domingo, 30 de junio de 2013

Vladimir Putin, Joaquín Reyes y Javier Fésser


“Es lo mismo que trasquilar a un cerdo: mucho chillido y poca lana”, uno ha de estar atento a la literatura que se va publicando, incluso cuando sea un leve aforismo aislado. Pero dicha metáfora castiza, fue pronunciada en los albores de una plausible guerra fría 2.0 entre Rusia y Estados Unidos, de la boca de Vladimir Putin, sobre el asunto Snowden.

Teatro y del bueno, con voz mourinhista. Examinemos la frase cruyffista aplicada a la geopolítica planetaria: trasquilar, cerdo, poca lana. Se trata de una hipérbole granjera, el colmo de sus artes, junta el grito apocalíptico de un gorrino, en su matanza estética, de tedioso rapado, y todo, bajo la inutilidad supina de la acción. A veces nos relajamos de la realidad con los sketches de Muchachada Nui o las películas de Javier Fesser. En los primeros se supone un mundo manchegocéntrico, en que el inglés ha sido desplazado de su status planetario superado por un manchego con acento de sancho panza. ¿Se puede ser más quijotesco? El otro día Putin fue Marcial, se arremangó los antalones, se rascó la huevada, y soltó lo del gorrino y la lana. ¿Asistimos a una nueva vanguardia de la diplomacia que consiste en despachar lo que antes eran cumbres con un refrán del jefe de estado contundente y entrañable? ¿Crecerá el paro en las embajadas? La propia realidad demuestra en estos casos ser más surrrealista y delirante que su propia caricatura manchega, dejándonos con el culo torcido.
Con respecto a Fesser, normalmente en la sociedad lo delirante está mal visto, el humor está acotado en exceso. A lo sumo
se reserva en la intimidad, o bien no hay suficiente creatividad en el acervo común para echar mano de lo delirante y regalar carcajada en los otros. Que el lechón Putin se levantara ese día guasón, y se marcara un zapateo declarativo mentando otro lechón y su rasurado, sólo contempla la crítica de no haber terminado su alocución con un sonoro erupto seguido de un -lo siento, hay que ver como cargan de pimienta los macarrones en el Kremlin, hay que ver. 

jueves, 27 de junio de 2013

Doma de humanos orgullosos


Dónde está el substrato biológico de la humildad, su órgano cerebral, ahora que sabemos que el corazón es un burdo émbolo, tan creativo como una piedra. Los anatomo-forenses de la humildad la sitúan en los músculos circundantes de las orejas. Les ayudó la fábula cotidiana de los perros, y su configuración bipolar de oreja tiesa-oreja abatida, que a su vez los geeks japoneses han convertido en gadget con diadema incluida.
Un niño con TDAH, trastorno por déficit de atención y hiperactividad, es un trastorno en boga y de moda, en que el niño no abate la oreja tiesa, y es que el bullicio de su efervescente cabeza hace de tapón previo a cualquier pabellón auditivo. Es un problema de membranas, que conlleva medicación y reajuste de filtros.
La humildad y el orgullo también tienen que ver con filtrar. Las observaciones del exterior pueden ser dardos lesivos, dañinos o impertinentes con nuestro flujo marcado. El espíritu de la crítica de la razón propia, siempre plausible, inextinguible, se lleva portazos con estruendo y tiene levantado un dispositivo de la cia personal con radares y drones preventivos en los humanos con el orgullo a flor de piel. Seres como flanes si son puestos en duda que mutan en plomo severo y dictatorial ante un dardo diminuto que les roza su autoconcepto. Son seres dobbermans de orejas plastificadas, con un sistema de alarmas y seguridad desplegado e hiperdesarrollado. Blindan y construyen un sistema de defensas, para proteger un núcleo vulnerable y medio deshecho. En su núcleo, rodeado de plomo verbal y hiedras de desconfianza, existe una fragilidad quebradiza que exhala. El mínimo soplo, la más leve interferencia penetrando esa coraza, causa esa reacción explosiva de retaguardia. Basta mantenerles la amenaza unos segundos y las orejas ceden a la tensión, ya gachas, y desvalidos, humillados, pasan a esa segunda conducta definitiva que es huir, con la cola entre las piernas. Y la impotencia, sí sabemos donde deja de ser metáfora en el cuerpo.

miércoles, 26 de junio de 2013

Video killed the writer star


Son días ladeados de escritura, paelleros, pajilleros y playeros. Cuando uno tiene que hincarle el diente a la ocurrencia temática, y llenar de pleno nuevas páginas, entiende todo el tupperware que dota el género superstar de la literatura, la novela. La escritura se convertiría entonces en ese proceso de llenado del depósito, de libro a libro, de liana en liana, como quien hace LPs. Sí, está esa resaca intermedia, cuando se ha vomitado ya todo el libro, y uno va de giras y acomete un pensar vago y lánguido acerca de la nueva idea estructural del próximo tomo. Algunos afeminadamente ya titulan el novelón, que se mantendrá inmutable como una luz del porche que siempre encienden. Hablan de la obra a sus amigos que ya tiene nombre desde que nació, y así les parece algo trascendental y necesario en sus vidas y las de los demás. Trampejas de criadores de chinchillas.

Hacer una novela, es una expresión que lamentablemente tiene un tercio de su semántica natural depauperado. En diversas latitudes "hacer una novela" quiere decir parirse un culebrón. Ysí, en general es dar la vara con unos personajes cualquiera, con los que el autor se ha encaprichado, porque los necesita como vehículo impepinablemente, con todo aquel trámite perentorio de adentrarnos en la historia, meterse en ella, ya que de primeras te la trae al pairo todo lo que suelta el autor, a veces lo odias levemente, y al final son más de doscientas páginas a levantar, a un mínimo de 50 ideas necesarias y accesorias por página.

Hacer una novela es medrar en la servidumbre de la ficción. Su lado bueno ya lo hemos dicho, es que no es escritura desértica, uno tiene sus playmobils y decorados mínimos, que cree canónicos e irrepetibles de un momento histórico creador, y se pone a jugar con ellos hasta soltarte trescientas cincuenta páginas de ese jueguito con los playmobils. Tienes kits de todos tipos, playmobils marineros, playmobils marineros ingleses del siglo XVI, playmobils esposas de piratas que luchan contra marineros ingleses sin siglo, play-móvil postmoderno de la desazón de nuestra sociedad, play-móvil entre costuras de la guerra civil, muy vendidos, play-móvil parapetos de ficción al gusto. Los chicos grandes los van a comprar a fnacs y casas del libro, que tienen todas las estanterías surtidas con colores y promociones.

Señores, la novela desafía la biología sensorial de la especie humana. El mono pensante, sí o sí, ante una enumeración de sucedidos que es una novela, actos episódicos descritos que tienen que ser descodificados mediante la lectura, procesados, imaginados, con esfuerzo, tiende naturalmente a quedarse con la película. Video killed the radio star, pero muchos segundos antes en el big bang del video, la novela quedó expuesta a los siglos, lo que ya ni se hizo una canción porque fue en la décima de segundo de los dinosaurios. En un segundo una imagen se come una página de información. Los buenos novelistas consiguen que la cámara se tenga que detener, cambiar de planos cortos a largos, que el aparato no pueda entrar en la cabeza del protagonista, que el productor se tenga que currar cada objeto, el técnico de iluminación deba trabajar de veras, etc, etc. Podría ser la adaptación cinematográfica, la máquina de la verdad de un texto novelístico. Si es meridianamente fácil representarla, putas descripciones incluidas, en definitiva para qué hacer descodificar todo ese texto a los lectores, para qué hacer un mundo más farragoso y peor.

viernes, 21 de junio de 2013

Fue en un pueblo con mar, ...


