martes, 25 de febrero de 2014

El lobo de Wall Street


Escribo en la orilla del mar reverberado de olas. Ando impactado aún de la película "El lobo de Wall Street", y ya han pasado 5 días y 5 noches. Maravillosa factura que me ha insuflado una vitalidad que desde entonces perdura. Y una transfusión de vitalidad es más de lo que uno puede pedir a una película. Una vez despertado cierto depósito de energía de uno, ya él se reactiva solo los siguientes días con autonomía. Peino la película luego leyendo el libro original del que emana, la biografía parcial de Jordan Belfort.

Dejando los tópicos de la historia, bolsa-avaricia-drogas-legalidad, lo de menos es hacerlos servir de etiqueta catalogadora. No señores, no sirven las categorías al uso para catalogar la vida de Jordan Belfort y aledaños. No tiene nada que ver con el resto del grueso de vidas. El 90 y tantos % de la humanidad está dentro de esa puta campana enorme de la distribución normal estadística, y son eso, normales, una masa de gente con cualidades y defectos standard, que evidentemente no provocan ni trastornan como esa minoría de extranormales abyectos y/o maravillosos, casi otra raza de gente, unos entre millones, que nacen cada décadas y se templan en un entorno también a la altura de la excepcionalidad.

Narrar un relato de esa minoría de la historia de la humanidad es sumamente difícil. Y la puta película destila inteligencia de forma continua y sobrada. Transmiten una historia preñada de la sabiduría low class, y ningún artefacto cultural podrá mostrar nunca tan bien la avidez material de la clase baja, una rampa al infinito en la película hasta el campeonato universal de la riqueza humana, primate y artrópoda.

Engañar tanto y tan bien, como para ganar un millón de dólares a la semana, no es normal, no lo hace ni Messi. Eso para los que tachen el quid con la etiqueta estafador-estafa-moral. Jordan Belfort es un alter ego de Nietzsche, extramoral, y en todo momento resuena la genealogía de la moral de fondo, su surgir arquetípico cual serpiente reptante, más allá del bien y del mal. 

[El uso pernicioso del dinero es todo menos ecológico, cosa que considero muy grave.]
La cantidad de droga que toma es una barbaridad, digna de registro en los almanaques, y digna de estudio por anatomoforenses, neuroquímicos, y podólogos si hiciere falta.
Todo es tan excesivo, límite, y excepcional, que hace jadear al cerebro expectante.
Pero el derroche de vitalidad de Jordan y los protagonistas, la sensación de que solo hay una bola en esto del vivir y hay que aprovecharla sin ningún, es el mejor contenido de la película. [Más para contenedores de energía como yo].

El final es precisamente lo único light y no expresivo. Justamente porque no debe ser el final, ya que Jordan Belfort y su magia drogota, genial, y avara, sigue viviendo en la actualidad. Muchos normaloides le deparaban viendo la peli un final a la altura de sus excesos o "bajeza-alteza" moral-putera. La verdad es que se libra y sólo anda entre rejas tres añitos, pierde parte de patrimonio, y listo.

Eso sí, amiguetes, todo esto que digo y cuenta la película pasa en mi trabajo, Wall Street, todo ese mangoneo abyecto, y la manipulación planetaria que Jordan u otros peces gordos llevan a cabo, se da en el mayor mercado de compraventa del mundo, donde se intercambian los pilares del mismo, las partes de las empresas que sostienen y socavan el destino de todo. Capisce?
Funcionamos con una termomix mastodóntica en medio del núcleo de nuestros intereses.

