martes, 4 de junio de 2013

Croquetas nihilistas


La arena de la playa está de color crema, el mar azul pero satinado al máximo, porque la luz está en off esta mañana. La gran mámpara blanca de nubes es de mala calidad, el sol está desaparecido y a la vez colado por todos los poros de ellas. Son una barrera totalitaria que acabará cediendo, deshaciéndose. En el horizonte balear de este día tapado e inflamado a la vez, hay unas pintadas en ceras azules con tonos naranjas tímidos. Son estas semanas blandas de horizonte en que el cielo está patrocinado por ceras manley.
De vez en cuando la silueta de balón colgado del sol traspasa las nubes, e inmediatamente el mar charolea con esquirlas de brillos, la arena se pinta de marrón, y las ceras del horizonte añaden el fucsia. Su aparición revoluciona el cromatismo del ambiente de forma automática. Son los días que justifican todo ese sayo de los refranes seculares.

Pero uno ya está hasta los huevos de la comidilla del meteorólogo francés, que ha servido para fabricar un tópico, la muerte del verano, que alimenta la estupidez de tantas tardes y mañanas, la banalidad de miles de conversaciones lerdas que medran en la nada. Han pronosticado un verano cojonudo, dos grados por debajo del achicharre indeseado de los treinta y muchos, y con más treguas con lluvias del horno. Un verano fresco, espaciado y ventilado.

Pero a la gente le sale hacer canalones y croquetas con la nada, hacer tratados sobre la nada, rebozarse en exageraciones, chorradas, y a más parias en el karma, más churretes nihilistas. Gente que va de Shakespeare sin saberlo, la muerte del verano, inoculada televisamente, a zarpas, que es lo que tienen en la cabeza.
Se acerca el mejor verano de este siglo, y un puñado de hijos de puta cacarean polleces acústicamente contaminantes sobre los mares fucsias, la hacienda simpática y el verano frío.

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