viernes, 26 de abril de 2013

Nieves García


A mi abuela la he visto con el pelo castaño en una foto no muy pretérita a mi debut en esto del vivir. Luego fue Nieves, como su nombre. A mi abuela nunca la lllamé para hablar, de tú a tú. Siempre fue una figura, mi institución infantil. Cuando yo nací tres abuelos míos estaban ya enterrados. Necesitaría una superanciana como la que salía en una serie de la televisión del momento para cubrir tanta tercera edad ausente. Ella me llenó las entrañas, más que unas expectativas. Todo niño necesita unos cantos redondeados en casa, a poder ser en el universo también. Una costurera con la cara redondeada y el pelo blanco de aureola, toda como un sol riente, sin ninguna angulosidad de los huesos, de la muerte, ni arrugada de vida, más bien regordeta, como una existencia feliz que termina, y que te susurre y disculpe del mundo impuesto como una compinche anciana de tu libertinaje. Mi abuela y yo nunca tuvimos un código, fue vigente antes de los tiempos. Llevaba toda la ingenuidad de una época consigo, y era una persona compuesta. Su cuerpo no se rompía en gesticulaciones, siempre fue una gallina sabia que no abandonaba una posición en el mundo, como un siglo sentado, y crisparse y erosionarse ya fue cosa de los que venían. Traía la guerra a cuestas, aún impactada como todos sus coétaneos, y soltaba oys entornando los ojos, asombrada de lo mucho que comía aquel, del dispendio de un banquete, de la suntuosidad de una casa. Oys guturales, movimiento de labios, y todo el eco de la galería de setenta años febriles y radicales, la desigualdad exterior de su infancia y de su vejez a tan distintas alturas. En Agosto siempre llegaba el día en esos veranos austeros, que mi abuela me sacaba al pueblo, me convidaba a un helado y unas patatas, paseábamos, nos sentábamos en una terraza, y tiraba arena al aire y al mar. Ella y su rodilla, que tanto la limitó, ella y sus baños de boya en el mar, destinos a los que llegaremos no sé yo si con tanta dignidad. Norcilla, vin noche, y llamarte por el nombre del nieto equivocado, santa inexactitud. Porque la lengua tenía unas constantes de siglos, antes de ser violada por toda la televisión, la publicidad y lo extranjero multiplicado. Ella no trataba con los palabros de las marcas, que se inflacionaban muy lejos de "Jabón Lagarto". Mi abuela no era cosmopolilla, escribía muchas cartas a sus hermanas en Irún, todas eran hijas de un ferroviario, dipersadas por el golpe de estado, y visitaba a una tía-abuela en Madrid donde se quedaba unas semanas.
Mi abuela llevaba todo el siglo en ella y no pasaba las puertas de eso llamado modernidad que todos calzábamos, versión tras versión. No eran gentes de seguir espirales. Mi abuela me imprimió un sentido recolectivo de la vida, yendo a buscar moras por los zarzales donde hay ahora chalets, con un seiscientos azul leche que nos recogía a la vuelta. El día que me dieron un premio al graduarme, ella estaba allí, con su bolso, con sus miles de costuras que pagaron panes negros, con su huida veinteañera en la guerra, entre bombas y familia dispersa, con toda la resistencia en una sociedad machista y misógina, con su pan duro que aguaba todavía en el café con leche, con un billete azul de quinientas pesetas que me daba a escondidas, y con una sonrisa hasta la garganta después de todo aquello, confésandome que tenía ganas de descansar y de dormirse, y sin apenas un gracias por haber salvaguardado todas nuestras semillas hasta la puerta, garante de sueños, mecedora de vidas, madre muerta y sin embargo inmortal

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