Como niño cabrón, que todos tenemos brotes, contemplaba la sesión de severidad de mi padre prohibiendo salir a mis hermanos con cierto regocijo de esbirro. Era noche de fiesta blanca en alguna discoteca de verano. El salón tenía desplegada toda la blancura inocente de las prendas de mis hermanos y sus amigos, pero quedaban maniatados por la intransigencia de mi padre. Eran tiempos de marcha aún con ecos cabareteros en las boîtes y discotecas, con costumbres guatequeras en las fiestas privadas. Más tarde apareció esa modernez tan rompedora como estúpida del acid, sus chapas y la primera música maquinal, movimiento que nadie sabe bien a fecha de hoy qué significaba. Los niños nos quedamos con la fosforescencia, y los no tan niños adivino que también.
Las fiestas de cumpleaños en los veranos de los primeros ochenta, suponían un excedente de golosinas, nocilla a discreción, y se podía repetir de mirindas. Cosas de las que había escasez para una familia media de la época. Luego los cumpleaños se prolongaban con los juegos clásicos: la manzana colgada, las carreras de sacos, los ojos vendados en harina o con los bizcochos mojados en chocolate. Sí, la prehistoria de las fiestas sin hinchables ni payasos, pero una odisea de diversión para esos niños patilleros y melenudos que hacían cabañas en los árboles.
Yo llevaba una vida de hermano pequeño a rebufo, de las aventuras de la pandilla de los mayores, chupóctero o desterrado según la ocasión. Podía jugar al cinto quemado, ser una base distante en el béisbol, colarme en las convocatorias a la piscina de la vecina rica, asistir de estranquis a sus fiestas de cumpleaños o ver la tira de cohetes desde lejos. Cuando les vino el pavo, éste me desplazó a otra tribu diferente y separada. Sus amigos de la infancia, con el carismático Gustavo al frente, son ahora como parientes de uno, además de vecinos vitalicios.
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