viernes, 14 de junio de 2013

Camí de Cavalls, costa norte...


Debiera. Cuatro días caminando 90 km por Menorca, cuatro jornadas recorriendo a pie la costa norte. En el avión, estudiantes que desmigran tras los exámenes finales, convidados y primos de menorquines, que se parecen a más menorquines, y una manada de turistas prematuros que lo vulgarizan todo, la mañana, las cristaleras de la terminal, y mi camiseta de tectal. Debería.

Los procedimientos de las azafatas deslirifican mis sentires, regularizan el cerebro, y estandarizan la experiencia. Estamos en un puto avión-toca volar. A partir de ya el altavoz será un carrusel de advertencias y advertisements de una aerolínea menor, así que el contexto querrá ser protagonista por encima de cualquier introspección. Se podría hacer una monografía de despegares y cross-checks.
En los viajes, el alma suele partir ligera, descargada de todos los fajos que se quedan en tierra. Como estas almas ligeras y gráciles que tengo a mi vera, criaturas escapistas. Yo parto hoy con el alma densa. Dicen que cuando uno viaja, por muy en solitario que lo haga como yo, se lleva la vida a cuestas, como un polizón encubierto.
No sé, mi parte mimada se reconcilia con un enésimo viaje, mi cuota osada se envalentona con esta travesía durmiendo al raso y cargando petate, la global carraspea una edad, añora a la familia, y acata el jaleo de la parte aventurera. El destino del penal, Menorca, costa norte, verde junio, es un castigo llevable de unos jordis yeyés a otros jordis conservadores, que los empieza a haber. Qué fea palabra conservadores, qué raza tan mezquina que reduce la vida a una lata olorienta y sudada de conservas.

El avión planea ya sobre la fronda de mi reino de pinos y me hace desaparecer con un cohete. Abajo duermen, las dos acompañantes de mi vida, las dos protas que densifican mi alma esta mañana viajera.

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