La época de la primera infancia son como unas catacumbas de la memoria, y por tener esta condición de órgano fantasma, son las que parecen más lo otro, una vida remota medio perteneciente a nosotros. Hay que soltar cuerda y que la sonda vaya llegando a las profundidades del recuerdo, es una prospección a los estratos más remotos de nosotros mismos.
Nos vienen escenas congeladas, estampas borrosas, sensaciones seccionadas y globales. Momentos que debieron ser evocados poco después de ser vividos y por eso se quedaron, tras su primera repetición aleatoria. Así, todos tenemos nuestro álbum mental hasta los cinco años, con todas las fotografías ya recorridas, y apenas aparece un recuerdo nuevo, salvo que un objeto, una estancia, resuciten la huella mnésica en nuestra cabeza.
De esos ecos me vienen los dibujos animados de Tom Sawyer o La familia Robinson. La vida vagabunda y trepidante de Tom Sawyer era una realidad descarada y distante a nuestra infancia ajardinada. Su sintonía final ha sido un telón de nuestra niñez. Eran unos dibujos animados veraces, de placenta literaria, y de algún modo sabíamos que la vida de Tom era real, existía o había existido como la nuestra, a pesar de ser tan dispar. Nos ilustró una infancia americana, sureña, de principios de siglo.
La familia Robinson, párvulos en televisión catalana, habitaba los sábados mañana. Las peripecias de una familia náufraga, precuela secular de la afamada serie Lost, me dejaba un sabor a melón tropical, cinestésico, mientras la veía, el mismo melón que ellos comían de la selva, y que yo por fantasía también acababa degustando toda la mañana.
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