martes, 2 de abril de 2013

Memorias de un niño convencional


En mi habitación de niño han quedado poblando las estanterías, libros y discos. El centenar de libros deshechados que no pasaron la mudanza, y los formatos obsoletos de música que escuché en sus walkman y discman. En nuestros días la tecnología se come realidad, todos estos objetos hubieran sido engullidos, las estanterías no tendrían sentido. Todo cabe en una tableta de Pandora. Hasta las fotos que aún cuelgan y requerían la liturgia del revelado, hoy podrían no existir porque ya no entramos en la dinámica de procesar fotografías. ¿Qué estoy, ante un habitáculo fósil, un sarcófago arqueológico con columnas de cassetes, diccionarios físicos, archiveros y bobinas de cd's? ¿Qué sentido tendrán las paredes de los niños de los dos miles?

Libros, libros, más bien dos centenares. Llegó un momento que dejé de comprarme muñecos y me compraba libros, como criaturas de compañía. La mayoría no los leía, pero me los llevaba conmigo y estaban aquí, que siempre es mejor compañía y más prometedora. De hecho empiezo a comprar libros cuando estoy plegando del colegio, de mi era pautada, y entro en la selva abierta de la vida libre. Durante la escuela fui un niño tremendamente aplicado. Con horror uno repasa la semántica de aplicado: fui una criatura doblegada a una aplicación de otros, un fenómeno aplicado de doctrinas y teorías de vida de los demás, lo que viene a ser un niño. Fui rígido como una plica.
No es que existieran niños de ideas propias y preconscientes, con independencia mental de los adultos, ni que mis coetáneos rebeldes aprovecharan mejor el tiempo con unos videojuegos o en las pellas de los futbolines, más bien fui una criatura superobediente que se tragó todos los sobres de polvos culturales que una sociedad propone, y comulgué con ellos. Una época de mi vida fui sido convencional hasta las trancas. Cuando me crecieron los tejidos críticos en la cabeza, aquellos que otorgan por fin la neutralidad cognoscitiva, que permiten la objetividad, empecé a ametrallear o ametrallearme toda esa convencionalidad largamente ingerida.

Fui un niño intenso, de máximos. Sigo siendo una persona exhaustiva. Viví la infancia, toda mi vida de entonces, con una intensidad de horarios, ideas tirando a grandes y absolutistas, emociones domésticas en tensión. Viví grande, de talla intensa, como un animal vitalista. Viví mucho, en definitiva, y uno se pega y enrosca a la vida y la ama. En casa tenía en un pasillo, un monte de esos con agujero arriba que escupen lava, fuego y cólera. En casa siempre tuve un fenómeno volcánico paterno. Podría entrar en erupción un martes o un viernes, yo con mi 2+2 de niño distaba mucho de ser un geólogo o un psicólogo. De mi padré intenté heredar un interior magmático pero sin hacer participar a los demás de la irracionalidad desbocada, sin todo ese pringue íntimo de cólera y miedo. Fui un hijo de los que buscan ser un negativo fotográfico.
En otro pasillo tenía una mina inacabable de gratuidad y amor, un ejército de ángeles de la guarda que velaban por mi integridad y se ocupaban de pavimentar todo el suelo de mi futuro. Así que vivía en una casa con volcán y paz, como un magmático redimido, una excepción normal.

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