jueves, 14 de marzo de 2013

Día monzónico


Se dio una salida nula de la primavera. Una lluvia fondista, que cruzó el día sin descanso, dejó anegado el entorno. Hubo un holocausto de larvas primerizas; una masacre hindú de flores, alfombrando senderos; un gatillazo enfangado de polen; y una extensión de garantía del verdor luminiscente hasta mayo. Una de esas fintas para los campesinos a medio salir de boxes. La primavera no es más que una criatura moteada de lluvias y claros, un arremangarse intermitente.

Hay uno o dos días monzónicos como ayer al año. Días con todas las flores dispuestas que caen con la marea y montan una floristería en la calle. La India es ese país de flores sueltas, omnipresentes, colgantes. Esa marea monzónica es la misma que invade la religión con un remolino de color. La misma que da los batidos caribeños de son, colorido y melaza. Son países zumo, a las frutas también les pasa como a las flores que inundan las calles de pulpa. La lluvia como maná.

Aquí el termostato europeo impide esa proliferación exhuberante y estila las cabezas frías, sin guaguancó.
El término primavera nunca me ha gustado, muy lumínico, italianizante, siamés de los rollitos. Siempre me ha resultado una exaltación que no me la creo, un refrigerio del verano, que es a lo que hemos venido a este mundo.
Las estaciones en la ciudad son una mera cuestión de vestuario y terrazas. Es un destierro firmado, la historia de la naturaleza se acaba donde empieza un rellano. Después el tiempo nos altera como mamíferos y traccionamos mejor nuestra vida sin asfalto. Vivir en el campo es una reconquista.

Por la puertecita de atrás de mi casa, se accede a una salita de 6 hectáreas, donde los aviones no paran de rascar el cielo y está deshabitada de humanos. Sólo respiran las lechugas, silban las tomateras, duermen las zanahorias y se aburren las higueras. Surcas sus caminos y te apartas del mundo, una cita contigo mismo, testificada por vegetales que escuchan. Una salita separada del mundo por los halcones de acero que la velan, un territorio suspendido, entre paréntesis continuos. Un oasis vegetal poblado de agricultura que no tiene orejas ni se le rasgan los sentidos.

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