domingo, 23 de febrero de 2014

Tren de domingo tarde


Cojo el tren de todos los años y todos los 
meses. Pueblo de costa ---> ciudad. Por la pecera se ve una racha de verano en febrero, el primer vapor del sol en el año. Un hombre cojo, intervenido de sus extremidades, pasea como puede enfundado en unos tejanos nuevos y modernos, recién estrenados, y son como su dignidad confirmada y el recuerdo de su proyecto de lucha. No hay casi nadie en el tren a las cuatro de la tarde, y el verano tampoco está sentado, aunque la masiva entrada de luz por los ventanales lo sugiere. Atravesamos manadas de apartamentos de los setenta impertérritos, que han ido alojando olas de familias de cada vez menos ingresos, emigrantes de tres puntos cardinales paulatinos. Está a punto de terminar el hemisferio funesto de los pueblos de playa, su lado negro, pues son recintos bifásicos que pasan de la gloria y fulgor de un verano a la depresiva lápida gélida que son en invierno.
Renacen entre calçotadas, chándals, alergias y barbacoas, en un apogeo rústico y pesebril. Después viene eso de la Semana Santa, que ya no sabemos lo que es, nervioso de calendario, pascua folclórica, que nos despista lo que a estas alturas de tiempos es o no celebrable.Los rurales fines de semana de primavera. Benignos, rellenables y cualquiera. 

Tampoco sé por qué dejé de tener bici, ni mucha gente lo sabe. A Delibes eso no le sucedió, ni le pasó tampoco. Uno se corta la bici de su cuerpo un año, y no se da cuenta, y ya es una menos aportando para la causa.
El año culmina cuando vamos a parar zambulliendo en el mar, ni más ni menos, somos un animal europeo que acaba su ciclo allí. Lo que todo es a tiempo corrido y luego viene el otoño, y el clásico, y no nos damos cuenta ni disfrutamos el culmen. Nos remojamos, y chapoteamos, varias veces en verano, sacamos lo insacable, el hipopótamo de lastre que llevamos dentro. Que le de el aire, que se relaje, que tregüe. Y después ya nos pondremos el traje de brega, desde nuestro encierro ático de ciudad, y desearemos volver a ser hipopótamos, con sus orondas calvas de desierto, sus gastadas cabezas, y su obesidad o esbeltez mórbida o no. La esbeltez mórbida sí. Fruta del tiempo.

martes, 18 de febrero de 2014

Toma de pulso


Buscar el manantial de literatura en los días, en esa su ubicación que exige cinco dimensiones y cuyo paradero se esfuma, retorna, se desplaza y a veces parece antimateria. Eso de la inspiración, el trance, médiums, ya veis, una cuestión para nada tridimensional y al uso. La literatura, tiene su qué paranormal.

También me cuesta pronunciarme mentalmente la edad que cifro. 37. No costó para nada hasta los 35. Tal vez sepa adentro de forma callada, que como un artefacto de feria toqué el punto más alto, y ahora estoy iniciando apenas sin cambio el vaivén del descenso, pero en una trayectoria completamente opuesta e irreversible. En nosotros llega un tiempo en que una montaña rusa se apaga, en que la juventud cierra la última luz de una mesita de noche.

Fui un domador circense de la ansiedad prematuro, a los 19 años plaqué toda la de mi vida en 6 meses. Experiencias formulables a lo diez elevado a la veintitrés, y sufrir como sufren los cerdos, o los perros torturados por homicidas fracasados. Aprendí la lección, o sea, esa enciclopedia del dolor. A cambio, maté la ansiedad de mi vida y se me trocó el don de filosófo a artista, así.
A los 23 y 25 me vinieron dos postgrados. Dos encarcelaciones moribundo bajo depresión, de las cuales no aprendí nada, sólo a sufrir. Eso sí, las depresiones son la barbería de tus expectativas en la vida.
Es por eso que a los 37 me importe más llegar a viejo que triunfar, incluyendo ver a toneladas de tontos reír en facebook por vanidades de gitano del siglo diecisiete. Mi élan vital es conservador, localista y aldeano. Y si nunca me desespero a pesar de los posibles de mi biografía, es tal vez por haberme pateado los infiernos en mi tierna juventud. Aquel niño y joven catapulta de máximos es hoy un hombre de mínimos, con la mira irónica, estática y, telescópicamente idéntica en máximos. Alguien, que no se resiste a ser un francotirador pausado del lenguaje.

