ficción del capítulo piloto de la pedrada. Luego es plomizo con el encierro en casa y tirando de muletas, pero con la levedad de poder caminar pronto en el horizonte.

En nuestra época enfermamos menos que antes, y pasamos menos temporadas de convalescencia. La convalescencia era un período otro, ni civil ni religioso, ni laboral ni ocioso, y es un periplo íntimo en que se oscila entre no hacer pajoleramente nada - abandonados a una deriva acostada - y unos brotes de introspección, filosofía y análisis personal al vuelo. Las convalescencias son paréntesis que se hacen nuestros, que todos guardamos en la memoria, porque en parte fue una relación con nosotros mismos, de nuestro yo acostado con nuestro yo esperante, unos momentos obligadamente íntimos, donde se dio un yo puro sin aditivos de otros.

En aquellos tiempos que nos quedamos con nuestro yo, descubrimos nuevas zonas de los días, nuevas series de televisión escondidas, nos volvimos algo más cultos con libros que nos esperaban hace décadas en las estanterías, faltamos al cole y no nos importó en nuestra actitud indolente de enfermos leves, e hicimos turismo a la tercera edad y cuando nos instalemos en ella sentiremos un nexo familar con nuestras convalescencias infantiles y adultas, y el terreno no nos parecerá tan impersonal. Yo voy a por una bolsa del supermercado, para enfundarme la pernera mientras un yo enfermero que me ha salido esta mañana, me ducha y asea.    

martes, 15 de octubre de 2013

Ayeres marroquíes


Desayunarse. Cuando uno viaja a veces comete el desayuno homenaje, esa especie de banquete a las ocho de la mañana obligado por las circunstancias. Es una buena manera luego en casa, de desbaratar la rutina programada de un día anodino.
A mi lado la turista impoluta y de pasarela esperando el segundo plato, comprada a talonario para ejercer de gala cada día.

Vete tú a segregar lírica, tras esta inaguración nefasta, puro recibimiento hostil, en esta tercera venida al exotismo de Marrakech. 
La ciudad aparte estaba otoñal, tapada, sin el líquido lumínico que la autentifica.
¿Qué es la pobreza? Las trescientas súplicas de dirhams por día, que el occidental recibe en Marrakech, ya sea limosna, propina, venta o sobreprecio. Ese afán de dignidad que nosotros no sufrimos.
Hoy iremos a ver algún palacio, de ésos techados de arte. El arte de las celosías islámicas, barroco, redundante y obsesivo. Unas cenefas en celo, mórbidas y en metástasis creadora. Cuando el icono está prohibido, y la expresión recurre a la belleza de la geometría, se fractaliza, retorna a los orígenes simétricos y matemáticos de todo, como un Euclides inverso, moro y tardío. El Islam aporta el geometrismo a la Historia del Arte, la matematizaciòn, y la postcensura. Otros dirán que sólo forma parte de la historia del tapizado. Algun psicólogo esteta responderá que el arte no entiende de escalas ni "maicrodibujos", que todo es arte, y un neurólogo apuntará que todos los obsesivos escriben con letra menuda y tapizan diminuto, por una cepa rebosada de serotonina, asunto corregible en la consulta con farmacopea. Termino el párrafo-Congreso sobre arte y psicología islámicos.

Razones gráficas del viaje aquí: http://www.flickr.com/photos/jordiny/sets/72157636010081945/

Otoño, Año 2


Sábado ocho de la mañana, el mismo lugar, la misma lluvia que un laborable. Pero los sábados son libertos. Días descompresurizados de obligaciones y fichas, así que el día está abierto vagando, sin los autómatas del circuito laboral-colegial.

Llovizna, me meto en la catedral de pinos, techada y alfombrada de pinaza. La penumbra, aquello que no existe en verano, se ha activado hasta los abriles. Y con ella ha covariado nuestro ritmo, frenándonos levemente en esta cuesta estacional de oscuridad. Nos vamos recogiendo, a una alcoba de intimidad, cuesta arriba, quincena a quincena.

El otoño estaba atascado en un canalón. Se colaban los nubarrones, la lluvia, pero el calor hacía de tapón y no lo dejaba llegar. El otro día un viento animoso lo trajo, y se le oía llegar con todos sus cachibaches rozando las hojas. El contador de costipados ha empezado a rodar, la cadena de produccion de antigripales ha acelerado el proceso, comienza este complot multianual contra la garganta.
Y los mariscales de la tierra ya decidieron su táctica campesina. Adelantar las calabazas, año lluvioso, anticipar hortalizas, hasta la nueva junta intuitiva de invierno.

