jueves, 18 de abril de 2013

Anatomía de una escuela


El colegio tenía un mapa de rutas para las diferentes tribus. Cada ciclo seguía sus puertas de entrada y salida, transitaba sus escaleras, acudía a su patio, y tenía sus horarios. Dos mil escolares fluían orquestados y engranados, era una república que funcionaba.

La entrada principal tenía a los alumnos de Cou afuera, de tertulia, entre seres bizarros con falda y tacones llamados mujeres que cursaban sólo ese curso en el colegio. La amplia puerta de madera y paneles translúcidos, daba al vestíbulo, con Marisol al mando de la recepción, una madre con rango y autoridad para nosotros. Es curioso como el niño respeta las profesiones, y atribuye una dignidad inmediata al lechero, al señor taxista, a la menestral recepcionista. Basta un título menor, ser del otro mundo de los adultos, padre o vendedor de helados, para que el niño lo vea digno e interesante. Ninguna profesión suponía más admiración y respeto para mí que la de vendedor de helados. Ellos tenían la llave de mis deseos, y los tenía en un pedestal. Mis hermanos tenían al hijo del dueño de una heladería en su pandilla del verano, César, alias el albino. César era para mí Dios, y prueba ontológica de ello es que me regalaba helados y yo pensaba que estaba enchufado con los de arriba.

Marisol nos daba los tarjetones azules de comida a quinientas pesetas el ticket, si nos quedábamos algún día suelto a comer. Nos guardaba el trabajo manual o el bocata olvidado en casa, que nuestras madres traían a media mañana, tras llamarlas por un teléfono verde a monedas, que funcionaba con dos duros. Y Marisol tenía un micrófono con un botón y era escuchada en todo el colegio por la megafonía, eran las voces celestiales que acababan con soniquete de bingo: Jaume Alonso, Ja-u-me Alonso, a-portería. Clac.

En un ala del vestíbulo, los profesores subían a su caverna, una sala para ellos en la que nunca había niños y supongo que ellos continuaban su vida. Porque nosotros no nos imaginábamos para nada, que ellos tuvieran vida. Nuestra noción los asumía aparatos de carne y hueso que se dedicaban a la enseñanza y a regañarnos, luego iban a una cápsula, y al día siguiente regresaban a clase. Era como un poco obsceno, imaginarlos cenando con su familia, verlos en pijama y babuchas, pensar que salían por la puerta del colegio y eran otros, civiles y desligados de nosotros, su verdadera cruz y familia. Sobre los hermanos maristas, creíamos implícitamente que vivían en cuevas, y boca abajo. Inconscientemente creíamos teorías así. Las que creen los niños, y no tan niños, si no nos paramos a formularlas.

La otra ala de escaleras del vestíbulo daba a la sala de máquinas, que era la secretaría, donde una sola persona tramitaba el inmenso papeleo del colegio, una mujer menuda y nerviosa que vivía allí arriba y destilaba eficiencia por los cuatro costados. En esas escaleras se posaban los niños de seis años a ser reacogidos por sus madres.

No hay comentarios: