Los esguinces de los cargadores de móvil, cuyos cables asen pesados aparatos que los desgarran de vez en cuando. Así comienza esta mañana, en este llano prematuro de las siete de la mañana tan idóneo para la escritura, y del que he estado tan ausente. Hoy emigran nuestras vidas a Escocia, en un postergado viaje a la cola del verano. Últimamente no ha habido tanto parné para la movilidad exterior, así que se regenera la inocencia viajera, cosa de los pobres. Ser pobre no es tanta desgracia, mal que les pese a los pijos, pues brota la inocencia y las ganas de rebañarlo todo. Es más otra versión de cualquiera, de uno mismo, muy estandarizada y viable en este mundo.
Scotland, que como veis ya es otro país diferente a Escocia, que suena a sobre de sales digestivas, nos espera una vez desgajada su mitad, las Lowlands, que casi nadie quiere y separa en la carnicería previa de un viaje. ¿Tan lejos os vais? Pregunta recién hecha desde el paletismo más decimonónico. Sí, a las Highlands, que son todas ellas vergel. Es uno de esos territorios donde tanto monta monta tanto, allá donde te desplaces vas a ver una exhuberancia dramática de la naturaleza sin dirigirte ex-profeso a las visititas de turno. Trossachs-Fort William-Cairngorms-Edimburga - esa nueva capital fémina, teutona, travestida y burlesca, que me acabo de inventar para Escocia -, éste será el itinere que jalonará nuestras excursiones, el paseo de siete días por un bosque kilométrico prestado que amaremos furtivamente. En compañía de mi Roper particular. Declaro que cinco años de relación, más que una licenciatura dan un Roper certificado. Un amor que ya parece de los setenta, robusto, irónico y con un cariño café amargo e imprescindible. Cuando ya habéis puesto la séptima marcha, como los Roper, de tractor indestructible y renqueante, ya has aprendido a tratar a tu pareja hasta la tercera edad, ella ya es un satélite placentario de ti mismo, inseparable, hasta Alcalá Meco y más allá. Y Escocia ya no será de tweed sino un viaje a cuadros moniqueses, de charlas negras de cerveza en pubs, alusiones a la hija copilotando por la derecha, excursiones interpelados por tu Roper, como tu vida, y uno feliz de ello.
Eso sí, cartas, de despedida, sólo le envío a mi compadre literario, al que dejo con la abuela, a Kobe. Carta a mi perro:
No sé dónde naciste. Mínimo, trotante, sin mi apellido. Tú siempre desde tu atalaya afectuosa, pues no hablamos los mismos idiomas. Ignoro totalmente si te hicieron daño. Todo este escrito gira sobre esos dos años que no nos cruzamos, esto es una carta a un perro adoptado. Soy tu padre adoptivo, más padre que lo otro, y por eso me preocupo por ese tiempo sin tutela, ese tiempo errante o vagabundo. Porque tú, hijo mío, eres el único de la familia que has sido vagabundo, que has dormido en la calle. Tú, autosuficiente a parches, en tu torre de marfil afectiva, va y luego te desintegras, te vuelves pavor de soledad, y te desgarras en gemidos y llanto. Y necesitas la compañía, mi compañía, de forma desesperada. Tienes un hondo respeto por la condición humana, todo lo contrario hacia cualquier perro, de los cuales sólo ansías venganza. No sé tu historia hijo, esos dos años, pero me marcas ese hostigamiento del que fuiste víctima por los perros, y más tarde en la perrera te llegarían los parabienes de humanos ejemplares. Porque tú, ser noble y majestático, habitaste perrera, vienes de una perrera, del club de los abandonados, y me enorgullezco de subsanar un poco este desaguisado cósmico. Y sigues en tu autismo afectuoso a topos, y no tengo ni idea como haré cuando no estés, ni absoluta idea. Porque te he ido echando de menos por adelantado, y tu recuerdo sólo me hará ver el ocaso de las cosas en este mundo, su finitud precoz, la pérdida y muerte de un amigo.
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