miércoles, 28 de agosto de 2013

Edimburgo


Mi compañera es urbanita y tras cinco jornadas de Highlands, llegamos a Edimburgo para equilibrar las filias. Estas capitales del frío, a una y otra orilla del atlántico, despiden un olor a comida caliente. No es la especiada y oriental de Amsterdam al salir de Central Staation, donde Holanda huele a Indonesia, a su colonia. Aquí recuerda más al olor neoyorquino, toda la atmósfera, medievalidad aparte, es pariente del frío en Manhattan.
Y Edimburgo es autista, vacía de humanos y vida por arterias centrales, como rehuyéndolos. Centro sin bullicio, más que el turístico y comercial, aislado en calles equix, flanqueadas por calles Y desangeladas, antónimas y ausentes. Cuesta digerir esta compartimentación del bullicio, un centro ciudad bifronte y contrario, algo esquizoide. En general estas ciudades nórdicas ya pecan de toques de queda públicos, ausencias de humanidad apabullantes los domingos, encierros caseros más allá de las seis. Por eso al visitante le invade una sensación autista, mineral, de la ciudad con corazón despoblado, que es asaltada por una cotidianiedad climática extrema.

Ciudad de cañadas y desfiladeros empedrados, molicie grisácea y medieval, de piedra tiznada, bombardeada de tiempo y contaminación. Copada de múltiples chimeneas, que evocan a los deshollinadores y a las canciones de la Poppins y nuestra infancia. Sobrevienen por sorpresa calles institucionales, de edificios oficiales, como sucede en Londres y París. Tramos donde la ciudad se suspende, y la continuidad humana toma un lapso de ministerios, delegaciones y tribunales que la vuelven burocrática y palaciega.

Pasan lobos de mar tatuados, teenagers maquilladas a morteradas, hippies viejunas muy rurales, muy brit; pasan las víctimas de las heridas de la pobreza y el alcohol, mucho colgado, borracho, tullido, palurdo y gente cutre. Toda la decadencia británica con aliento a víscera y alcohol, alejada del radio de la capital del Imperio.

A ciertas alturas del ecuador, inhóspitas y gélidas, la gente se puede colgar, quedar colgada, de estos altillos de sol anecdótico. Hay más riesgo de írsele uno la pinza, que sujeta la cordura, y es venir a estas altitudes del globo, y comenzar a ver por la calle algún loco ya de la otra acera, como aquel tonto del pueblo nuestro siempre presente.

Edimburgo estaba sitiada de españoles, país crítico que nos delata cada vez más de los impolutos italianos, allí éramos dos tribus textiles paseando el casco viejo. Y en los albergues hemos conocido a padres de familia rebotados al mar nórdico por nuestra bomba inmobiliaria, maduros que bregan por un sueldo que enviar a casa, y duermen en un cuarterón de quince camas, tras una cena de sopa oriental de sobre de veinte centavos. Orgullo el justo de pertenecer a según qué colectividades.

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