jueves, 25 de abril de 2013

Catedral de Monreale


Vuelvo a creer en Dios veinte minutos, que no es poco. O en los milagros. Catedral de Monreale, afueras montañosas de Palermo. La etiqueta reza: templo de inspiración bizantina, con techos artesonados y mosaico de pan de oro.

Los ojos confiesan: mimo abrumador, vaciado de alma a una causa, homenaje de los siglos al absoluto, neurótico o bello. Este lugar es molecularmente ominoso. Toda la grandeza de la catedral es un puzzle, cada milímetro cuadrado de pieza que explica que la suma de miles de nadas, botones de baldosa, dan la plenitud a una mirada. Mayúsculamente bello, catedral de catedrales, habitáculo de un Dios o lo más parecido a él. Iglesia de credo mestizo, en una Sicilia plurinvadida, templo más ecuménico que cualquiera. Todo con un tinte medieval y rupestre, que lo exotiza y humilla con grandeza. Creo más en el dios del siglo trece que en el del vigente, el actual.

Hay en su planificación y factura una noesis científica, una mirada concienzuda más allá de lo fideísta, su autor sería investigador sí o sí en la actualidad. Ese espíritu falla en la llama extinguida del cristianismo de nuestros días, que no es capaz de expresar esta ominosidad ni de lejos. Ni pasa por las cabezas rancias de sus últimos fieles el integrar la reciente ciencia y tecnología en sus edificios para expresar de forma tecnológica y artística su fe. Dios no entiende de código binario, como los jubilados. Se quedaron en los vitrales de Monreale, en la literalidad reseca del genio pasado, no son ya del siglo que corre, es un tema de protésicos dije ya.

Pero gente, uno del siglo doce o catorce era el que inaguraba el local este. Penetraban, sus ojos aquí, abrumado, flasheado. Y paseaban sus pies extraterrestres y pesados, un cielo, otro planeta. Automáticamente convencidos en el shock. Steve Jobs firmó el iphone muy zen y muy laico, sin referencia alguna a Yahvé. Lo más vaticano que hizo fue la versión blanca y pura del terminal.
Pero los genios manufactureros del pasado, tocados y absorbidos por el más allá, intentaban reproducir un cielo. Purificar todo el imaginario nacido de la tosquedad, en un mundo antiguo bruto, descontrolado, feo y doliente, mediante esa gruta purista y celestial, que proyectaba lo mejor y más excelso de la condición humana, un rincón posible sin malezas, premuras y las amenazas constantes de la angustiosa imperfección, propia y exterior. Un lugar donde lavarse todos los defectos de la condición humana y visualizarse un mañana, eterno o de martes, mejor y esperanzador.
Siempre en la intemperie de creer en lo invisible, en lo inexistente para los cinco sentidos, todos los que hay, y apostando a un más allá del universo y del espaciotiempo, donde las mentes más inteligibles del planeta no llegan. Por mis cojones. Ya.
Esa intemperie que obliga al proselitismo, a la propagación, a convencer al otro porque si no mi firmeza tiembla, a doblegar mentes con mis argumentos, como impulso perentorio. Si no, aparece una fragilidad por optar por lo sobrenatural, como quien obcecado exije mesa tras mesa su yogur sobrenatural, y se lo dan, bueno vale tenga
Al menos en el siglo XIII pagaban media entrada al cielo a los creyentes, con estos efectos catedralicios apabullantes. El éxito de los cristianos de entonces nada tiene que ver con el de ahora. Salvo todos los misioneros, en el trópico y en calle occidental, que bregan por hacer un mundo cósico mejor y se contienen con una sonrisa aplazada el lavar el cerebro a su prójimo, siendo apóstatas de estranquis, sin darse mucha cuenta, pero no evangelizándose su propio ombligo.

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