Se debería ayudar a cultivar el recuerdo de una infancia en los niños, antes que el progreso se lo arrebate todo y sólo le queden recuerdos.
El progreso nos despojó de nuestros paisajes, arrasó descampados, cabañas, frontones y pistas de bici, hubo un holocausto de escenarios. A un crío del siglo catorce le podían arrebatar a los seres queridos, a nosotros nos despellejaron la estética.

Estos pueblos de mar se construyen para los veraneantes, tienen un mimetismo de animal del verano, cuando se adaptan y se hipertrofian, su arquitectura cobra sentido con los meses de junio a septiembre, están más esbeltos, los ves que funcionan, su sonrisa mediterránea se arquea. Emerge su hechura callejera de pueblo de verano, emana una gloria costera, ambiental, amplificada y verbenera. Estos pueblos parecen montados para el verano, transmutan, se transfiguran, pues en invierno aparece la depresión, todo lo contrario, una apariencia melancólica y seca, con los colores blanco y azul de marinerito abandonado, un témpano de frío que congela la vida y la chernobiliza. El enero playero es la sede de la tristeza, que se arremolina por el paseo marítimo y cala en el pecho.

Un pueblo playero es una criatura esquizoide y sensible, una madre con una teta fría y la otra expoliadamente bella. Es la gran cacerola que hierve sueños adolescentes cada agosto, el notario cíclope que jura el amor a tiza y pared, el escenario cósmico donde despide su magia la infancia. Los pueblos de verano son sagrados hasta los veintitantos, los santos pueblos de agosto son mitológicos después. Esa hipertrofia en la curva del año los hace anfiteatro generacional, y los subsume a una pobreza estacional en la otra curva opuesta del año. Una aridez emocional, una decadencia vitalista y estética, que hace las veces de Venecia para las criaturas bucólicas y suicidas. Los paseos marítimos en febrero hieren, las tardes de julio cruzando las terrazas, excitan. Es la sensibilidad antagónica de los núcleos, de las venas, de las sedes del verano.

miércoles, 19 de junio de 2013

Fisiología familiar


No sé si casi 7 años de distancia con un hermano empieza a ser un muro generacional, a los 10 años supone un 70 % de diferencias, a los 20 ya se reduce a un tercio.
Las familias vistas en su conjunto, completas, acaban siendo una especie de organismo. La fotografía entera nos da un ente orgánico, con sus núcleos, extremidades, y todas las compensaciones y pesos entre sus miembros que suelen explicarlo todo y entre sí. Una familia está articulada, responde a una generación espontánea científica, y se puede extraer su fisiología, para que al final todas suspiezas acaben encajando. Lo que no quiere decir que sea tarea fácil, requiere varios años y varios tomos de desenmascararse lo íntimo.

Primero hay unos dados genéticos que conforman los anclajes y tamaños de los componentes. Emplear como padr la mera categoría "hijo de" sobre unos raíles fijos esperados, es una crianza ortopédica que acaba dando adultos torcidos. Tener un hijo es abrir un sobre e ir descubriendo la singularidad del desconocido. Y eso de tener clones mixtos en el futuro de los tiempos, que es ser padre, es plantarte un yo extraño y modificado con todo el ego a combustión. Empieza el sabotaje de un yo externo, que a veces parece una autoagresión; se inflama el orgullo y los sueños al descubrir un yo mejorable y prometedor; tienta y planea la manipulación paterna por una superioridad manifiesta; se produce un pinball arriesgado entre rasgos menos afortunados del padre y rasgos insidiosos de la madre con los autores delante a puerta gayola. Al final se levanta la estructura con todos estos condicionantes, y se acaba generando una dinámica resistente, con sus remiendos, con sus parches, sus truquillos, con pinta más de artilugio zozobrante, pero pasando etapas y reparándose muchas tardes en taller. Una familia es una cosa de mucho taller.

Mi casa obedecía a una maniquea separación del trabajo, y de las diferencias de género. De forma cromañón, mi padre se dedicaba a recorrer los bosques de la maquinaria eléctrica para recoger el sustento, y mi madre se ocupaba de nosotros y faenaba en una casa perfecta.
Unos progenitores aplicados y laboriosos, frutos de la postguerra, totalmente concienzados de lo que era ganarse el pan, negro o blando. Ambos no paraban, nada ociosos, el ocio es toda aquella agua que puede entrar tras la presa del trabajo, y su época era de diques variados y férreos. Algunos coetáneos suyos acabaron en campos de concentración, macabros tiempos, otros exiliados, o más comúnmente hartos de tuberculosis. Su élan vital siempre estuvo de alguna manera erizado, con una distante amenaza, un eco hostil que forjó ese convencimiento de la laboriosidad y el provecho. Eran la generación del provecho. Del porvenir recio, decidido, sano y esperanzador.
Su psicología siempre fue tosca, no fue nuestra psicología estilizada. Los hombre estaban tallados con hielo emocional. Alguien debía asumir el hemisferio del amparo, la ternura, el mimo. Y todo recaía en las madres.

Luego se dejarían de tener hijos, la natalidad se reduciría, vendría otra historia. ¿Por qué en aquellos tiempos precarios se complicaba la existencia con más hijos, en una contradicción biológica y organizativa a todas luces? Había una motivación religiosa-supersticiosa de fondo, colectiva, de civilización, comunitaria. Llanamente estaba bien visto tener prole, aceptado, y estaba mal visto no tenerla, ni honraba al Señor. Vaya intromisión en la vida íntima y nominal de las personas. Aparte, segundo vector, la anticoncepción - tal vez el mayor factor explicativo de la historia moderna - ni estaba tan desarrollada ni se aceptaba tampoco su uso por motivos supersticiosos y mágicos.
Hoy en día se venden millones de condones al mes y ni tutía va a misa, es otro mundo y casi otra civilización. Pero la decisión más importante de la biografía de una persona estaba entonces con la pistola de la religión en la sien de la gente, y con unos condones rudimentarios y falibles como vía rebelde de liberación.

martes, 18 de junio de 2013

Voces


La voz. En toda escritura, por muy lírica que sea, hay una narración, y en toda narración hay detrás de ella una voz. Me fijo en la voz que veo detrás de mi escrito, y es una voz mía templada, serena, poco atiplada, lectora, pública. Y sé que se vuelve voz de Francisco Umbral a veces mientras piensa, una voz tomada, una voz referenciada, una voz alumna.

En el mundo oral, en pocas ocasiones topamos con una voz carismática, de las que impactan y seducen. No sé si se ha formado un abanico standard de las voces, y entre imitaciones nos normalizamos la voz unos a otros. Nadie tiene pajolera idea de su propia voz, la que oímos es una cosa distinta. Únicamente en las grabaciones nos encontramos con la verdad que oyen los demás desde nuestra poza, y uno se pregunta si no sucedería con el resto de nuestras conductas, hasta qué punto se distorsionan nuestras propias acciones frente a la objetividad.

El timbre de una voz la puede hacer singular, aquella voz femenina cuya palabra más nimia nunca pierde una vitalidad, en que cada frase florece, clava la nota musical, y parece tener un instrumento cálido, frondoso, carnoso, bello y acabado en la garganta. Es tan raro el fenómeno, que le pongo voz pero no le pongo cara por no acordarme.

