Experimentábamos la vida como un regalo, una barra libre de comida, alojamiento, escuela y sanidad, con menús de temporada en juguetes, chucherías y helados. Se nos daba, venía de serie por llegar al mundo. Los religiosos aprovechaban el tirón para publicitar y vender la gratuidad de Dios, pero lo que realmente menospreciaban era el esfuerzo de unos padres. Todos esos parabienes venían directamente de su sudor y del dolor de espalda y cabeza, pero venían los ayatolás a agenciarse las vidas, a poder ser las vocaciones enteras - lo único puro en la ambición humana - como ya se habían agenciado de terrenos y palacios góticos durante la cristiandad. En una época en que se escatimaban impuestos al Estado, el pueblo se dejaba fiscalizar el alma, o los hijos, por el Tirano psicológico de la religión, como tal vez hoy sucumba al binomio consumista de tiendas y bancos, obsolescencia estética de por medio, ratoneras sin liquidez de final.
Occidente es la civilización que descuida a los antepasados, donde sólo los pudientes tienen árbol genealógico, como si sólo los pobres hubiesen salido directamente de la mano de Dios, ignorando sus antepasados menestrales y donantes. A nosotros nos hacían reverenciar al icono de la cruz, mentarle a él y su mamá cada mañana, repetir hasta la saciedad nuestra pequeñez y nuestro agradecimiento por habérnoslo dado todo, herirnos por dentro si no cumplíamos sus mandamases, hasta despedir el día en la cama hablando solos con él... En un secuestro flagrante de nuestra existencia pérez y rodríguez, filiándonos con una saga ficticia de obispos, piadosos, pederastas, y golpistas, falsificando a nuestro padre y nuestra madre por un fantasma paterno recio con superpoderes, y una virgen bondadosa ni guapa ni fea, que suavizaba los truenos del omnipresente. Durante siglos la religión servía de barrera entre padres e hijos, ponía trascendentes los asuntos, trocaba seria la vida, éramos hijos de Dios, y apenas nos tuteábamos por el respeto surgido entre seres divinos. A los padres se les honraba, más que amaba, se les temía, en existencias más crueles y extremas. Con el mundo domesticado, plagado de peluches y física cuántica, se podía empezar a llamar a las cosas por su nombre. Tú. Big bang. Padre ternura. Socialdemocracia, y esas cosas.
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