martes, 12 de noviembre de 2013

Las alquimias domésticas


Una pareja deriva lentamente hacia una unidad económica. En casa existía una economía milagrosa. Con mi madre al frente de la partida doméstica, escaneando los mercados, optimizando las compras, exprimiendo los equipos, no se desprendía literalmente ni un céntimo. Mi padre le echaba horas, aparecía por casa de noche, tuvo que inventarse su trabajo cuando dejó de ser asalariado, y de las grandes compras que él se ocupaba, casa/coche, había derroche negativo. Los muebles venían de amigos, la rola se heredaba, la obsolescencia de nuestras pertenencias era un concepto absurdo, economía de hormiga que va acumulando pequeñeces monetarias hasta que se tiene un capital obrero, velludo y concienzudo. Llegar a rico siendo pobre toda la vida, pero pagando segundas residencias al contado. Su forma austera de vivir, pues brotaron en plena posguerra, su visión laboral de la vida, ya que se encargaron - heroicamente creo yo - de pasar del estado psicótico de las guerras al Estado del bienestar - y su vocación paterna, les hizo ser unas criaturas donantes. Invertir en un futuro que a ellos les excluía, pero no a sus descendientes, y ni siquiera retirados se gastarían las perras de su sudor heptagenario y vitalicio. Una forma donante como conclusión de vida, que ya no se estila en estas latitudes de la misma manera. La contrapartida de esa donación vitalicia, era una temperatura emocional fría o severa. Los hombres de aquella generación estaban tallados con hielo, y fue gracias a sus mujeres que pudimos reconocer y sentir que todo aquello era un regalo, a pesar de los gritos, la mala leche, las tortas o la administración ratera de recursos. Nosotros como padres, ciclícamente, reaccionariamente, nos curamos a veces esa frialdad emocional pecando de sobreprotección con nuestros hijos. Nosotros, niños acomodados, mimados de paz histórica, nos encontramos ya adultos con una crisis económica - y de valores de castas - que no termina nunca, como si en cada generación acaeceria sí o sí un sismo social, como si certificara la historia su verdad cíclica, o como si los tiempos se relajasen y olvidasen los males acuciantes y mutantes de la generación anterior.
A nosotros nos salvó el amor al vacío de unas madres anegadas de machismo, ninguneadas, enmatrimoniadas, que volcaban el sentido de sus vidas en la viabilidad de sus hijos. No teorizaban sobre la descompensación emocional que un padre currante y egoico propiciaba en sus hijos, simplemente se volcaban en compensar aquel desbarajuste. Todos aquellos pitufos de contrabando madre-hijo tras la merienda escolar, aquellos duendes aliados que uno necesitaba para poblar su vida de encanto. El tiempo extra, más allá de la compañía, para sentir un ángel de la guarda por encima de broncas, miedos y brutalidades paternas. Las bambas top del baloncesto, avanzadas a su tiempo, ahorradas en sus cero caprichos, que daban calambres de ilusión y pertenencia a algún tipo de élite por humildes momentos. Aquella plaza donde volver siempre llamada regazo, que condenaba silente la barbarie paterna, y se ponía claramente a favor del débil, del vulnerable, del porvenir, del talento en duro fermento. Nos remendaban, nos remediaban, nos acariciaban las llagas emocionales que desaparecían. Los mayores tratados aliados del siglo veinte se dieron de manera implícita en las casas, entre madres e hijos de aquella época. Nunca verbalizados ni expuestos, pero labrándose psicológicamente en un segundo plano familiar.
En mi caso yo era hijo único de segunda ronda - a siete años de mis hermanos que se llevaban sólo uno entre ellos -, con la relación de mis padres más cascada por los años de la convivencia, y nuestro tratado aliado todavía era más fuerte y cómplice. Yo recibiría tal vez más avituallamiento emocional para un mayor distanciamiento y rebelión frente a mi padre, hasta poder efectuar el delicado aprendizaje en negativo, y aquello de forma no premeditada le hacía surgir a mi madre un aliado más encajado en aquel tablero, escolta y abogado secesionista, los dos frutos de las circunstancias, de la alquimia familiar que se da en cada casa a lo largo de los años.

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