Amanece en Porto con una resaca de niebla sitiando la ciudad, niebla, o bruma atlántica. La bruma es efectista y dota de carácter legendario donde se posa. La historia es otro turbión más profundo de leyenda. El tenis del colonialismo, devolvió a los imperios europeos a sus dimensiones pretéritas, entonces igual de originales que de miniaturizadas. Esta pérdida fulminante de franquicias e ingresos, con una reducción de aparatos y gastos tardía y demorada, es lo que viene a dar la decadencia secular de británicos, españoles y portugueses. La primera triste, engreída, rancia y democratica; la segunda violenta, cainita, abrupta y cutrefacta; y la tercera desoladora, pues Portugal de regreso a la metrópolis es muy pequeña, y Brasil, tan perdidamente grande.
En viajes felices a uno se le destapa una juventud fresca a borbotón que ya menguaba. Tras varias horas en la ciudad - en esta segunda venida, que ya no tiene la falsedad vitalista de la primavera y sus ropajes, en aquel abril de 2012 -, uno claudica que empieza a estar enamorado de Porto. No me resisto a esta belleza bruta, cargada de impurezas, desfasada y vetusta. Además, vengo de la capital de la belleza neta del sur de Europa. Me doy cuenta que Barcelona tiene una singularidad de nivel planetario. Algo que los locales no tenemos del todo consciente. Hablo que tiene un motor dentro, un relé, que es una vocación renovadora imparable, con poco parangón a escala planetaria. Nueva York tiene esa dimensión también de bestia, cosmopolita y aglutinadora, que la hace capital oficiosa del mundo.
Barcelona es una bestia remozadora, vanguardista en lo urbano, catedral del diseño, y que como contrapartida ha borrado tanto pasado y tanta menestralidad. En Barcelona no hay sitio para lo cutre, lo imperfectivo, y lo vetusto, es una especie en extinción. Y en parte es una ciudad tan poco bruja, que previsiblemente al llegar a Porto, antípoda estética, uno es seducido por su imperfección, estatismo, improvisación, ausencia también bestia de vanguardias, aquí especie más bien de zoológico.
Aquí deseo que no llegue ese momentum histórico corrosivo que todo lo borra y nada mantiene, esa plaga de la modernidad. La innovación que se gusta y acaba derrocando y tiranizando un diseño clásico y heredado de las cosas. La rebelión absurda de los herederos que se niegan, la creatividad radical que se siente autosuficiente.
De esta forma se eliminan las impurezas dentro de una estética, tal como un pibón de nuestros tiempos depura su perfección por todos los flancos. Dieces estéticos nos vadean. Barcelona es la ciudad pibón, y se la rifan los turistas.
Pero aquí en Porto todo puede pasar. El día y los lugares están preñados de explosividad, en medio de los pubs zoológicos de diseño una puerta abierta deja ver los bajos de un desván de otros siglos, donde su propietario maneja útiles y sacos que dejan con el culo torcido a las almas modernas que frecuentan los bares. Tecleando a tu iphone 5S enviando un wasabi, te cruzas con un calderero y un afilador, y te invade esa sensación tribal, precaria y posibilista, que tu biografía puede virar y estallar en cualquier momento. Ese sentimiento que está ya entumecido, mortecino, en las ciudades lisas y previsibles de Europa, incluida Barcelona, y que excluye a toda la morería peninsular de Madrid y sus radios.
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