viernes, 14 de junio de 2013
Penyals de Binigalà
El recuerdo portada de mi Camí des cavalls, es el cuadro de las montañas en els Penyals de Binigalà, llenas de un cabello verde de brezos, con el camino reptando por todo su lomo, a las horas robadas de las seis y siete de la mañana.
Pude dormir un par de horas en ese matorral inclinado dels Alocs, tieso y hostil, mientras me ofrecía un mapa estelar completo. A las tantas me desvelé y me puse a escuchar un partido de la selección en América, que los patos parlamentarios también parecían comentar. La temperatura bajaba a la mitad, el frío acechaba el saco impermeable. Así que me izé, recogí, y emprendí la marcha, la carrera de autos locos, a las cuatro de la madrugada con una linterna mínima. Avancé un kilómetro, a ciegas vigilando cualquier torcedura de tobillo definitiva. El camino era condescendiente, hasta que me hizo sospechar de su facilidad. Empecé a buscar balizas que nunca encontré, y decidí esperar a que clarease. Pierre-no-doy-una, había caminado en dirección equivocada, el camí giraba por un pequeño recodo justo al inicio de mi suelo-hotel, junto a los patos roncos.
Es entonces cuando emprendí mi épica de pequeño hobbit subiendo y bajando montañas en la madrugada. Era invierno de repente, era oscuro, y Mordor parecía estar cada vez más a tiro. El día montañés de repente, el etapone, mi épica sin querer.
Tras una ascensión gradual por una ladera, pronto ya divisé el primer barranco, seguido del posterior muro inclinado en zig zag que había que sortear. Casi se podía oír la sintonía frodil en mis alientos. El ir dejando atrás balizas, con el ímpetu del inicio de etapa, parecían ser palmadas del camino apoyando mi ritmo. Pero la ruta consistía en subir cada cima y bajar cada barranco, de todas las peñas que asomaban sus cabezas consecutivas, esperando impasibles mi paso castigado. Una historia de muros y descensos en caída.
El paisaje a altura de gaviota, con el mar y los acantilados en picado, era el brezo que poblaba y trenzaba a las colinas, verde plateresco, y parecía darles un crepado. En otras laderas el brezo no formaba ningún patrón, y sin orden caía deshilachado y daba la sensación que toda la colina era un peluche viejo. A alturas de ala delta el mar está postrado y es más lámina cérea que nunca, efecto escalable que lo reduce, lo falsifica y le borra toda su hondura de océano, le agranda la extensión, lo hace bidimensional, y lo mapifica. La magna sensación de un mar dominado y tomado por las alturas, se compensa con ese halo de suicidio y soledad que siempre desprenden las simas. Nuestro sistema motor siempre piensa en voz alta, y frente a los precipicios masculla el vértigo, apunta el vuelo, programa la rutina de movimientos posibles, y en ella está la factibilidad siempre histeroide de caerse-arrojarse al vacío.
Empeño, de subirse peñas. Me empeñaba tozudo, y me despeñaba luego, parte peligrosa, con cantos rodados en los que resbalar y hostiarte, frenando con unas uñas violáceas, y con toda la incomodidad de unos ligamentos cruzados remendados con titanio. Prefería empeñarme a despeñarme. Cruzaba capril las colinas con alevosía y madrugada, a horas en que los no hobbits duermen y su mundo está precintado, cuando los muhedines radiofónicos de occidente cantan las noticias desperezándose, y yo oía alguno de esos con eco de caverna y caspa petrificada en la voz, radios de las españas de toda la vida señora, formatos y entonaciones anclados en los setenta, y apagaba el aparato aburrido y sordo.
Se empezaba a ver paisaje pregondero, basáltico, de leche y grana. Me comía todo el fuselaje de las arañas a mi paso, la tela que habían ido tejiendo yo me la llevaba en las piernas, en los brazos, y comprendía que muy pocos hobbits habían pasado por allí recientemente. Estaba inagurando la temporada masoquista de barrancos.
Dejaba atrás más balizas con su decena, y me sentía restador. El arbusto erizo, el socarrell, tan menorquín, proliferaba por doquier y empezaba a florecer con minúsculas flores amarillas, y de erizo pasaba a melena afro aussie, y yo aún le cogía más cariño a esta faunaflora en uno.
Llegué por fin a la cala negra de Calderer, y me puse a recoger una lavanda mullida, esponjosa, con un olor a linimento terráceo y corporal, que los ingleses llaman lavanda-algodón, y que se empapa de sus olores circundantes. Proseguí los puertos hasta Cala Barril, y por fin arribé a la meta, mi amada y daliniana pregonda. Eran las ocho de la mañana de una madrugada montañera y épica, insospechada, singular, nietoanecdótica. El cuerpo escaldado se aliviaba en el agua balsámica y fría de aquel paraje tractivo. Había hecho historia, de hobbit y peñascos, lucía un maillot de arañazos color morenopaleta.
¿Hay medusa en el agua, senior? Una voz anciana y vivaracha se dirigía hacia mí muy decidida.
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