Otro verano fuimos a visitar a un tío de mi padre que por colaterales de la guerra había hecho su vida en Agen, próximo a Tolouse. De Francia, del mundo vocacionalmente democrático, sólo había visto su huella en Andorra, aquel arsenal de productos en los hipermercados, más trepidantes, con más color y magia. Esta potencia ya país adentro, proliferaba fielmente en todos los detalles. Nos llevaban unos cuantos años. Años de evolución, si no de qué.
De baloncesto no tanto, en aquel año de 1984, a las seis de la mañana, 10 de agosto, recuerdo levantarnos legañosos para ver corbalanes, epis y martines, ganar una plata olímpica frente a un imberbe y terrícola Michael Jordan.
Estos viajes me sirvieron para tomarle el pulso, pasar un escáner entonces bastante inoperativo que en otras visitas con la cabeza adulta podría utilizar. A países como Italia, Francia, Suiza, y también a buena parte de España, pues en el 85 a mis padres les dio por ir a Almería pasando un rato por Bilbao. Fue una ruta desbocada que cruzó Salamanca, Oporto, Lisboa, Algarve, Doñana, Sevilla, Ceuta, Málaga y Carboneras, sin ningún. Mis padres y su pareja amiga que nos acompañaba, se liaron la manta viajera a la cabeza, y yo no recuerdo quejarme tampoco de por qué ahora éramos una familia itinerante. De esa singladura alrededor de la península saqué un órgano casio en Ceuta, y me llevé datos. El órgano me puntuaba mis ensayos con unas lucecitas que despedían una melodía enérgica y veraz según lo bien, reguleras o mal de la ejecución; los datos que me llevé, fueron cosas como la malaguidad, la sensación de cruzar los páramos extremeños, la inabarcabilidad de Doñana, la gratuidad de Andalucía, y otras líricas que años más tarde he podido rescatar de ese testimonio entonces mudo poéticamente.
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