Son otra gente, son otra raza, traen otra cultura. A veces, algunas veces, pasan por Madrid los catalanes. Pasa Carlos Barral con la plata solemne de su pelo y el abanico sabio de su barba. Pasa Rosa Regás, un Goytisolo pasa. El otro día vinieron a presentar un libro de Benet. Vienen, a veces, a traer libros, cultura, aires del mundo, un mundo de otro aire. Pasa Salvador Pániker, tan orlado de dudas y saberes; pasa Nuria Pompeia, el acero riente de sus ojos. Pasa Perich, vestido de guerrillero, o pasa Juan Marsé, golfo y chorizo. Viene Montserrat Roig, toda de falda larga y de marxismo, son otra gente ya los catalanes, y aquí estamos, mesetarios, carcelarios, concentracionarios, granviarios, viendo la cabalgata en plata de los catalanes.
Mi voyeurismo manchego oía hablar de Rembrandt, de Montaigne, oía hablar del Viejo Testamento -«un compendio de barbarie y crueldad»-, pero sólo veía, mi pobre voyeurismo, un lunar diminuto en el medio seno izquierdo de Rosa Regás. Muy descotada de senos, Rosa Regás, y con la piel muy blanca, hablaba de sus cosas, con un lunar pequeño, muy pequeño, en el medio seno izquierdo que se vencía hacia la izquierda, y mirando dulcemente ese lunar comprendía yo que han tenido la suerte de ser periféricos, vivir más lejos del Poder central. Vienen como oreados de frontera y traen aires de Francia, luz de Europa en sus whiskies en alto, como antorchas. Jorge Semprún se lo dijo en París a Marcos Ricardo Barnatán: -Si vuelvo a España será a Barcelona; nunca a Madrid.
Así que ya lo saben: Barcelona. Estamos, sí, malditos de centralismo. Somos el pobre Imperio mesetario y hasta aquí no llegaron los libros de Garaudy, los poemas de Carner, porque éramos concéntricos a todo, el corazón amargo del repollo de un sistema. Son otra cosa, sí, los catalanes. Vienen cantantes, vienen editores. Traen mucha cultura de madrugada, una ofensiva cultural de primavera, una literatura diferente, y entonces entiende el pobre paleto imperial, mirando el lunar izquierdo de Rosa Regás, que es una ficción el unitarismo de España, que hay muchos mapas en el mapa, que ha dicho Claudio Sánchez-Albornoz que el federalismo no es malo y que yo no sé si es malo o bueno, pero no se resiste ya la farsa de este Madrid de bandos y cemento cuando la periferia se abre en círculos que tocan hasta la escuela negativa de Francfort o el diseño industrial de Dinamarca. Pasan los catalanes por Bocaccio, consulado nocturno de Barcelona en Madrid, José Agustin Goytisolo o Gil de Biedma, con amores y con versos, y ya no sé si vale aquello de Valle-Inclán: «Y como el paño es catalán se está volviendo amarillo.» El buen paño catalán se ha vendido en el arca de la discriminación y hoy comprendemos que el Sistema nos había engañado, nos había tenido, en el sueño ingenuo de que éramos los grandes, los buenos, los justos, los mejores, axiales a todo, porque el centro era Madrid, castillo famoso, y lo demás era periferia confusa, geografía vaga, limbo de los tontos y mar de los Sargazos. Pues resulta que no, ¡ay!
Los catalanes, todos de acento y avión, los catalanes. Ya pasan por los catalanes. Ellos nos llaman mesetarios. No hay prevención hacia ellos en Madrid, sino una expectación snob y cierta, un deslumbramiento de pastor manchego hacia los fabulosos catalanes. ¿Quién nos hizo creer que éramos y mejores? ¿Y que la periferia sólo servía para las vacaciones? Grave engaño. Ahora miro, paleto reprimido, desengañado demasiado tarde, un lunar muy pequeño, muy pequeño, en el seno izquierdo de Rosa Regás. ¡Ay!, blanca Rosa.
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