jueves, 25 de abril de 2013

Parir un padre


El inicio de toda criatura humana remite a un romance entre dos jóvenes: la atracción de nuestros padres.
Ese episodio en que se conocen, y la secuela luego cuando alternan, se frecuentan, y se hacen compañeros íntimos de vida. Esa es la cascada biográfica que origina a uno como un torrente resbaladizo y casual de una montaña. Es nuestra parte frugal y fortuita que luego se cubrirá de causalidades y destinos. Pero somos seres accidentales y fortuitos también, expuestos a los sismos y al leve traqueteo, mal que nos pese.

En aquella montaña de donde brotamos, en esa tracción de dos personalidades, estaban todas las claves y el programa de nuestra vida. Pero curiosamente, surge un movimiento natural de la vida, y esa enorme montaña marcha a apretujarse en el espacio contenido del cogote. La vida creciente y opaca. La explicación de la vida, que es correosa, es algo de espíritu bibliotecario que no va con ella, afanosa de experiencias, y que no gusta de teorías cirujanas de uno mismo.
En el fondo, también colabora, la cobardía última de todos los seres humanos. La cobardía de los padres. No se hace explícita la teoría de uno, su origen, su verdad, un abrir las plicas de los padres desnudos y que sangren sus personalidades, su amor-odio mutuo, y se vea la foto movida de lo que tú realmente significas... porque la vida en último término es ese debate sucio entre el amor desinteresado y el egoísmo que tiene gula y hambre. El egoísmo negro campante en lo doméstico, la gran traición del maltrato oblicuo a un hijo, es una gran sombra arriba en el aire de una casa, posible y daliniana. Esos vapores de maldad aportan su presión atmosférica, y ayudan a dejar borrosidad en la gran historia explicativa de uno. Que no se refiere a las copas que tomaron treinta años ha, ni los bailes que pusieron sintonía a nuestra prehistoria, sino a los dos, padre y madre, sentados en un diván, con el tiempo y el mundo parados, mientras todos nuestros devaneos, ires, venires, tristezas, manías, se ven explicados mágicamente por una interacción, aquel motor de dos psicologías inyectadas, que iba girando y produciendo una personalidad, esto que escribe y tú que me lees.
Un matrimonio es un hatillo enfajado que no se suelta y ay. Una familia es un dispositivo, un cohete manchego que funciona y explota cada tarde y que no se cae a pedazos nunca aunque parezca destinado a ello. Y tal. En esos equilibrismos estamos. La tecnología punta y casera de las familias, a la última vanguardia psicológica, sea piercings, éxtasis líquido, o el Bieber. La impepinable falta de burocracia en una familia, de papeleo, hace que sea un animal tosco pero adaptadísimo a las vanguardias de villadiego, el sillicon valley hecho de pitotes de cada casa.

Lo de sentarse los jefes indios en un diván y tomarse el pulso psicoanalítico, es una quimera entre coladas y zapatillas parabólicas, teoría explicativa que apagadas todas las hostilidades cuando los gorrones han emigrado y los jefes indios ya no tienen cejas, empieza a destilarse en la cabeza de unos y otros, ya a posteriori, cuando todos los males y los bienes están hechos, como una manta de sabiduría que cubra esa sombra daliniana y funesta de daño a los propios hijos, los nuevos cachorros, y como una segunda oportunidad en la que el amor gana por paliza, para los ya abuelos sin cejas, con sus hijos indirectos, los nietos.

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