En los hombres triunfan las voces de madera labrada, las voces añejas, rotas y algo deshilachadas, no las esféricas y afinadas de la mujer, sino algo destruidas y con huellas sonoras de esa debilidad. Mi voz ronca, arrastrada, enferma de faringe, de Leonard Cohen, es la que triunfa. Las voces masculinas frágiles, añejas y dañadas, agradan y lo saben. Es toda aquella corriente de todos los tiempos del hombre interesante, del contraste de su fragilidad en la tópica robustez. El gigantón llorando, vulnerable, el baño frío y baño caliente de golpe, el bilingüismo de la naturaleza en transmisión desbordante y simultánea. A todos nos apasiona lo redondo, lo esférico, lo completo que intuitivamente captamos en las voces predilectas. En la de la mujer, el timbre envolvente y vitalista apuntala un monumento de armonía, copa de ondas sonoras invisibles los huecos que le quedaban al convencimiento, como voces que llenan una estancia solas y suficientes. La voz se ocupa de rellenar los flancos descubiertos de cualquier oyente que se nos acerca, aquellos flancos que no acuden activados y alerta a la interacción, y les alcanzan de costado las flechas sibilantes de la voz. La voz va directa al inconsciente por una cuestión de economía cognitiva, dejo ahí mi tesis.

lunes, 17 de junio de 2013

El tabaco hipócrita


Esto del tabaco es muy tribal. Los canutillos que calan unos mamíferos que acumulan en los bolsillos. Más que tabaco es rapé.

Es brujería ya saber lo que han metido dentro un gremio de hechiceros pudientes. La gente no sabe lo que fuma, pero canutillo a canutillo queda claro que vas sacando boletos para un cáncer tuyo, a menos que te toque una buena china genética. Cometes un suicidio lento y tutelado por el Estado.

No sé quién inventó el tabaco, tribus aparte, carecemos de una historia divulgada sobre la tabaquización del mundo, su momento fabril. Me cabe la duda sobre la naturaleza preponderantemente imbécil de fumar. Aquí no sé si hay algún estudio entre franjas de C.I. y hábito tabáquico. Digo si alguna vez el uso ha sido equivalente al de una ropa, emular conductas de los demás extendidas, que parecen proponer un uso propio. Dejo claro que todos tenemos un poco y un mucho de imbécil.

Lo que ya no entiendo a estas alturas de smartphones, es la nebulosa del tabaco. El esoterismo brujo que aún tiene el tema. La poca divulgación de lo que es, sus ingredientes, así como de sus mecanismos, la imagen detallada de sus garras y dispositivo de asfixia, cómo engancha y prolifera. Sólo se dice que mata, este producto que acaba de comprar le mata, son 4 euros con cincuenta la eutanasia, gracias. Feo.
Se ahorran la película, te sueltan el final porque no tienes tiempo. Tabacaleras y Estados estuvieron de acuerdo en esa estrategia de comunicación surrealista. Como son imbéciles los que fuman, digámosle que paga y mata, que suelte la pasta enganchado y regañémosle que eso mata, porque es imbécil.

Aparte es religioso y timorato vender en oficina pública un producto con pegatinas de cánceres gangrenosos, que sólo cercenan el cuerpo pero no el alma, frente a otras drogas prohibidas que alteran la conciencia, y eso todavía tiene cancelas sagradas pese a estar casi en extinción. La creatividad del mundo es de las pocas realidades que aún tiene murallas de siglos anteriores.

Pero un manual de instrucciones del tabaco en cada cajetilla, plegable, sincero y científico, sería todo un detalle. Los medicamentos lo llevan, pero los antimedicamentos no, sólo pancartas con frases manidas y breves. Hipócritamente no te van a decir toda la verdad, la hoja de instrucciones les dejaría expuestos, el detalle del "Te matamos" debe seccionarse a una sola frase y a un pulmón que no parece ni primo tuyo. Que te expliquen lo cotidianamente suicida que estás siendo, lo desahuciado que estás, cómo las moléculas del tabaco se están haciendo con el mando, y lo mangoneado por el destino social que eres presa, sería decir la verdad, honesta, sin pringues, sin cepos, sin tajadas.
El tabaco es una cuestión hipócrita, y un filón económico contante y sonante.

viernes, 14 de junio de 2013

Camí de Cavalls, costa norte...


Debiera. Cuatro días caminando 90 km por Menorca, cuatro jornadas recorriendo a pie la costa norte. En el avión, estudiantes que desmigran tras los exámenes finales, convidados y primos de menorquines, que se parecen a más menorquines, y una manada de turistas prematuros que lo vulgarizan todo, la mañana, las cristaleras de la terminal, y mi camiseta de tectal. Debería.

Los procedimientos de las azafatas deslirifican mis sentires, regularizan el cerebro, y estandarizan la experiencia. Estamos en un puto avión-toca volar. A partir de ya el altavoz será un carrusel de advertencias y advertisements de una aerolínea menor, así que el contexto querrá ser protagonista por encima de cualquier introspección. Se podría hacer una monografía de despegares y cross-checks.
En los viajes, el alma suele partir ligera, descargada de todos los fajos que se quedan en tierra. Como estas almas ligeras y gráciles que tengo a mi vera, criaturas escapistas. Yo parto hoy con el alma densa. Dicen que cuando uno viaja, por muy en solitario que lo haga como yo, se lleva la vida a cuestas, como un polizón encubierto.
No sé, mi parte mimada se reconcilia con un enésimo viaje, mi cuota osada se envalentona con esta travesía durmiendo al raso y cargando petate, la global carraspea una edad, añora a la familia, y acata el jaleo de la parte aventurera. El destino del penal, Menorca, costa norte, verde junio, es un castigo llevable de unos jordis yeyés a otros jordis conservadores, que los empieza a haber. Qué fea palabra conservadores, qué raza tan mezquina que reduce la vida a una lata olorienta y sudada de conservas.

El avión planea ya sobre la fronda de mi reino de pinos y me hace desaparecer con un cohete. Abajo duermen, las dos acompañantes de mi vida, las dos protas que densifican mi alma esta mañana viajera.

Menorcado


He tardado dos meses en rectificar mi error biográfico de no plantarme en Menorca hasta los 36. Ocho semanas después retorno a conciencia, a recorrerla metro a metro, como un enamorado tardío. Es un homenaje peatón que le hago a esta isla.
Un autobús torpe me traslada en 30 minutos la distancia que yo emplearé cuatro días como pulga en el mapa. El primer muro de guijarros, se me presenta como un órgano, una parte biológica, mitad mineral mitad animal, de Menorca. La isla está más parda, el verde flamante de abril, encendido con rojos y amarillos, lo raptó un verano precoz y envidioso. Hay prados pajizos y rubios, alternados con verdes discretos que resisten la dictadura del sol. Hay prados tostados, barbudos y recios, que han bebido cerveza. Alguna parcela verde claro cuasi plata, verde canoso, que expresa toda la dignidad de la primavera consumiéndose. El paisaje ya no es ese despliegue exhuberante de frescor y colores que desafiaba al Mediterráneo y se creía alpino. El verde, por alguna razón, ha dejado de brillar, por alguna causa hídrica y celular, ya no es exhibicionista y prefiere ser secundario. Contiene el marrón, el color que todo lo apaga sibilinamente, el esbirro del negro, la fase dramática de lo quemado.
El marrón es el color del verano fruido, y por eso lo abandonamos como un paisaje de Urano ardiendo y descolorido. Migramos, y la playa y lo alpino nos redimen de los paisajes secarrales medianos.

Y ahora seré un peatón en Menorca. Seré un peregrino. Laico, estético, y entregado. Feligrés de una religión estética que cree en calas y se salva pregondamente por los colores. Que quiere enconarse los ojos y tatuarse en ellos una costa agreste y mágica, por virgen, brava y extraña. Granatemente bella.

Me han secado Menorca, pero el autobús prosigue cabalgando ya a las puertas de Ciutadella, donde empezará la singladura, la penitencia estética. Así descolorzada, más cualquiera, siento estúpidamente que me necesita, que el chupóctero no sólo voy a ser yo. Te ha aguijoneado el verano y te ha sorbido el color, tan mimada, tan respetada, tan virgen.
Desciendo, petate en mano, y dejo que tú me hables de este verano desolador.

Debut Camí de Cavalls


Debut poligonero en el Camí des Cavalls, rotondero, circunvalador. Porteo varios litros de agua, soy el sherpa de mí mismo. Me impermeabilizo al acoso perpetuo de Lorenzo, tótem tórrido de la travesía, protección 15 o 50.

