viernes, 14 de junio de 2013

Postal geológica


Enfrente mío, el quid de Cala Morell. Un confín del mundo acaba en rojo, un granate pálido, y otro confín granítico y gris comienza justo en la ribera de enfrente, separados y subrayados por el agua turquesa alienígena. Dos transiciones geológicas escindidas, geología de postal, imán turístico. Y a lerdas, la playa más blaugrana conocida.

Empieza una ruta que da juego, el camino que circunda la cala deja de existir a trozos, hay que tirar la mochila, trepar por los muros junto al agua, caminar por las rocas que emergen en el agua y retornan al camino. Juegos espontáneos y desafiantes. Abandonas la cala por miradores abisales que caen en picado a las vistas del litoral, acantilados consecutivos con perfume de vértigo y suicida en el aire.

Prosigo a la vera de acantilados que huelen un poco a oxigenada y donde se apelotonan en su fondo los miembros pétreos de gigantes vencidos. Así de megalítica y cementerial es la cosa.
Oteo balandros que avanzan ladeados y parecen tejer hacia ellos la superficie levemente rizada del mar.

Me asomo al siguiente capítulo por una roca horadada del acantilado. El lecho de este precipicio permanece edénico e inmortal. Brilla. A lo sumo tres kayaks y dos naufrágos atracaron ever. El agua muge y parece pastar. El edén tiene su fuente natural que brota de un rocamen hueco. Los pájaros revuelan como en todo estreno de la escena de un paraíso. Pían en asonante con los brillos y con el timbre de las selvas y de los andes. El agua turquesa se alía con las rocas caídas y sumergidas del barranco y las hace gemas. Hay un brillo perpendicular, unos destellos coleantes y perpetuos que dicen que ahí está la belleza y no aquí arriba, que la de aquí siempre es mejorable. Es el cayo ever, el cayo envidia, el barranco edén, o el acantilado-joyería de la calle Pléyades.

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