Acudo a las avenidas de la playa en octubre, deshabitada, nueva y laboral. A la hora en que los tellinaires rascan el fondo del océano en sus barcazas y lo despueblan de almejas, mientras las aeronaves los sobrevuelan rumbo a Manila, Copenhague y Ulan Bator. La orilla es una especie de feria para Kobe, donde las olas y los bañistas le han dispuesto porquerías y chucherías varadas que el gorrino degusta.
Un año después, el catálogo del clima se reedita en estos cuadros líricos de un colono, en su aldea de un delta urbanita y aeroportuario.

jueves, 10 de octubre de 2013


Puede ser que se escriba mejor después de los terremotos biográficos. En la resaca de las desgracias, parece que el sismo haya centrifugado de alguna manera el contenido de la cabeza y todo se haya vuelto miscible. Algunos psicodélicos actúan como una mujer de la limpieza, extraen todos los cajones del archivador, los limpian por dentro, retornan el contenido nunca en la misma disposición de antes, y en tu cabeza van saliendo pistas y aromas olvidados.

Tras los penares hondos, la cabeza también se funde, se mezcla, cambia sus coordenadas. Entonces se supura más literatura, con esa mirada nueva, reconecedora del terreno, pues la introspección no tiene otras lentes que su status quo, ahora transmutado. El sismo acaba con el último crujir que es expresión, sentencia, literatura sintomática. Llámalo noticia, periodismo íntimo. Las desgracias emiten fortuitas esa frecuencia postrera e inspirada, un perfume sabio y convalesciente, que es a lo que huele el amanecer de un restablecimiento.

martes, 8 de octubre de 2013

Jobs


Ayer noche me meto en los setenta, tanto al cruzar los pasillos del cine Verdi como al llegar a la sesión de Jobs, biopic del Hacedor del Iphone. El mundo tenía que despegar en esos años de visillo y felpa marrón, con rastros de un pasado cazador y campesino. Los setenta tenían que detonar y explotar, para empezar a mecanizarse y convertirse en una locomotora electrónica. La sociedad de la información iba a dejar su estadío medieval. 

Esas entrañas revolucionarias fueron encarnadas por muchachos como Jobs, Gates y Wozniak, que pasaban por allí, por los setenta, con personalidades tectónicas capaces de generar imperios en el comercio de algo, que aún no existía. Impactan esas personalidades enormes, abisales, que llegan donde no alcanza el resto, pues se agotan más tarde o más profundo que ellos. Jobs era visionario e hiperdeterminado, sus ensueños tenían la cólera de la realidad. 

Aparte en esos años, la juventud de los veinte, se da una época biográficamente palomitera. Es el período voluble de los horizontes, cuando ninguno de nuestros futuros está escrito, y tocamos casi todos los instrumentos. El brío existencial conserva la voluptuosidad de la infancia, somos polifacéticos en potencia, y podemos acabar como empresarios a los 23, músicos a los 21, ingenieros colocados a los 28, padres mileuristas a los 26. La década de los veinte tiene un eco de ruleta, es una época palomitera de nuestro futuro. 

La película entonces va de cómo se engendró la mayor empresa del planeta y también va de unos chicos de California que toman ácido y luego montan circuitos en un garaje, y llaman manzana a su ventura empresarial.
Se ve a Jobs cargando con el teléfono de rueda como hacíamos nosotros para hablar desde el jardín, con todo el cable atado al terminal recorriendo el pasillo, mientras negocia sus primeros contratos. Allí vemos la estampa más prehistórica de la película, y como el transformador de la tecnología se subsume en el mundo que hará obsoleto.

Después uno se acuerda de la planta de los escrúpulos y de lo escaso que Steve Jobs se alimentaba de ellos, más que de vegetales. Algunos dirán que sublimó la empatía hacia los suyos por una empatía universal cifrada en los productos de Apple, que mi Iphone me da a mí lo que quitó a su hija o a sus amigos de infancia. Bizarra ecuación afectiva. Pero ver vulnerar las leyes más básicas de las relaciones humanas insectifican a Steve Jobs, lo cosifican, hacen verlo como un especímen empresarial, un eslabón perdido o separado de nosotros, igual de genial que inhumano. Te queda una sensación fría de ver que el genio era un monstruo, que también era una víctima más de sí mismo.

lunes, 7 de octubre de 2013

Inicio curso literario


Primer lunes de octubre, 10 de la mañana, Barcelona. La urbe, con esa matemática de metros, avenidas, ensanches y parquímetros. Matrices tiralineadas, cuadrículas consabidas por sus habitantes y código abstruso para los turistas, que apenas tienen 48 horas para hackear las claves de la ciudad, sus mareas y remolinos silvestres.