Surco campos con las balas de heno aún con trazas verdes, casi béticas.
Un caballo flacucho y marfil, pariente de Rocinante, se gira a mirarme, a calar al guiri moderno que le cruza su dominio. Hay llanuras rustidas, extensiones color cacao, cadavéricas de arbustos y girasoles tétricos. Busco a Basté en las ondas, y sólo me devuelven niergas y losantos. Son 7 quilómetros planos hasta Cala Morell. Alguna flor tímida asoma a chocarme en mi marcha.
Esto es un monólogo de las piernas, que nunca callan y obedecen un remoto plan, un dibujo en un mapa, tenaces, desencadenadas. articuladas, a lo forrest gump sin meollo neuronal de por medio.
Es una manera de soltar acetilcolina, el quid de este viaje y todos los caminos, maratones y ultratones. Más allá de la huidiza adrenalina, o la serotonina sublimadora, esto es mera y básica acetilcolina, pensamiento muscular, historia y novela de unos isquiotibiales. Trabajar ese relé de las conductas desencadenadas, el relé de la inercia, bastante atrofiado en mí.

Alguien más gigante que nosotros, ha dispuesto un tablero afelpado en el horizonte, con todas las fichas desparramadas, las diminutas balas de heno como botones brillantes hechos juguete a la distancia. Paso escenas marriverdes, de ocaso primaveral. El olivo aún quiere ser plateado y resiste la sumisión del marrón.

Llego a una cala ocupada, de casas encaladas en sus laderas, suspendida, con un toque lunar y en finisterre.

Postal geológica


Enfrente mío, el quid de Cala Morell. Un confín del mundo acaba en rojo, un granate pálido, y otro confín granítico y gris comienza justo en la ribera de enfrente, separados y subrayados por el agua turquesa alienígena. Dos transiciones geológicas escindidas, geología de postal, imán turístico. Y a lerdas, la playa más blaugrana conocida.

Empieza una ruta que da juego, el camino que circunda la cala deja de existir a trozos, hay que tirar la mochila, trepar por los muros junto al agua, caminar por las rocas que emergen en el agua y retornan al camino. Juegos espontáneos y desafiantes. Abandonas la cala por miradores abisales que caen en picado a las vistas del litoral, acantilados consecutivos con perfume de vértigo y suicida en el aire.

Prosigo a la vera de acantilados que huelen un poco a oxigenada y donde se apelotonan en su fondo los miembros pétreos de gigantes vencidos. Así de megalítica y cementerial es la cosa.
Oteo balandros que avanzan ladeados y parecen tejer hacia ellos la superficie levemente rizada del mar.

Me asomo al siguiente capítulo por una roca horadada del acantilado. El lecho de este precipicio permanece edénico e inmortal. Brilla. A lo sumo tres kayaks y dos naufrágos atracaron ever. El agua muge y parece pastar. El edén tiene su fuente natural que brota de un rocamen hueco. Los pájaros revuelan como en todo estreno de la escena de un paraíso. Pían en asonante con los brillos y con el timbre de las selvas y de los andes. El agua turquesa se alía con las rocas caídas y sumergidas del barranco y las hace gemas. Hay un brillo perpendicular, unos destellos coleantes y perpetuos que dicen que ahí está la belleza y no aquí arriba, que la de aquí siempre es mejorable. Es el cayo ever, el cayo envidia, el barranco edén, o el acantilado-joyería de la calle Pléyades.

De Cala Morell a Algaiarencs


Busco ingresar en el GR-223. Una calma salada, una existencia salada de pueblo costero a las 3 de la tarde, con la mirada en el asfalto enganchosa. Entre casas blancas, encaladas, que me repelen los rayos, estoy reverberado de calor. La línea que me llevará a cruzar la isla se me resiste, tras varios rodeos, salto un muro y me enhebro en el mapa, en el plan de este viaje.

Este tramo tiene suficientes pedruscos desparramados como para eclipsarte el pensar, tan esquivo como los claros entre las piedras. Camino escoltado por una barrera de guijarros que separa las fincas y las manadas de erizo vegetal que ya aparecen autóctonas y leales. Escucho la radio de eugenio, marconi, tocayo paterno.

Transito por lo alto el cuadro pintado en el Codolar de Binitram - con nombre de transporte ecológico menorquín. Es un precipicio cuyo lecho está salpicado de amarillo, verde, azul, blanco, negro, marrón. Es la gama que aparece entre las pequeñas esferas de las rocas del codolar, un colorido con efecto textura redondeada, una técnica pictórica en redondeles de un demiurgo anónimo.

Las calas del norte como cráteres dramaticos, agua falsamente sulfurosa, el entorno un Río tinto sano, minero y exótico. Sanguinolento y lechoso.

Giro a la cala de Ses Fontanelles, un pueblo marino, disimulado y solitario, una cala aún no civilizada. Hay un silencio pleistócenico y pre-humano.

Vengo a por trabajo. Ejerzo de peatón. Así que no me entretengo en les platges d'Algaiarencs, y dejo migas para próximos retornos. Aquí termina el apogeo del día. Pateo senderos planos de interior como un Pulgarcito tenaz y boscoso. Un tramo largo reiterado, incansables avenidas de secano, repetidas, que se suceden con lapsos de encinares y pinedas. Luego más prados masacrados de sol, amarillo pollo, en una senda polvorienta y afónica. La mella del madrugón, la fatiga, propicia el declive. La cabeza se nubla, bajonera, y la pueblan pensamientos negativos y reincidentes que tienen que ver con la peor experiencia en años, el mal trago con sede y factoría de pesares en Brasil. Desfallecido, fideísta en la épica caminata, fabricando en serie ácido láctico, chinado de chinas y canículas, soy pasto del mal rollo. Quedan 5 kilómetros a meta.

Resiliencia

(música on) Camino de ro sas, pa quién lle ga tarde... Quedaban cinco kilómetros para meta, y la pájara, moverte por chicle, me pisaba los talones. Aguanté, y llegué. Salí del interior por una ladera esplendorosa y mimada por la luz hacia el macar d'Alfurimet, otro cementerio de piedras caídas. De allí a montar montañas, más bien rusas, hasta la egregia Cala Pilar, deslucida al visitarla. Cerca de ella está la única fuente para abastecerme. Una lágrima de agua hace la recarga paciente, entre telarañas no muy sanitarias. El estómago dice algo al tragarla, murmulla como un caballo, pero no le mira el dentado.


Llego a meta. A dormir a una playa de guijarros imposibles.
Aquí estoy sentado en ella con una puesta de sol magnífica, y yo dentro del cuadro. Paseante de obra de exposición, hormiga de reparto. Mas 100 moscas dalinianas, menorquinas, de pesadilla táctil, se empeñan en intentar comerme y joder el cuadro, la prosa, y la reputación de Menorca. Un mundo virgen sería un mundo sorpresa con plagas de insectos?

Mañana abandono, al final de la segunda etapa, cuarenta y tantos kilómetros después, me planto. Ahora no gozo ni de un Wilson de cuero al que rallarle, estoy en medio de la nada, muy hegeliano, y voy a dormir al raso, como en las colonias, pero sin ciento veinte compinches al lado.

El recuento lírico del viaje duró hasta el agotamiento. Va a anochecer, y dormiré a los pies de un refugio de pescadores con frisos de Don Quijote y Cervantes en sus paredes, con su placa conmemorativa del 400 aniversario del libro, cágate Lorenzo, una barraca-monumento pescador y literaria en medio de la nada.
Un gato hambriento me hace las veces de anfitrión. Los patos no sé que dicen a lo lejos. Escribo a papel y lápiz, es un retorno a lo primitivo, a lo primigenio. Pondré la aradio. Las cigarras se han despertado. Los patos continúan su proclama, está muy mal la cosa en el reino de los patos, o me han tocado los patos parlamentarios, admiradores de Fidel.
Jugar a supervivientes es tan burocrático como chorras, no tengo tantas landas de vida interior.

