miércoles, 6 de noviembre de 2013

Cine Iris


El cine. O más bien los cines, dónde se han ido. Aquellos lugares imperfectos, de maderas, sin pretensión futurista y no tan lisos, con butacas granate que eran como unos animales estéticos con su pelaje rojo de cine, en una atmósfera ilusionante y cargada donde sabíamos que había tantos sueños condensados ahí arriba. Nuestra catequesis cinematográfica fue Tiburón, Flash Gordon, El señor de las bestias, y E.T., que fue todo un acontecimiento, y supuso un desplazamiento ex-profeso en Barcelona. Al cine yo iba en verano, medio de rebote, acompañando a mis hermanos, al mítico y pulcro cine Iris, que estaba como mil cosas más en la calle “del medio”, pero para nosotros era una especie de templo devoto, donde nos parábamos a repasar detenidamente los fotogramas de las películas de la semana. No bastaba mayor publicidad que cuatro fotografías ilusionantes, para provocar la cascada de imaginación de lo que sería la película y las ganas de ver cualquiera de ellas. Una sesión de cine en esas butacas granate y antiguas, luego un polo sencillo de naranja, el sol y la sal aireando las calles veraniegas y sus chiringuitos, un paseo tardío en bici a casa, y teníamos al niño más feliz del mundo.


David Hasselhoff no se imagina que la sintonía cibernética y puntillista de su “coche fantástico” tiene adosado el salitre de la playa y su olor para muchos de sus televidentes, que fue una serie playera de consumo, pese a que su rodaje no tenga nada que ver con la costa. Porque apenas no nos habíamos sacudido la playa de nuestra piel, que acudíamos prestos, sin camiseta, a ocupar esa franja de la audiencia que durante los meses escolares no podíamos disfrutar. Tras la matinal playera, comíamos a las tres de la tarde pero lo realmente importante era “el halcón callejero”, “el gran héroe americano”, tempranamente “fama”, y el mito autóctono paralelo a nuestras vidas, “verano azul”.    

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