Pasan los régimenes políticos, los formatos de música, el muerto ene en Palestina, y en los campeonatos mundiales de deporte se siguen dando medallas. Quicir, medallas como pines, sellos de ocasión, medallitas militares. Eres el hombre que nada más rápido del planeta, le vamos a dar al nene una medalla. A ver, un poco de innovación. Oro, incienso y mirra. Oro, plata y bronce. Ad eternum. Está tan manido, que ahora todos los campeones muerden los oros como síntoma de falta de imaginación. Las medallas no pueden ser tan planas, tan repetitivas, tan poco singulares. Vamos a dejar lo de oro, plata, y bronce, porque lo del laurel lo dejaron para los pollos en cazuela. Quien tenga huevos que en una edición ponga grafeno, silicio y azufre, con un par.
Pero señores dueños del olimpismo, la medalla ha de ser más famosa. Nadie nunca ve ni el diseño de cada evento, a menos que se compre el almanaque para frikis en el quiosco. Díganle a Johnatan Ive, diseñador de Apple, cúrrate unas medallas, que la presea al final tenga pedigree, que se hable y se muestre, y deje de ser un mazacote que pasa desapercibido, que no se muestra porque recuerda a las medallas que los padres pueden comprar en carrefour para el equipo malote de sus hijos.
Sabemos que la medalla es canjeable por una beca, un modo de vida para no futbolistas, pero ya que de oro tiene un 1 %, currémosnos un poco más los trofeos. La copa de la Champions pesa menos que las rocas en los westerns baratos. Todo su glamour se evapora cuando ves que con un dedo la sujetan. Hay equipos que tardan cuarenta años en conseguirla, pero luego un niño de un año podría levantar esa chusta. Así llegamos, al anquilosado Old England Club, la única entidad que se vanagloria de ser viejales, y tal que una reunión aristócrata de tupperware endosa al campeón una ensaladera, si te gusta bien si no te damos una aceitera o un jarrón chino robado en el siglo XVI.
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