Penyals de Binigalà


El recuerdo portada de mi Camí des cavalls, es el cuadro de las montañas en els Penyals de Binigalà, llenas de un cabello verde de brezos, con el camino reptando por todo su lomo, a las horas robadas de las seis y siete de la mañana.

Pude dormir un par de horas en ese matorral inclinado dels Alocs, tieso y hostil, mientras me ofrecía un mapa estelar completo. A las tantas me desvelé y me puse a escuchar un partido de la selección en América, que los patos parlamentarios también parecían comentar. La temperatura bajaba a la mitad, el frío acechaba el saco impermeable. Así que me izé, recogí, y emprendí la marcha, la carrera de autos locos, a las cuatro de la madrugada con una linterna mínima. Avancé un kilómetro, a ciegas vigilando cualquier torcedura de tobillo definitiva. El camino era condescendiente, hasta que me hizo sospechar de su facilidad. Empecé a buscar balizas que nunca encontré, y decidí esperar a que clarease. Pierre-no-doy-una, había caminado en dirección equivocada, el camí giraba por un pequeño recodo justo al inicio de mi suelo-hotel, junto a los patos roncos.

Es entonces cuando emprendí mi épica de pequeño hobbit subiendo y bajando montañas en la madrugada. Era invierno de repente, era oscuro, y Mordor parecía estar cada vez más a tiro. El día montañés de repente, el etapone, mi épica sin querer.
Tras una ascensión gradual por una ladera, pronto ya divisé el primer barranco, seguido del posterior muro inclinado en zig zag que había que sortear. Casi se podía oír la sintonía frodil en mis alientos. El ir dejando atrás balizas, con el ímpetu del inicio de etapa, parecían ser palmadas del camino apoyando mi ritmo. Pero la ruta consistía en subir cada cima y bajar cada barranco, de todas las peñas que asomaban sus cabezas consecutivas, esperando impasibles mi paso castigado. Una historia de muros y descensos en caída.

El paisaje a altura de gaviota, con el mar y los acantilados en picado, era el brezo que poblaba y trenzaba a las colinas, verde plateresco, y parecía darles un crepado. En otras laderas el brezo no formaba ningún patrón, y sin orden caía deshilachado y daba la sensación que toda la colina era un peluche viejo. A alturas de ala delta el mar está postrado y es más lámina cérea que nunca, efecto escalable que lo reduce, lo falsifica y le borra toda su hondura de océano, le agranda la extensión, lo hace bidimensional, y lo mapifica. La magna sensación de un mar dominado y tomado por las alturas, se compensa con ese halo de suicidio y soledad que siempre desprenden las simas. Nuestro sistema motor siempre piensa en voz alta, y frente a los precipicios masculla el vértigo, apunta el vuelo, programa la rutina de movimientos posibles, y en ella está la factibilidad siempre histeroide de caerse-arrojarse al vacío.

Empeño, de subirse peñas. Me empeñaba tozudo, y me despeñaba luego, parte peligrosa, con cantos rodados en los que resbalar y hostiarte, frenando con unas uñas violáceas, y con toda la incomodidad de unos ligamentos cruzados remendados con titanio. Prefería empeñarme a despeñarme. Cruzaba capril las colinas con alevosía y madrugada, a horas en que los no hobbits duermen y su mundo está precintado, cuando los muhedines radiofónicos de occidente cantan las noticias desperezándose, y yo oía alguno de esos con eco de caverna y caspa petrificada en la voz, radios de las españas de toda la vida señora, formatos y entonaciones anclados en los setenta, y apagaba el aparato aburrido y sordo.

Se empezaba a ver paisaje pregondero, basáltico, de leche y grana. Me comía todo el fuselaje de las arañas a mi paso, la tela que habían ido tejiendo yo me la llevaba en las piernas, en los brazos, y comprendía que muy pocos hobbits habían pasado por allí recientemente. Estaba inagurando la temporada masoquista de barrancos.
Dejaba atrás más balizas con su decena, y me sentía restador. El arbusto erizo, el socarrell, tan menorquín, proliferaba por doquier y empezaba a florecer con minúsculas flores amarillas, y de erizo pasaba a melena afro aussie, y yo aún le cogía más cariño a esta faunaflora en uno.

Llegué por fin a la cala negra de Calderer, y me puse a recoger una lavanda mullida, esponjosa, con un olor a linimento terráceo y corporal, que los ingleses llaman lavanda-algodón, y que se empapa de sus olores circundantes. Proseguí los puertos hasta Cala Barril, y por fin arribé a la meta, mi amada y daliniana pregonda. Eran las ocho de la mañana de una madrugada montañera y épica, insospechada, singular, nietoanecdótica. El cuerpo escaldado se aliviaba en el agua balsámica y fría de aquel paraje tractivo. Había hecho historia, de hobbit y peñascos, lucía un maillot de arañazos color morenopaleta.
¿Hay medusa en el agua, senior? Una voz anciana y vivaracha se dirigía hacia mí muy decidida.

Herida de soledad


Un sol tirano tiene tomada esta tierra. A las ocho de la tarde cede su sometimiento, y me escapo a una playa ya deshabitada. De la marcha maratónica he hecho nido en un rincón de la isla, suspendido de tiempo, y con casas típicas que se asoman como criaturas blancas en la montaña y doman el sol.

Una ancianita inglesa de las que hacen su propio pudding y toma pastas de té, me ha adoptado peludo y panzón en su pueblo de hace treinta años. Una anciana de ochenta años de la campiña de Londres, que arrastra su soledad por los parajes de su vida, y exprime los años y Menorca, y la sierra de Granada, y este último café. Me abordó en Cala Pregonda, ella o su soledad, y otro encuentro en el parking, su labia y mis hambres peatonales de coche, hicieron que me llevara al siguiente destino, coincidente con su casa típica menorquina en primera línea de acantilado, que me enseñó tras ofrecerme un té.
Es difícil penetrar mi barrera autista prosocial, no cede fácilmente. Su espíritu comunicante lo consiguió, y plañió con calma el vacío cotidiano de su marido llevado por el cáncer, en esa elegía suya que ahora se confunde con su vida, de una voz que busca al otro con sed, y mata el tiempo con una vitalidad especial, viejecita de 81 años casi, que prepara su pudding y también va a hacer snorkel cada mañana a una cala de la isla, senil, astérix, y nostálgica.

Me ofreció llevarme a Mahón, me ofreció ser su amigo sin pedirlo. Yo dediqué el día a dormir lo no dormido, a hablar con mis estrellas, titilando tras un mar, y a ordenar lo vivido y lo escrito. Pero esta mañana fui a verla a las siete, horario de los vitalistas, y me llevó a hacer snorkel entre las rocas dalinianas de cala pregonda. Nadé hasta la parte trasera del cuadro y vi la cala destripada, desde donde la formaron. Me sumergí en las praderas de algas, con huecos abisales y oscuros donde pasaban caravanas y autobuses de peces. Vi el submundo adosado a la cala, su revés. Luego tomamos su litúrgico café de las diez en Binimel-là, y me habló de sus hijos muertos, o vivos, uno exiliado en Nueva Zelanda, otro fugado con la arrogancia a la campiña costera de Inglaterra, y el más rebelde en la jungla de Londres como trabajador social. Su 81 cumpleaños se acerca, su pelo castaño y sus gafas de snorkel aún resisten la edad, tiene una parcela en el paraíso de Menorca y una cueva vivienda en las santas montañas de Granada, está ya casi en el cielo, pero por un costado le brota una herida abierta de soledad, un torrente de devoción por su mitad fallecida, y una voz gastada de llamar a unos hijos que no escuchan. Tiene la intimidad rota, un vacío que mece los días y le da cucharadas de vida serenamente, en Menorca a biberón y con cuentos de erizos y algas. No lo sabe pero cuida de su herida cada siglo que pasa, y toda la fuerza y el mimo le viene desde el cielo donde ella homenajea y ensalza cada mañana a John. No lo sabe pero es una protagonista de una biografía de amor.

