No es que este avión sea un contenedor estéril para la literatura, esa fritura que es como una tempura sugestiva de las cosas. Pero la escritura sí tiene su calendario y sus lugares. Que gasta horario vamos. La lírica se me enchufa metido en el bosque solitariamente pastor de Kobe. El madrugar es un llano propicio para la escritura. Una elevación al cuadrado de día en blanco más papel en blanco, de silencio universal y sobre todo humanoide, en que la ocasión merece unas palabras que sean pura novedad y estreno.
Me imagino que nuestras antenísimas invisibles operan de este modo.
Antenas, terceros ojos y olfatos como radares. Toda esa chamarilería sensorial que no es oficial, nuestra parte cognitiva brujeril, centella, que explica lo que es tener un duende interior. Tú tienes un trol bonita, un hobbit bobo, no te subas a la moda que tu fashion pass está más consumido que "tu mundo interior".
Las antenas, esos apéndices de los que llevan algún tipo de pelaje artístico, los nada uniformados, los que se atreven a peinarse los caos. Yo, claro, entre ellos.
Muchas veces lo de menos es lo que pasa en nuestras vidas, sino el burbujeo de todo lo factible y futurible, ese aura de posibilidad que runrunea. El fragor de un viaje próximo, el crepitar de un romance creciente, el rumor sobrio del mero optimismo que siempre está alerta. Nos vivimos el futuro sin querer. Nadie se cree eso de su propia muerte, como para tenerlo anotado en la agenda.
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