El terrorista talibán de mi infancia fue el practicante. Mi matanza del cerdo particular. Cuando el timbre de casa anunciaba su macabra presencia - de torturador de niños - yo, o mi hermano, corríamos a hacernos fuertes bajo la cama de mis padres - porque vivíamos en un séptimo -, y mi madre se las veía y las deseaba para conseguir una fuga múltiple de nuestro alcatraz acostado. Arrancados, sucedía el pinchazo. La antesala del lamido alcohólico en la piel, gélido, con algodón, como una liturgia, sorpresiva y pavloviana a la vez. Y la agresión intensa y concentrada en un milímetro en flor de tu cuerpo, agujereada, con todos los sensores hiperactivados por el miedo, y la reverberación de la expectación en un momento previvido tantas veces. Pavor.
Luego pasaba y ya, me compraban un Frigurón, hasta la próxima, pero sin fortaleza para relativizar ese dolor tan puntual como fugaz.
Aquel practicante calvito, rechoncho y con bigote, muy tintinesco, que luego me cruzaba sin armas en la calle, tenía una profesión en la que los niños veían un holocausto y le odiaban. Practicar era para él pinchar, ir agujereando a la gente como mal mayor o menor. El problema era que se puede ejercer de picador sin tener mínima psicología, sin ganarte para nada a niños y ancianos. Hoy en día veo odontólogos infantiles que son Ronald McDonald y los niños aplauden tras la rajada. En los ochenta, período aún de glaciaciones emocionales, el picador se limitaba fríamente a pinchar dermis e inocular la solución medicamentosa de turno, saltándose toda la parte de los reyes magos, el niño jesús y la vulnerabilidad infantil más básica y elemental.
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