Canícula


Suena Amy Winehouse en esa canción bondiana, de café de tercera guerra mundial, canción montada en una noria de soul, que va de perlas a esta tarde deshilachada y monástica de verano, en que el mundo parece una peladilla paladeada y el tiempo está suspendido por una turra de agosto.

Fueron veinticuatro horas de epopeya peatonal, desatadas, novatas, y locas, treintaytantos kilómetros sin apenas dormir, con dolores, ampollas y quinientas balizas volantes. Una etapa desbocada y única, llegando a las ocho a.m. a la cima coppi, y asumiendo que con sol de agosto y durmiendo en el suelo, tutía acabaría esta forrestgampiada.
Así que me entrego a la piscina de un resort, a la cerveza y la pachorra, desandando, desescaldando y desampollándome las épicas.

Atardece en este recodo de la costa norte, el sol dora las casas con luz de miel antes de irse. Menorca se ha propuesto ser pocos, los suficientes, está prohibido abarrotarse, desustanciarse, enriquecerse también. Una vida con límites, observadora más que soñadora, sin antecedentes de maltratos, que es la razón subyacente de todas las desviaciones altoburguesas. Menorca es un gran estudio para que crezcan tiernos los pulmones de un pintor, y se desarrolle como una tumoración artística lo que lleva cuajado dentro.
Todo el pueblo es un vecindario, con sólo una cornisa sonora de pájaros de fondo. Oyes el chancleteo lejano de una pareja joven con su bebé en el carrito, el chocar ocasional de los cubiertos en un bar intuido, el llegar calado de un coche a la rotonda de entrada. Cada sonido ocupa su espacio. Todo es abarcable y está parado, sin desenvolver, no está roto de tiempo ni crispado de nada. Es una aldea, una lograda aldea de foráneos, con sus almas suspendidas y balsámicas. Hay un pacto tácito y secreto de paz.

Una playa en media luna mulata, hace de plaza, totalmente integrada y visible desde todo el poblado, es como una calle o un monumento natural adosado. El pueblo está en un repecho que permite ver el campo y las colinas que anteceden a la playa. Paisaje cien por cien menorquin de laderas con hierba alta que contienen islotes de fronda verde oscuro en ellas. Ahora más apagadas, con la espectacularidad de la primavera evaporada. La montaña del Toro escolta y vigilante a un lado, en el otro costado el brezo de peluche viejo, copando una colina virgen intrusa, a veinte metros de las casas. Paisaje total, calma bendita, ceremonial ambiental. Despreocupado, virgen, detenido, flotante, y pictórico.

Perro pachón


El sol de las 6 de la mañana ya es rockandrollero. Ya está cachas a esas horas primerísimas de neonato.
Las villas despiden el rocío oloroso al amanecer, en sus jardines edénicos, jubilados y alquilados. Un fenómeno clásico de existencia canaria, privilegiada o balear.
El blanco nuclear de estas casas las hace inmutables, imperecederas a la innovación y los siglos, eternas o casi.

El día pasa perro pachón, ensiestado de sudor, piscinero, indolente, hasta llegar la noche.
La luz resacosa, vieja, almíbar, de las farolas de los pueblos costeros de toda la vida. Si no las han cambiado, si son las mismas de hace unas décadas. Han cuajado una textura como si se hubiese formado un ámbar fotoeléctrico, añejo y matizado. Son antorchas de ámbar quemando por el pueblo, mientras se dejan que se posen las noches.

Una melodía estupida y banal de resort arruina toda una vasta bahía monumental en su dramática despedida del sol. No estaría mal un psicópata guillotinero cuyo móvil fueran razones estéticas y artísticas. "El cocodrilo cómo está, co-co, el cocodrilo cómo está" reza la agresión, con voz de xuxa obesa teutona.
Una ira telepática hace apagar el equipo de sonido. Llámame Damien.

Menorcamente


Me hieren los anuncios de cerveza, mediterráneamente burdos. Una idea explotada, ya tartamuda, un formato sorbido que no se lo cree nadie. Tanto, que si lo escuchas para atrás nos llama comemierdas. El cocacola es así, la juventud feliz, ya pasó. Ese querer representar la dicha de la juventud, especie de iglesia que adosa el sacramento de cebada con nombre al asunto, aún me lo podría tragar si la cerveza estuviese buena. A estos de la Damm y San Miguel sola y únicamente les falta hacer un producto bebible, todo lo demás lo hacen bien, podrían empaquetar mierda y venderla con todas estas fanfarrias.

Me deslizo este viernes postrero en Mahón, dejando posarse el viaje. Caigo en la casilla de autobuses de la capital, y ruleteo en el tablero electrónico un destino de medio día. El dado saca Binibéquer vell.

Esta vida de acumulador de metáforas que cargo en el autobús. Ahora topa sus huesos con el laberinto inmaculado de Binibéquer vell. Ciudadela del blanco nuclear, onírica, donde lo erótico atraca el aliento. Un zoco romántico, con sus calles apulgadas, de blanco virginado, el callejeo de a dos, en deseo par. Un urbanismo íntimo.

Pululo ya por el aeropuerto esperando la puerta de embarque. Denso de alma, cargado, como hay que volver de un viaje. No se ha desaprovechado el tiempo. Sólo me dolían los cordones, el resto del pie ya no lo sentía. Aceleramos hasta centrifugar una caminata bestia en un día sin noche, y nos retiramos dignamente sin cesar de escribir y sentir. Menorcamente hablando.
Las astillas de la isla permanecen dentro, tan inerte y tan cómplice a la vez. Esos treinta minutos a casa la hacen una barriada vecina tentadora a la que terminas enganchándote. Sigue siendo la isla muda, la isla que se deja impasible, dedicada a hacer crecer la belleza. Ése es el veneno, y es lo que acaba generando la adicción.

miércoles, 12 de junio de 2013

Tanatopraxis


Los jabalíes han sido siempre sepultureros, en sus fosas prospectoras de raíces se han podido ir enterrando a los difuntos, pero la religión nunca fomentó destinos tan eco-lógicos. Junto a una iglesia enterrados, los vitrales e iconos podían hacer de plasma, de combustible, para que los difuntos despegasen adjuntos con la nave nodriza de la catedral hasta el cielo y más allá. Al final sólo quemaron la carne y huesos de científicos, y después ya vino Star Wars. No es mal legado ser enterrado en la fosa de un jabalí. Somos egoístas hasta para que no nos coman las hambrientas bestias. ¿Qué mausoleo quieres que te hagan? Que se me coman las putas bestias, y el alma a bocados.

Cuando la diñamos nos maquillan, nos siguen queriendo poner guapos, toda la puta vida y toda la puta muerte. Una pose digna, sabia, para las porteras morbosas miramuertos. Miramuertos, follapresas, pajilleras de cine, de todo hay en la viña beoda del señor.
Nos meten en una caja de pino reluciente, cara, tapizada de un algodón de hotel, y con una selva de flores portátil para que no olamos. Los pequeños faraones. Nos cantan una misa impersonal, burocrática, viejuna, y casposa, para lacrar nuestra vida. Y vamos en volvos a los cementerios, a volver más gris y más de cemento al mundo, sin poder vengarnos ya de tanto comentario conmiserador, vago y buenista de partido por el tercer y cuarto puesto. Se tendría que alquilar una bandada de cuervos para soltarlos cada vez que alguien practica la receta del buenismo en los velatorios.
"Y aunque fue un hijo de la gran puta y un envidioso, de vez en cuando su generosidad autista te llegaba de rebote y lo agradecías".