El teléfono móvil de nuestros días ha mutado a otra cosa, ahora deberían llamarse intercomunicador. Hace las veces de contacto permanente con los demás, con la realidad. Este apéndice plano y cristalino, se ha convertido en un órgano, es nuestro terminal informático o nuestro sexto sentido. En mí aparte es taller literario. Pero sirve de intercomunicador instántaneo con los nuestros, de capturador férreo de vivencias como una hipermemoria antes no vivida, de consola inmortal ante el tedio del trayecto en autobús o ante los umbrales del sueño en la cama, de enciclopedia portátil en la pernera del pantalón. Es un pequeño gadget de Pandora, cónyuge, hasta que la batería nos separe. Con un asistente de voz que supera otras inteligencias humanas sustituibles. 
No es bueno ni malo, sino lanzado y amoral como todo lo vertiginoso. Pero es pequeño, reductor, empequeñecedor, byteano. Tiene el riesgo, la inercia de los embutidos. A veces parezco poder meterme empezando por la cabeza, en este rectángulo de cristal líquido.

¿Podemos hablar ya de barrio hindú en Barcelona, o todavía no nos hemos dado cuenta? El pequeño Peshawar ravalea en Barcelona y sólo falta que el alcalde bendiga con la espada la nomenclatura. Porque barrio paki suena mal, paki es homófono de paqui, la coles, y son hindúes mal que les pese. A veces veo un comercio no originario de la península del Indo por estas calles.

miércoles, 2 de octubre de 2013

La infancia, así en su conjunto


La niñez, así en su conjunto, es un bloque sencillo, remoto, descafeinado, y esotérico. La infancia se activa mentalmente como las dinamos, por fregamiento. Nos rozamos con objetos del ayer, sintonías, personajes, lugares, de aquella época, y nos teletransportamos por instantes a esas coordenadas mágicas. Revivimos el mito. Usualmente la evocación de la infancia vive en su departamento, en el barrio emocional de la mente, empapada de nostalgia, pero ya extranjera al presente, una maqueta viviente que ya no será y no hace falta asumir.
Es una era mitificada porque éramos diminutos y el mundo de afuera era igual de grande, es la época en que experimentamos la magnitud amplificada del mundo, doblemente monumental por grande y por nuevo, descorchado, inagural, virgen.
Al adolescente al agrandarse, le da por comer el mundo, con su brío y crescencia estrenados. El niño simplemente lo puebla, lo ocupa, lo agarra dramáticamente.

martes, 1 de octubre de 2013

Apuntes de Madrid


Transbordo de tres días en Madrid. Camino a la feria del libro viejo en Recoletos, 30 vallisoletanos de temperatura por las calles. Esta ciudad tiene un aire pretoriano, capital de policía abundosa. Aquí ha cuajado el fenómeno de una derechona fémina. Me topo con un banderón de sesenta metros de alto plantado en plaza de Colón. Preside todo el expolio americano que hizo rica a España por única vez en su historia. Es el colosal símbolo de un síntoma, un complejo tan grande como la bandera, ya un fósil imperialista. Presumir de colonialismo es de pobres. Es una escena más del paisaje europeo contemporáneo de "la decadencia de los imperios", tan palpable en Inglaterra, ahora remediándose en un Londres funcional, minimalista, postmoderno y pragmático.
Porque un viajero no deja de quedarse estupefacto con la inmovilidad estética de Madrid, todo ese centro cutre, provinciano, anticuado y barato. Salvadas sus tascas y los establecimientos clásicos, resisten locales y tiendas con mal gusto, jamás actualizadas, como un este europeo sin posibles ni ambición. Hay zonas comerciales rumanamente cutres, no renovadas desde Montreal 76. Luego, a las partes lóbregas, descuidadas, sucias, de todas las ciudades, les sienta mejor un gótico que un urbanismo impersonal del siglo veinte. El sábado viví un cuento cáustico al comprobar que éramos tres turistas paseando Madrid, pues a las once de la mañana me topé con un par de grupos en un extremo, y a las seis de la tarde en la otra punta me los volví a encontrar solos y secuenciados. Madrid es cosa de tres turistas y dos tablaos. Eso sí, son seres dicharacheros y más extros que los nororientales, que nos movemos con una pátina nobiliaria algo aislante queramos o no. Me quedo con esas calles menestrales de San Bernardo, empedradas, parisinas de campo, vacías y transitivas, donde el día es más largo.