sábado, 13 de abril de 2013

La mítica salida de un colegio


No recuerdo ningún día de invierno cuando venían a recogerme a las cinco y media de la tarde al colegio, por la salida de Paseo San Juan con calle Valencia. Era salida para los niños medianos, de tercero a quinto de EGB, de los 7 a los 11 años. Por más que zambulla y sumerja mi memoria, no me viene a la cabeza un día frío o lluvioso, esas tardes se han quedado soleadas para siempre en mi memoria.
Hay un qué de evacuación en la salida del colegio. Nuestra primera salida del trabajo, que ya nunca volverá a ser entre patios, claustros, con mochila, zascandileando, con una ligereza e ingravidez única. Un gentío de criaturas desparramadas de su aula, que enfilan determinadamente su éxodo, como en excursión, sabedoras de su puerta de salida, mientras el director contempla el milagro que todos esos artefactos escandalosos enfilen orquestadamente su esfumación diaria. El tabaco lo inventó un día un director de colegio, tras la desaparición mágica de dos mil alumnos, no fue una mujer saciada, extenuada y multiorgásmica, en una caverna del Yucatán

Hacíamos nuestro pequeño éxodo del deber institucionalizado y corbatero en esos ciento cincuenta metros entre escaleras, claustro, patio de Cou y vestíbulo final. Tránsito hacia nuestros dominios, el reino vicario de la madre, nuestro habitat, el poder campar a sus anchas de nuevo, chillar, enredar, comernos el bocata de jamón dulce sin darnos cuenta que volvíamos a estar en el coto de la libertad, que regresábamos a nuestro lugar auténtico, nuestro seno, más allá de todo lo extraño y ajeno de la escolarización. Todas estas cosas para un niño de 7 años son ininteligibles, él sólo las protagoniza, las vive. Siempre la salida del cole es un momento mágico que se nos queda grabado feliz, y que no solemos pararnos a analizar nunca. Como las excursiones, cualquier episodio del patio, cualquier pachanga de fútbol de aquellos años, en ellos nadie nos controlaba y el tiempo estaba roto, desbocado, inflamándose, repletamente vivo.

Nos acompañaba nuestro amigo concurrido, eran tiempos de a dos antes de las pandillas. El amigo concurrido no tenía que ser tu preferido, simplemente era afín, bien porque las madres habían hecho su comandilla, porque vivía cerca, o porque la moda del momento os había hecho inseparables y fugaces. Entonces desembocábamos la manada bufalesca de niños en la calle, e íbamos a por el bocata, como cachorros, con nuestro egoísmo bien visible. Nadie se iba al minuto, porque cabía la celebración leve de cada tarde tras el colegio. Un cuarto de hora de juego, de fantasía, sin movernos mucho, hasta que dábamos con el bocata. Lo suficiente para que el coche mal aparcado, un seat 127 blanco con una raya roja circundante, no provocase una multa a mi madre. Lo suficiente para que las madres se pusiesen al día, ejerciesen el comadreo, deber de la especie, lo que luego, en tiempos más consumistas derivaría en cafés, meriendas, y chiquiparks, pero con los mismos consuelos mutuos sobre la pesadez de sus niños.

Y entonces nos íbamos. De unidades de a dos también, que el coche no daba para más plazas. Más de dos mil veces hicimos ese recorrido de cinco minutos cada tarde durante años. Bajar por calle Nápoles hasta Caspe, girar a la izquierda, y pararnos en el chaflán con Sicilia, para que bajasen Herminia y su hijo Álex. Antes un poco de charla conclusiva, un reclamar nosotros fugarse con la otra familia, mezclar los nidos, y yo solía conseguir acabar probando la "picsa" de jamón de Herminia, de la que todavía recuerdo exactamente el sabor, y me ponía a jugar con la consola de Álex, que gastaba de eso, o bien tirábamos para casa y matábamos la tarde baja con unos deberes o unos dibujos animados.

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