Yo cuando la palme, que me lleven en carro por los montes, y aprovechen una lírica prospección de raíces de los jabatos. Y que me pongan en una tumba que radie. El Coromines adjunto a la tumba, un diccionario de etimología adosado, para consulta y uso eterno, que nada ni nadie deje de hablar con hondura.

domingo, 9 de junio de 2013

Caballos de sol


La claridad es chorreante, masiva, casi líquida y cegadora. Los buscadores primitivos de oro acudirían hoy a unas olas que destellean amarillas como el metal, toda una orilla de oro.
Los pinos de primera línea de mar viven descopados por el viento, arietes de la tierra.

La contienda entre la vegetación y la civilización siempre la acabaría ganando la de las hierbas. Hasta al asfalto de Chernobil le crecen patillas y greñas verdes. Salen de las entrañas del mundo, porque ellas son verdes. Es una rebelión obstinada y corporativa al hormigón, a base de germinaciones infinitas, una insurrección de los que estaban antes, que vegetalmente también nos sobrevivirán.

Un sol que se ha trabajado toda la avenida del cielo de cabo a rabo, acampa en un valle a las tantas. Las puestas de sol tienen los colores de un pintor tumefacto y cansado.

Ha sido un día saunero, cargando una sábana termica sobre las espaldas. Esto es una crónica climática con antecedentes y precuelas . Ahora comienza la serie de la benevolencia del clima. La vuelta al poblado tropical, sin ropa que acumular, la playa vigente y con fruta en los árboles. Lo otro requiere una industria, el frío es pro-industrial, el antisol que genera civilización y fábrica. Hoy la claridad es chorreante, un día de alborozo en las granjas solares.

viernes, 7 de junio de 2013

La vida tomada


Dicen que la felicidad es no tener tiempo para lamentarse, para que las insatisfacciones comunes enraicen, que nuestra vena ociosa, solitaria en el cosmos, y melancólica, no llegue a ensancharse. Ser para la tristeza , una especie de conejo de Alicia en el país de las maravillas, igual de terco frente a ella. Los horarios de la infancia son una ocupación masiva de actividades, hay una industria, un sector económico manso que orbita fiel en los huecos horarios que le quedan al niño. Digamos que esa industria se ha formado y otras no, que es una gestación que viene de muy lejos. En lo hondo está la necesidad de tener entrenidos a los hijos, esos dispositivos queridos y caóticos que aparecen al acabar la jornada laboral y sabotean un sábado por la mañana que inagura el descanso semanal. La necesidad ha ido molturando la demanda, y han surgido constantes unos negocios modestos y vecinales, de marqueting blando, que copan con japonés, esgrima, danza jazz y hasta fútbol, el horario tomado de un niño.
Así nadie se deprime, por una mera y llana cuestión fisiológica. La felicidad, enfocada siempre desde un sentir más o menos espiritual, trascendente, acaba tardíamente revelándose, como una cuestión fisiológica. Hasta la religión cabe en una molécula, y esta es la gran revolución de los tiempos a la que los niños de los ochenta llegamos impuntuales. Seguimos buscándonos la felicidad en lo etéreo y ella amanece cada mañana entre las cosas y nuestra vena lúcida. Muchas veces permanecemos olvidadizos del antónimo de la felicidad, a la cual ondeamos, mientras la otra, la tristeza, se lleva como un tabú. En Facebook la tristeza es un tabú, no parece humana. Pero si se tuviese que responder qué es lo antagónico a la felicidad, qué genera su opuesto - la tristeza enferma - diría que es la no-actividad el mayor peligro para la integridad mental.
El quedarse parado, forzado, sin proyectos, sin compañeros de viaje, es la nada que infecta una cabeza despejada, y apaga el motor de la confianza. Después somos una cabeza vulnerablemente inteligente, esa fruta podrida en una cuneta de la vida a merced de la angustia, creciente y que rohe. Un proceso de descomposición, itinerante a la lisis.

Éramos felices en la infancia porque nos placaban el tiempo, lo reducían a aquel lapso de nuestras pupilas brillantes de canica, de noche, en la cama a oscuras, esperando a que el mundo ocurriese, en una espera adulta que moría al minuto por la fatiga y el cansancio. El reseteo nocturno del sueño nos depuraba la mínima angustia, y el despertador rompía el tiempo difuso y nos metía de cuajo en el hoy, en el andamio de un día de diez pisos que se erguía frente al tazón de cereales.

En el colegio pasábamos nuestra jornada laboral de mañana y tarde, teníamos media hora para ir a casa a comer, una hora de inglés extra en las españas, y menos de una para reponer fuerzas robando escenas a un prograba que mentaba: no te rías que es peor. Fichábamos por la tarde en el cole, y al salir, nuestra secretaria nos había apuntado a basket, o a futbito, que unido a las citas para comprar los sacramentales zapatos, ir al pediatra Steggman, visitar a las tías besuconas de caramelos pasados, y cumplir con los deberes cada vez más arborescentes y talluditos, no teníamos materialmente tiempo ni para llevar dinero a casa ni plantearnos ser padres a los 13, como nuestros tatatatarabuelos, ni un centímetro libre de espacio-tiempo para que creciese ninguna enredadera angustiosa y melancólica. La tristeza era una planta que crecía en otro mundo diferente a ése.

jueves, 6 de junio de 2013

Lo coriáceo


Aparecen las espigas algodonosas, que brindan al viento quinientos algodones en su capuchón, como la bandera de un matorral moteado. Ya caen los primeros prados, pajizos, con el verde desmantelado. Llegará un punto en que más que cambiar el paisaje, sumido en lo pajizo añorando la lluvia, herido de una nostalgia seca, cambiaremos nosotros. Una actitud cada vez más nudista, una condición más tostada, un deseo de baño.

El suelo que algún día fue algo más que polvo y tuvo un color, carraspea sequedad. Ahora se da la maquinación de los frutos, toda esa industria vegetal que se concreta en producto, esencia, objeto o satélite. El fruto, la producción, su descendencia-objeto. Luego llegamos todos nosotros, los coleópteros, los kobes, los autistas y las vacas. El ser comepiñas y comenaranjas nos hizo elegibles para perpetuarnos un rato, mientras nos comíamos los unos a los otros. Ahora recomiendan ser comeinsectos y comemedusas, por cierto.
Y así los vegetales trabajan para nosotros. Su producción redundante y masiva nos sirve de supermercado. Somos recolectores. Nos merendamos a todos sus hijos, inertes y sabrosos.

miércoles, 5 de junio de 2013

La fortuna resbala


Despierto a las criaturas del bosque con la canción venidera de Pink a las 7 de la mañana. Esas canciones que se sueldan a la primera, sin el martillo pilón de la radio de por medio. La música alta en primer plano absorbe como un paño la escritura.
Hoy es junio, me han robado el mes de abril, y el año 2009 entero también, cómo pudo sucederme a mí, todos estamos expuestos a los atracos, a los butrones, a los robos con violencia, en el siglo XXI con tecnología y la alevosía de siempre. Pero estoy feliz, pese a esta cifra astronómica birlada, arrebatada, que nada tiene que ver con los mercados, cometida por un amigo maligno, de esos que cruzan algún día por una vida.
Tras denodado esfuerzo, el tema ya me resbala. Uno comprende que el dinero, criatura viral verdácea, a veces tiene una fuerza interna que se fija ir a parar a determinados lugares. Allí luego lo quema y lo arrasa todo, y vuelve con cara espantada de niño. En las loterías, una tumoración de esperanzas se mueve grasienta en el bombo, sólo se regala dinero, nunca la inteligencia para no destruirte luego la vida con esa potencia fortuita.
Nunca me han secuestrado a nadie, a un ser querido, sólo dinero. Y uno siente alivio cuando le dicen que ese dinero ha muerto, que te lo han robado, que era cuestión de un ladrón y no de un disminuido psíquico. Al final era todo una gran subvención a ciegas, como la vida en dictadura. Eso tan humano y que toda criatura en la historia ha practicado, de ser porculeado y sonreír, de ser hostiado y seguir, de ser manipulado y ceder un territorio caprichoso de dignidad a un tercero, al que le va la vida ocupar las asentaciones de los demás de una forma perentoria, cabalística y funesta. Qué bello es ver morir a tu enemigo en el salón de tu casa como un patán agonizando de sí mismo. La venganza puede ser fría, o puede ser artística y bella, espectacular para cualquiera que pase.
Muy pronto en sus quioscos.

