lunes, 11 de febrero de 2013

El orgullo de pisar Nueva York


Uno está en Nueva York, y ve aviones que te increpan a cincuenta metros encima tuyo en el Main Street de Flushing, como una furgoneta más del barrio que hace su reparto. O patea el Northern Boulevard y se acuerda que tiene que comprar unos Juicy Fruit en el Duane Read del barrio, el que está al lado de un McDonald's y enfrente de un Burguer King, porque América podría tener un mapa basado en referencias a sus fast foods más proximos.

Estás en Nueva York sí, y ya te ha invadido un sentimiento de orgullo paralelo. Están las personas que han pisado Nueva York, y las que no. Los ignorantes de Nueva York, entre los que yo militaba hasta abril de 2005, tampoco sospechábamos de nuestra carestía. Pero pocos lugares superan el aura de ser excitantes y mitológicos una vez sobados por el presente. Nueva York, repito, rezuma lengendariedad estética por los cuatro costados. Es lo más cercano a una ciudad mitológica que puede haber, por fisonomía, por dimensiones, por estética, por sumidero intercontinental de los siglos donde ha ido a parar y se ha arremolinado tanta diversidad, en forma de museo-resumen del planeta albergado en rascacielos. Como una exposición universal permanente en Manhattan.
Capitalidad, capitalidad, y más capitalidad, es lo que desprende Nueva York al mundo. Y uno se siente, bajo su ala, un pariente de esa centralidad y altura planetaria cuando pulula por Nueva York, un hijo de la madre del mundo.

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