viernes, 9 de agosto de 2013

10:45 de la mañana, agosto de 1983 [3/3]


El primer bien público de un niño es su bicicleta. Es el primer vehículo, la primera posesión del patrimonio. Para nosotros cumplía con la parcela del disfrutar motor. Un renacuajo se alboroza al correr, con los primeros sprints, saborea por vez primera la velocidad, autoadministrada. Manejar la bici forma parte de este paladeo de la autonomía y el fruír del movimiento. La bici se sacaba siempre como un juguete, y trasladarse era sinónimo de aventura.
Todos rallábamos los coches de los vecinos llegada la edad iniciática de aprender a ir con dos ruedas, mientras se rallaban nuestras rodillas. Yo lo hice con una bici repintada, de un azulón oscuro, y sillín añejo de piel marrón. La primera bici de verdad, me cayó a los 6 años, al acabar primero de EGB con mis primeras notas de empollón. Una BH California roja, con los protectores y ruedas amarillas, buena bici. Llegó vía regalo por un depósito bancario de mis padres, cuando los intereses monetarios estaban burramente en un tumorado 20 %.

El verano tenía su gala inagural en la verbena de San Juan, mediterránea, oficial, en aquellos lares. Los mayores tiraban petardos y se cargaban algún contador de luz. Al día siguiente, madrugadores, los enanos recolectábamos los petardos fallidos que se podían recuperar. Desde nuestra limitación, nos hacíamos con todo lo gratuito que los demás desdeñaban, como buenos rapiñadores.

No recuerdo los mil y un juegos que practicamos en aquella calle, todas las fantasías que aplicábamos y que se han zambullido en la memoria. Los hechos más traumáticos, como los accidentes físicos, las lesiones en su apogeo, junto con los hechos más apabullantemente dulces, como el éxito ante masas, la dicha de cualquier juego en la primera infancia, o los subidones adolescentes junto a una canción... por algún motivo escapan rebosantes los umbrales de la memoria y nos queda un recuerdo desdibujado y moteado de ellos.

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