El lubricante social cenutrio


Se dan constantemente entre las personas intercambios comunicativos fatuos. El lubricante social de tópicos, denuncias sociológicas breves, redundancias climáticas y asombros de ascensor. Es una calderilla informativa que se pasan las personas y de una moneda sin vigencia. No sirven absolutamente para nada, es un rumor deshechable que se replica por doquier, y que sólo es un picahielos para una conducta de pasarle la mano por el lomo al vecino animal. Es la equivalencia supina de olisquearse los culos de los perros, versión homo sapiens. Que-calor, y-que-sinvergüenzas, tu-hijo-está-muy-alto, flexión de comisuras mutua. El despliegue millonario del lenguaje biológico y el iceberg desprendido de la inteligencia, se bloquean en un bucle estereotipado y dan espasmos como en un pinball.

Y aquello del silencio? De la moderación, la ocurrencia o el sentido del humor. Amamos a los chistosos, los cómicos, porque nos redimen de esa condición carcelaria del lenguaje, esa esclavitud del tópico. Rompen el lenguaje, y las expectativas mansas. Un cómico es un altruista desencadenado que no puede evitar hacer de reír como terapia. Y a toda aquella gente sin gracia, que le hablan los codos, que emite ruidos constantemente como huyendo de la audición de algunas verdades anteriores, ejerce una actividad contaminante y vacua que al final resulta tan aislante como una halitosis, a fuerza de cansar unas orejas o unos cerebros.
A veces hay personas tan simpáticas, tan majas, tan espléndidas, que luego no tienen nada más. Super majos y huecos. Todos los recursos empleados en una empatía genial, y una minusvalidez seca detrás que se va haciendo grande. Algo así como una Argentina, caracterial y personificada.

martes, 4 de junio de 2013

Croquetas nihilistas


La arena de la playa está de color crema, el mar azul pero satinado al máximo, porque la luz está en off esta mañana. La gran mámpara blanca de nubes es de mala calidad, el sol está desaparecido y a la vez colado por todos los poros de ellas. Son una barrera totalitaria que acabará cediendo, deshaciéndose. En el horizonte balear de este día tapado e inflamado a la vez, hay unas pintadas en ceras azules con tonos naranjas tímidos. Son estas semanas blandas de horizonte en que el cielo está patrocinado por ceras manley.
De vez en cuando la silueta de balón colgado del sol traspasa las nubes, e inmediatamente el mar charolea con esquirlas de brillos, la arena se pinta de marrón, y las ceras del horizonte añaden el fucsia. Su aparición revoluciona el cromatismo del ambiente de forma automática. Son los días que justifican todo ese sayo de los refranes seculares.

Pero uno ya está hasta los huevos de la comidilla del meteorólogo francés, que ha servido para fabricar un tópico, la muerte del verano, que alimenta la estupidez de tantas tardes y mañanas, la banalidad de miles de conversaciones lerdas que medran en la nada. Han pronosticado un verano cojonudo, dos grados por debajo del achicharre indeseado de los treinta y muchos, y con más treguas con lluvias del horno. Un verano fresco, espaciado y ventilado.

Pero a la gente le sale hacer canalones y croquetas con la nada, hacer tratados sobre la nada, rebozarse en exageraciones, chorradas, y a más parias en el karma, más churretes nihilistas. Gente que va de Shakespeare sin saberlo, la muerte del verano, inoculada televisamente, a zarpas, que es lo que tienen en la cabeza.
Se acerca el mejor verano de este siglo, y un puñado de hijos de puta cacarean polleces acústicamente contaminantes sobre los mares fucsias, la hacienda simpática y el verano frío.

Flacidez de primera línea de costa


Los treintaytantos, esa edad tan desagradecida, que tanto flirtea con la decadencia. Primera estampa patente corporal de "lo que fue". La esbeltez fugada hecha cuerpo. Portadores de flacidez, barrigota, piel de naranja y piel de limón. Pelambreras de simio currante, y todo los quieroynopuedos femeninos desmoronándose. La playa es un tribunal de los deshechos humanos, yo a la cabeza.

Empieza el camino de vuelta de la vida a esa edad. Coño, estábamos en medio de un final en vano, de una meta reversible y giratoria, todo lo que apuntaba a lo álgido acabó siendo meseta deshabitada y fin, un paisaje lunar congelado y con un mensaje.

Nacemos, crecemos, vamos de fiesta en fiesta cada sábado, y nos reproducimos. Fin. Pasamos de un sentido exponencial en la infancia, a uno multiplicativo en la adolescencia, a uno de sumas y restas con la pareja, y terminamos a uno divisivo con la prole. Del egoísmo tiránico infantil al altruísmo mártir de la descendencia. En una putrefacción lenta, burguesa, y disimulante.
Pero nos da una sensación de libertad, de dignidad, que es lo que cuenta. Al menos parecer ser espíritus libres y autónomos. Mientras me pasan unos pechotes fugaces y turgentes de tetadegoma a 40 cm de la cara, como una avioneta publicitaria, a la vez que enhebro la siguiente frase en el paseo junto a la orilla.
Que vivir es una barca chicos, según Calderón de la Mierda.

lunes, 3 de junio de 2013

Literatura de playa


El calor. El aire es más espeso, levemente más denso y dilatado. Las junturas de nuestra habitación planetaria, la dilatación, y la temperatura. Ese mecanismo calefactor que no es triste, es posibilista como un verano, pero un proceso tenaz y pesado en paralelo. Se prohíbe salir a la calle a según qué horas, un toque de queda térmico y cabal. Se impone el remojo, que ya deleita más a nuestra vena cachorril, se prescriben cremas, lociones de protección contra la calidez extrema y la exhuberancia de la vida insectívora. Andamos casi en pelotas, libres, primates, sólo encriptando la parte genital, cipotesca, chochada, la de los flujos espesos, la que marca el límite de las parcelas de unos y otros, que es nuestra particular, animal y respetada manera de poseernos.
El bikini como muralla de la civilización.

Los pueblos se guirifican. Podría existir un simpático sello de correos con el guiri, la copa de cerveza y la gamba, una graciosa efigie civil de lo que somos un par de meses. Y qué cojonuden están estas ganbas liebe, y qué baratas, y qué tiempo, el milenio que viene también volvemos. No sé por qué no hay sellos de paellas y no se venden.

Ahora vienen los guiris chochos de mayo, seniles, eslavos, con ofertas de temporada baja y todo el litoral para ellos. Es trágico nacer en esas latitudes, y tener de todo menos sol. Si cerrásemos nuestras fronteras, quizás se volverían a enajenar con sus derechas e izquierdas satánicas.

Hace un día de playa macanuda, definitiva. Los playistas hoy no pliegan hasta las siete. Hay gente que en sus aficiones coloca la playa al lado del cine y la música. Yo los miro poco, sigo arácnido escribiendo por iphone. Para ellos, whatsappeo, un tío con bermudas que dialoga con su gente, está quedando, nada extraño, no me analiza y lo publica. Ya.
La literatura nunca fue tan sibilina, la prosa nunca lució mayor camuflaje.