jueves, 13 de febrero de 2014

Córdoba


Es un breve viaje a Andalucía, pero nos ha tocado varar en su envés, en su anecdótica cara B de lluvia e invierno verídico. Córdoba está configurada para el calor, su mayor repecho, pero unos días al año viene el circo del frío y de la lluvia, y  las palomas moribundas de la mezquita se enladrillan en las oquedades roídas de los muros, esperando que cese la lluvia pertinaz. Así nos sentimos los foráneos, encapsulados en una cafetería pasando el chaparrón. Y la ciudad se paraliza, los patios se clausuran, y el salmorejo para máquinas. Sales de vez en cuando a cruzar algún puente, y en las riberas te vienen dejavús polacos de arboledas necrosadas de marrón y hielo.

El casco viejo de Córdoba es una cosa intestinal, que acaba digeriéndose en el río. Pisas el empedrado del intestino que se despliega retorcido varios kilómetros, territorio ajeno a los coches, donde algún taxi esquiva este domingo un ensayo previo de costaleros que ocupa las callejas. Es la intrahistoria de la Semana Santa, aquí vigente, allén de los nortes ausente. El centro viejo es una cuestión de cuatro turistas, es como un pueblo independiente adosado a la ciudad contemporánea, verdadero estómago de la ciudad, lo dicho, el resto es una historia intestinal. La vida cuece de oficinas y juventud ahí fuera, mientras languidece y se muestra desierta dentro del intestino antiguo. Córdoba aún no es un invento, quiero decir, un invento turístico, no ha entrado el marketing a coser y cortar, no ha trascendido a la dimensión que masifica la oferta y todo lo encarece. 

¿Y cómo es Córdoba? La antigua, la intestinal, repite su apariencia de pueblo, su cortijismo, su aire castellano en el corazón de Andalucía, la insistencia de sus forjados en las rejas y las letras, tan de época concreta, como si la ciudad hubiese sido hecha toda en el mismo lustro. Resulta antigua, y algo desfasada por las pocas incorporaciones de las décadas recientes. Una revisión estética no es fácil en su clasicismo-casticismo, tal vez el mero color actualizaría, un poco del barrio de Boca sabiamente colocado. Estas revisiones se dan espontáneamente cuando un vecino se cansa de su ciudad y un par de arquitectos le siguen el contagio. A veces este vecino resulta ser el alcalde y ahí prima ganar dinero y cargarse el patrimonio. 
Si Córdoba continúa estática, el paso de los años le dará valor, el mérito de la resistencia estética, que otras ciudades ya han logrado y aquí todavía fermenta.

martes, 11 de febrero de 2014

Mi bibliografía


Camino de Sevilla, por la estratosfera encima del mar de nubes. Ocupo el trayecto leyendo a Jabois, su Irse a Madrid (y otros artículos), y pasa bien, no hace bola. De Sevilla pasaremos a Córdoba, un par de días, a atiborrarse de salmorejo nada más, que es a lo que se viene. La lectura, sobre la tardía adolescencia del columnista gallego, desliza en mi cabeza una planificación de mis "tomos" de memorias literarias. 

El primero el de la infancia, esas memorias de un niño convencional, con las cuales me estoy demorando en su escritura. Momento biográfico de los impactos, época de fantasía extinta donde se nos programó en parte o en mucho. El segundo, la adolescencia meteórica, cuando tras la pubertad se nos eleva a los cielos vagos y eróticos, tiempo donde todo es propulsión, cénit y gilipollez cándida. Pero ya se empieza a obrar una épica, la parte cruda de la vida asoma, sin paños calientes, tras el gran parque infantil de la niñez, y comienza la construcción de uno y el vuelo sin motor, o sin crédito. Viene el tercer libro, el barranco adolescente, la sombra, de aquella plenitud. Se acaba la gratuidad del vivir, y se empieza a poner un precio mental, psíquico, de sufrimiento, como ritos iniciáticos dispersos en una tribu anónima y masificada de capital. La autónoma y concienzuda decisión ya tomada de qué ser en la vida, y colocarte en una fila concreta de las cien posibles vidas de uno. El tíovivo de las parejas veinteañeras y su mayor o menor tino, con un referente paterno de amor calloso, rudo y perpetuo. El encaje entre nuestra estructura mental forjada, llave que yerra o deja fuera a la intemperie en ese mundo frenético, senil y feroz de los veinte. Mundo real, adulto, último y cruel.

