viernes, 9 de agosto de 2013

10:20 de la mañana, agosto de 1982 [2/3]


Las calles tienen básicamente asfalto, y una sociología en sus márgenes. Primero te toca una familia, y luego te toca una calle en la rifa. Un muestreo al azar que contiene un poco de todo. Mi pandilla y la de mis hermanos ya estaban escritas cuando compramos aquella casa en el año 77. Esquina superior de la calle, los vecinos más burgueses, de arriba de la calle Balmes, con hijos de abajo, los gemelos más gamberros de la urbanización, Luis y Antonio, por este orden eufónico y oficial. Ellos me bajaron los pantalones cuando apenas me doblaban la edad, en una burda humillación gratuita; vaciaron un tonel entero de licor encharcando todo el garaje de mi casa; campaban con toda licencia con su cara angelical y nariz pelada, ante la negligencia pija de sus progenitores. El padre matemático segaba la esplanada inmensa de césped de su jardín con algebraica puntualidad. Nosotros teníamos ahí nuestro pequeño Maracaná, tras unos setos estaba la gloria de nuestra fantasía, un campo tan bien parido y segado que a nuestra diminuta escala era como jugar en primera división. Luego venía el padre geométrico con un pito, y daba por finalizado el partido, en un vahído emocional. A ese padre euclidiano, por una extraña fórmula compensatoria, le debíamos la gloria de ese campo de césped reglamentario y la plaga de sus hijos pendencieros.
Enfrente suyo, un Jordi y un Álex tenían edad capicúa con mi hermano y conmigo. Ni nos llevamos ni nos dejamos de llevar, y si hubiesen pasado cien años, todavía seguiríamos sin congeniar. De hecho aún viven a treinta metros y parecen treinta siglos de distancia. Los siguientes solares calle abajo eran un terreno sin edificar y un descampado, que en sus aceras era el campo b de fútbol, y la zona de un campo de baloncesto. Aquí nos esculpimos como deportistas.
El descampado era una puerta espaciotemporal a la naturaleza. El terreno virgen de nuestra tribu, aquel que nos precedió. Allí proliferaban los caracoles que cazábamos infantes tras la lluvia. Habitaba a veces una culebra, que acababa pisada y muerta, pero era lo más exótico y fiero de nuestros alrededores, y nos la imaginábamos como una cobra negra letal. En él se nos colgaban las pelotas, y teníamos que adentrarnos entre zarzas, arbustos, restos de podas e insectos. Ese descampado fue testigo de toda nuestra niñez, y era una casa más de la calle, un elemento comunitario entrañable.

Frente por frente de mi casa, estaba Miguel, mi compañero de faenas hasta la adolescencia. Fue un niño adoptado desde los 8 años que se supiera, quiero decir, un dia los malévolos de Luis y Antonio se hicieron con la exclusiva y diseminaron la noticia entre todos los niños de la urbanización. A nosotros no nos cambió nada el concepto, más allá de un tonito conmiserador al explicarlo imitando a los mayores. Qué carajo hacía diferente ahora a Miguel.
Luego, todo empezó a encajar. Que Miguel y su hermana Montse no pudiesen salir porque tenían que hacer los lavabos, fregar las habitaciones y barrer toda la finca cada mañana. Que se les juzgase y culpase de ser como eran, niños imperfectos, porque no cuadraban en el diseño de cóctel altoburgués que buscaba Magda, su madre adoptiva. Que en pleno agosto, cuando venían los sobrinos biológicos, desapareciesen a un pueblo perdido de Alemania con unos parientes "lejanos". Que comiesen aparte en otra habitación, a la hora de las visitas.
Miguel me sacaba tres años, pero nos entendíamos. Él luego me adoptó a mí a los 11 años, cuando se mudaron a un apartamento altoburgués recién estrenado en primera línea de mar.
El resto de la calle hacia abajo sólo contenía amigos de la panda mayor, la de mis hermanos.

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