sábado, 5 de enero de 2013

El legado de Johan


Johan Cruyff no sabemos de qué tribu venía. Es una criatura que irrumpe, tal como se saltó la valla de Wembley tras el gol iniciático de la gloria del Barça. Salta una zanja, en su modo de hacer silvestre, salvaje. Salta un despacho, una institución, y suelta su aforismo de granjero holandés. Es más, saltó un palco en los ochenta, y bajó al césped en pleno partido, desautorizando al bueno de Beenhakker, soltándole consejos tácticos en el mismo banquillo.

Es el Abraham ateo del barcelonismo, el que trajo las tablas de la ley del toque, el descaro. Su locura, la irreverencia de jugar con tres defensas, una batuta enclenque de Sant Pedor, un mago danés lento y flojeras, un guipuzcoano narigudo e invisible que no veía ningún defensa, un pucelano discreto de pantalón subido, aún más intangible, profeta del dios Sergio Busquets. Un enano musculoso de Tolkien que pasaba la pelota siempre para atrás, y se elevaba a los cielos de Kaiserslautern y media Europa, siendo el núcleo de acero en la medular, y capitaneando con su garra el plantel de talento natural, que siempre es una cosa tímida y blanda.
Johan fue un viajante naranja que vino para quedarse y trasplantó el tulipán de locura que no tenemos en Barcelona. Patentó el portero pasador, buscó centrales hábiles, y encontró a uno de pelo pincho, artillero trascendental ahí detrás.
Su hocico olisqueaba peloteros y repudiaba el resultadismo. Convencido de que el fútbol era una cosa natural de la granja y las plazoletas, confiaba en la cantera como quien siembra su cosecha de tomates. Este es uno. No tenía miedo a perder porque no le importaba eso. Se encontraba con las victorias en la madrugada de la vida, tras bailar toda la tarde en Atocha o el Manzanares. De la vida le importaba la vida, su espectáculo, los marcadores luego eran esos únicos 3-6, 4-3, 2-5...
Reclutó a dos carrileros de la cantera, enanos y recaderos centellas. Confío en un profesional Amor, que fichaba cada tarde y se llevaba luego copas y toneladas de apego a casa. Eclosionó el equipo el primer año de gloria con un Goiko extremo que no sé porque no fue finalista a Balón de oro ese año - venía de Osasuna tal vez. Se sacó de la manga a un zíngaro búlgaro, maleducado, todo cojones, temperamento del silencio mágico de Laudrup, Eusebio, Amor, Beguiristain, violencia compensatoria del alma blanca del equipo. En el arte no hay colores odiados. Se aseguró la maquinaria con una hábil suplencia de Salinas, el esquizodelantero genialpatán y entrañable.
Instauró el fútbol total que comemos cada día en Barcelona, y hasta creo recordar que en un momento dado O baixinho vino a hacer unas cosas por aquí que no he visto en la vida, funambulista sobrio del gol.

Luego el Tiempo inventó ese aparato metrónomo y posición única que es Xavi, con las mismas pautas de físicos débiles y limpieza de agresividad, la justa, post-rexachiana, sin un estrés que no los eternice año tras año, exhibición tras exhibición.
El Barça es una feria perenne de fútbol. Con la monstruosidad de Alves, el defensa-delantero, de raya a raya; el dríbling sosegado y/o perfecto de Andrés Iniesta, otra cumbre del fútbol; la intangibilidad de Sergio Busquets, el rasgo de excelencia indestructible del equipo; la humanidad y elegancia de Pep Guardiola, orgullo nacional, que pone las dos mejillas porque la vida se lo ha dado todo y es de bien nacido ser agradecido; y Lionel, Messi.
El ser superior.

Pero el precursor de todonfue el loco de Johan, el que se saltó el amarrateguismo secular con su temerario fútbol espectáculo. Pasamos de celebrar una mendrugosa y rancia recopa en Basilea, a jugar con once canteranos campeones del mundo y tener a tres de ellos en la final del Balón de Oro... qué grande eres puto holandés!

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