viernes, 7 de junio de 2013

La vida tomada


Dicen que la felicidad es no tener tiempo para lamentarse, para que las insatisfacciones comunes enraicen, que nuestra vena ociosa, solitaria en el cosmos, y melancólica, no llegue a ensancharse. Ser para la tristeza , una especie de conejo de Alicia en el país de las maravillas, igual de terco frente a ella. Los horarios de la infancia son una ocupación masiva de actividades, hay una industria, un sector económico manso que orbita fiel en los huecos horarios que le quedan al niño. Digamos que esa industria se ha formado y otras no, que es una gestación que viene de muy lejos. En lo hondo está la necesidad de tener entrenidos a los hijos, esos dispositivos queridos y caóticos que aparecen al acabar la jornada laboral y sabotean un sábado por la mañana que inagura el descanso semanal. La necesidad ha ido molturando la demanda, y han surgido constantes unos negocios modestos y vecinales, de marqueting blando, que copan con japonés, esgrima, danza jazz y hasta fútbol, el horario tomado de un niño.
Así nadie se deprime, por una mera y llana cuestión fisiológica. La felicidad, enfocada siempre desde un sentir más o menos espiritual, trascendente, acaba tardíamente revelándose, como una cuestión fisiológica. Hasta la religión cabe en una molécula, y esta es la gran revolución de los tiempos a la que los niños de los ochenta llegamos impuntuales. Seguimos buscándonos la felicidad en lo etéreo y ella amanece cada mañana entre las cosas y nuestra vena lúcida. Muchas veces permanecemos olvidadizos del antónimo de la felicidad, a la cual ondeamos, mientras la otra, la tristeza, se lleva como un tabú. En Facebook la tristeza es un tabú, no parece humana. Pero si se tuviese que responder qué es lo antagónico a la felicidad, qué genera su opuesto - la tristeza enferma - diría que es la no-actividad el mayor peligro para la integridad mental.
El quedarse parado, forzado, sin proyectos, sin compañeros de viaje, es la nada que infecta una cabeza despejada, y apaga el motor de la confianza. Después somos una cabeza vulnerablemente inteligente, esa fruta podrida en una cuneta de la vida a merced de la angustia, creciente y que rohe. Un proceso de descomposición, itinerante a la lisis.

Éramos felices en la infancia porque nos placaban el tiempo, lo reducían a aquel lapso de nuestras pupilas brillantes de canica, de noche, en la cama a oscuras, esperando a que el mundo ocurriese, en una espera adulta que moría al minuto por la fatiga y el cansancio. El reseteo nocturno del sueño nos depuraba la mínima angustia, y el despertador rompía el tiempo difuso y nos metía de cuajo en el hoy, en el andamio de un día de diez pisos que se erguía frente al tazón de cereales.

En el colegio pasábamos nuestra jornada laboral de mañana y tarde, teníamos media hora para ir a casa a comer, una hora de inglés extra en las españas, y menos de una para reponer fuerzas robando escenas a un prograba que mentaba: no te rías que es peor. Fichábamos por la tarde en el cole, y al salir, nuestra secretaria nos había apuntado a basket, o a futbito, que unido a las citas para comprar los sacramentales zapatos, ir al pediatra Steggman, visitar a las tías besuconas de caramelos pasados, y cumplir con los deberes cada vez más arborescentes y talluditos, no teníamos materialmente tiempo ni para llevar dinero a casa ni plantearnos ser padres a los 13, como nuestros tatatatarabuelos, ni un centímetro libre de espacio-tiempo para que creciese ninguna enredadera angustiosa y melancólica. La tristeza era una planta que crecía en otro mundo diferente a ése.

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