martes, 16 de abril de 2013

Años párvulos


De aquel piso junto al Arco de Triunfo en el que viví hasta los 3 años, recuerdo apenas una escena. Sentado en la modernez setentera de la mesa de la cocina, almorzaba el bocadillo de mi primer día esquirol de parvulario. Había conseguido escapar. Recuerdo como berreaba en el pasillo separador de las madres, y como las monjas desistieron de alargar el trauma. Al igual que al recién nacido no le convence el mundo exterior y llora deprimido, el parvulario, así, de entrada, no me entusiasmó. Creo que habité durante esos tres años de párvulos, el ecosistema más antiguo y de visillo de toda mi vida. Regido por Sor Jesusa, Sor Serapia, y demás sores sexagenarias, en las antípodas de los niños futuristas de hoy en día tutelados en primaria por jovencitas laicas. No había una severidad masculina innecesaria, no recuerdo crueldad ni una fijación por lo estricto.

En el bloque de pisos que hoy subsume lo que fue el parvulario de San Rafael, hubo en su día dos entradas, una clara con un gran vestíbulo donde nos venían a recoger, y una oscura sin vestíbulo que funcionaba de entrada. Un amplio pasillo de baldosa antigua comunicaba las dos entradas con la capilla, que no podía faltar entre tanto hábito. Luego sé que había unas escaleras trajinadas, de colegio: de granito gastado, barandilla de madera pelada, y testigo de miles de historias en su atmósfera, que parecía contenerlas incluso en silencio. No puedo reconstruir el plano en mi cabeza, no sé de dónde partían, pero sí que llegaban a una aula espaciosa donde nos mezclaban dos cursos, con los de un año más, y que tenía su propio patio en la terraza. Eran tiempos de ponerse en las minibicis del raíl circular, y dar vueltas pidiéndose un personaje de Verano Azul, evitando el salvaje de Pancho o el sosainas de Quique.
Se me han quedado grabados para siempre, los pequeños redondeles tersos del dorso del pan de la merienda. Esa proliferación simpática de circulitos con relieve que tenía el pan cuando lo girabas, era como un pan con diseño, con calidez, un pan juguete. Nos los daban con la pieza de chocolate, en el gran patio interior a la altura de la calle, donde se celebraban los carnavales y festivales de fin de curso que han legado las únicas imágenes para la posteridad. También había un comedor lóbrego de suelo verde, porque el edificio estaba desactualizado como las monjas, y estaba todo el pasado en él, sin ánimos ya de ninguna proyección hacia un futuro anciano, sin vocaciones y con la piqueta de las obras como destino.

Por las tardes, tras el parvulario, empezó la biografía, es decir, comenzaron historias que el tiempo ha prolongado fortuitamente y se han retenido de una pieza, estructuradas en la memoria. La multitud de otras vivencias inconexas, cortadas, con personas igual de emergentes como menguantes otro día, que nunca alcanzaron la categoría de hábito, son un tropel de recuerdos deslabazados que no se grabaron fácilmente en la memoria, al ser poco redundantes y no tener estructura. Pero aquellas historias que tienen continuidad, sea por afinidad o azar, se retroalimentan continuamente y tienen como una sede particular en la memoria.
De entre toda esa muchachada que fuimos a parar allí a los 3 años, no sé si fui yo, o mi madre, nos íbamos a emparentar con otro niño y otra madre hasta los 20 años. Álex y Herminia. Recuerdo esas primeras tardes de ocio, jugando en la esquina de Caspe y Nápoles mientras las madres tomaban un café en el bar de la esquina. De la tropa formaba parte José Mari y su hermano pequeño el Neuras, que venían de Logroño. A esa ciudad regresaron al cabo de un par de años, y se cayeron del grupo. Hay algo del troquelaje de los patos en estas asociaciones de los inicios. Las madres se unen en este vagar iniciático de un nuevo niño en un nuevo mundo, y se produce un anclaje difícil de separar. Los universitarios también se casan en las colas de la matrícula. Logroño tal vez nos quitó uno de los nuestros. Lo que unen los cortados de unas madres primerizas, no lo separa prácticamente nadie.

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