Mil doscientos kilómetros en cinco días nos han dado para unas Highlands. En los sureños Trossachs, Escocia tenía todos los colores aclarados, sin el turbión del frío y el agua, un croma despejado de verano apacible, la tarde de parque que dura tres meses. Más allá, Glencoe, el vasto valle tétrico, tenía los lomos rizados de verdes y no estaba teñido de desolación. Porque de las capitales al norte, hay unos hiatos de vida, parten inconmensurables valles marcianos sin rastro de humanidad. En Fort William nos desayunamos por primera vez unas patatas y sus steak pies, y hemos ido reponiendo ese cargamento de fécula en el estómago, pues cada vez descargan una carretilla de tubérculo al emplatar lo que sea, y nos empatatan. El engrudo no nos infarta porque lo regamos con "ales", cervezas cremosas, artesanas y pardas que cada localidad fermenta.
Los Fish&Chips son establecimientos con su propia econometría. La mayoría de ellos siguen inmutables a las décadas, sin modificación alguna ni inversión acometida. El mismo panel de comidas intacto desde los setenta, el mobiliario a juego, local inalterado casi desde su primer día de uso, dependiente-propietario sexagenario defendiendo su modus vivendi. Sal, vinagre, o gravy, tú decides.
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