Se debería ayudar a cultivar el recuerdo de una infancia en los niños, antes que el progreso se lo arrebate todo y sólo le queden recuerdos.
El progreso nos despojó de nuestros paisajes, arrasó descampados, cabañas, frontones y pistas de bici, hubo un holocausto de escenarios. A un crío del siglo catorce le podían arrebatar a los seres queridos, a nosotros nos despellejaron la estética.
Estos pueblos de mar se construyen para los veraneantes, tienen un mimetismo de animal del verano, cuando se adaptan y se hipertrofian, su arquitectura cobra sentido con los meses de junio a septiembre, están más esbeltos, los ves que funcionan, su sonrisa mediterránea se arquea. Emerge su hechura callejera de pueblo de verano, emana una gloria costera, ambiental, amplificada y verbenera. Estos pueblos parecen montados para el verano, transmutan, se transfiguran, pues en invierno aparece la depresión, todo lo contrario, una apariencia melancólica y seca, con los colores blanco y azul de marinerito abandonado, un témpano de frío que congela la vida y la chernobiliza. El enero playero es la sede de la tristeza, que se arremolina por el paseo marítimo y cala en el pecho.
Un pueblo playero es una criatura esquizoide y sensible, una madre con una teta fría y la otra expoliadamente bella. Es la gran cacerola que hierve sueños adolescentes cada agosto, el notario cíclope que jura el amor a tiza y pared, el escenario cósmico donde despide su magia la infancia. Los pueblos de verano son sagrados hasta los veintitantos, los santos pueblos de agosto son mitológicos después. Esa hipertrofia en la curva del año los hace anfiteatro generacional, y los subsume a una pobreza estacional en la otra curva opuesta del año. Una aridez emocional, una decadencia vitalista y estética, que hace las veces de Venecia para las criaturas bucólicas y suicidas. Los paseos marítimos en febrero hieren, las tardes de julio cruzando las terrazas, excitan. Es la sensibilidad antagónica de los núcleos, de las venas, de las sedes del verano.
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