Empezamos la trilogía de los naufragios, donde ya no importa tanto triunfar, sino llegar a la otra orilla, en este caso la estepa de los treinta. La forma de cruzar los oceánicos veinte da un poco igual, yo viajé los altos veinte de parranda, con los amigotes, argonautas cercanos del alcohol, la chanza y la desmesura. Fueron noches de brega ebria, rebotares adolescentes, leones jóvenes desterrados de la manada que desorganizadamente cruzan un rubicón y otro desayunando a las seis. También los primeros noviazgos blandos, subcampeones y subalternos. Aquello que empezó como una cosa de máximos, pues cualquier niño es un sentimiento de máximos, la épica del adolescente, del minihombre pleno y rey, lo intenta prolongar buscando esa vida de triunfos y máximos. Al final de los veinte capitulamos, para entrar en la difusa planicie poblada de los treinta, estepa o sabana según las temperaturas. Época ya mesetaria, sin voluntad de cumbres y montañas rusas. Era de hacer nido, sobrevivir sin jugarse la vida apurando las existencias. Y en esas estamos, camino a Sevilla, de finde matrimonial en invierno.

viernes, 7 de febrero de 2014

Magia neuroquímica


He visto el efecto de la marihuana como el de esa chacha que desmonta la cajonera de tu despacho, la limpia y la recoloca, sólo que lo hace con la cabeza de uno. Un efecto higiénico, como si en nuestra cabeza no se acumulase cierto polvo, suciedad sedimentada, que tras doscientas semanas sin limpiarse nunca olerá pero sí inhabilitará.

Están claro, los efectos espectaculares en directo de la marihuana, los que no perduran. Yo hablaba del efecto indeleble, el medioplacista. Los otros efectos, tras la ingesta, consiguen un estado alterado de conciencia, que es mucho, como efecto, pues es capaz de trocar la personalidad de uno. Viajar sin kilómetros. 
Bajo sus efectos, mucho más reflexivos que con alcohol, puede revolucionarse una condición humana tan cataléptica como pasar de ser extravertido o introvertido. Es una facultad atávica, cuasi inamovible, una dinámica de muy lejos y muy profunda, que la marihuana consigue desfosilizar. 
Llegué a experimentar acudir a un centro comercial como lo haría un extrovertido extremo, aquel que ve una oportunidad, un horizonte en cualquier encuentro social, pues puede surgir una conversación franca con un desconocido, un intercambio vivencial de veras, una amistad que sólo precisará de dos remaches fortuitos más para ser duradera, o una relación amorosa nacida en una relojería, o una empresa en una cola del carrefour. Acuden a un centro comercial o a cualquier calle con las antenas parabólicas de su socialidad de par en par abiertas, a la expectativa de la relación social, inflamables de cercanía. Yo en cambio, debo ser huraño a su lado, con mis antenillas  introvertidas sin sensibilidad. No es que me plantee no hablar con nadie, no intercambiar vivencias con ninguno, pero tengo cero expectativas de ello. Acudo a un centro comercial a proceder a la compra semanal, tal vez en un mercadillo, más natural, me lo plantearía, al tratar con los padres de esas cebollas, y sentir el aliento de mujeres heptagenarias que sólo miran y echan la mañana. Mas, los mercadillos, no volverán. Siempre voy con la sociabilidad envainada, y hoy extrovertido, comprendo lo radicalmente diferente que sería mi vida o la suya por una leve cuestión química del cerebro. Unos milímetros moleculares que trocarían toda nuestra vida, profesión, pareja, y rutinas. Ni mejores ni peores, pero sí polares. Entonces, este viaje, a las antípodas de mi personalidad, comprendo que es impagable, higiénico, y necesario. Yo no soy el que dice que las drogas sean malas, yo digo que las drogas son buenas.