Tres horas separan el Prat de Varsovia. Planeando sobre Polonia oteo una tierra armiño, enferma, parcheada, suavemente fantasmagórica. Serían las localizaciones naturales idóneas para el cuento de Navidad tétrico de Tim Burton.
El autobús del aeropuerto nos acerca a la estación de tren, en la noche cerrada y carnívora de Polonia. El río Vístula espera al tren a la entrada de Varsovia, junto a a las perlas blanquirrojas del nuevo estadio, corona futurista y metáfora flamante de la nueva Polonia. El tren desemboca en Centralna Stacjion, pegada al famoso rascacielos soviético que ahora es Palacio de Cultura. No es tan horrendo como lo mentan de antemano, ni tan mazacote comunista. Es una construcción matizada y con destellos artísticos, tal que una neoyorquina de buen gusto, pero diferente. Se ha quedado como un testimonio experimental de lo que hubiese sido un Manhattan moscovita si no le hubieran fallado las piernas al comunismo, aunque tampoco habría tirado ni con Plantavit. Es un rascacielos puntiagudo y ancho, un rascacielos chaparro, soviet style. En todo Nueva York no hay un bloque tan ancho y puntiagudo a la vez, así que el mundo se perdió el sueño urbanita ruso, y se quedó con la fantasmagórica arquitectura a lo Ceaucescu, Carabanchel, Bellvitge.
De la lectura rápida de Jordi Santamaria, la recepcionista infiere un hispánico "are you Jose Maria right?". Jesús, soy Jesús. Apenas salgo del apartamento lo que queda de tarde-noche. En el corto paseo a un bar de leche por las galerías comerciales subterráneas, paso junto a tiendas que venden orientalismo y exoticidad. Objetos mezclados de Perú o de Ceilán, telas egipcias, persas o tailandesas en bloque sin distinción, bajo la misma idea, perfiles de la misma franja del globo y a la vez antípodas. Entiendo rápidamente, que estos comercios son promesas de calor. Ensoñaciones, epifanías del trópico, que se convierten en tiendas un poco al delirio del frío. Este frío. Que me guiña el ojo y promete no separarse de mí hasta la partida.
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