El cine. O más bien los cines, dónde
se han ido. Aquellos lugares imperfectos, de maderas, sin pretensión
futurista y no tan lisos, con butacas granate que eran como unos
animales estéticos con su pelaje rojo de cine, en una atmósfera
ilusionante y cargada donde sabíamos que había tantos sueños
condensados ahí arriba. Nuestra catequesis cinematográfica fue
Tiburón, Flash Gordon, El señor de las bestias, y E.T., que fue
todo un acontecimiento, y supuso un desplazamiento ex-profeso en
Barcelona. Al cine yo iba en verano, medio de rebote, acompañando a
mis hermanos, al mítico y pulcro cine Iris, que estaba como mil
cosas más en la calle “del medio”, pero para nosotros era una
especie de templo devoto, donde nos parábamos a repasar
detenidamente los fotogramas de las películas de la semana. No
bastaba mayor publicidad que cuatro fotografías ilusionantes, para
provocar la cascada de imaginación de lo que sería la película y
las ganas de ver cualquiera de ellas. Una sesión de cine en esas
butacas granate y antiguas, luego un polo sencillo de naranja, el sol
y la sal aireando las calles veraniegas y sus chiringuitos, un paseo
tardío en bici a casa, y teníamos al niño más feliz del mundo.
David Hasselhoff no se imagina que la
sintonía cibernética y puntillista de su “coche fantástico”
tiene adosado el salitre de la playa y su olor para muchos de sus
televidentes, que fue una serie playera de consumo, pese a que su
rodaje no tenga nada que ver con la costa. Porque apenas no nos
habíamos sacudido la playa de nuestra piel, que acudíamos prestos,
sin camiseta, a ocupar esa franja de la audiencia que durante los
meses escolares no podíamos disfrutar. Tras la matinal playera,
comíamos a las tres de la tarde pero lo realmente importante era “el
halcón callejero”, “el gran héroe americano”, tempranamente
“fama”, y el mito autóctono paralelo a nuestras vidas, “verano
azul”.
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