Sábado ocho de la mañana, el mismo lugar, la misma lluvia que un laborable. Pero los sábados son libertos. Días descompresurizados de obligaciones y fichas, así que el día está abierto vagando, sin los autómatas del circuito laboral-colegial.
Llovizna, me meto en la catedral de pinos, techada y alfombrada de pinaza. La penumbra, aquello que no existe en verano, se ha activado hasta los abriles. Y con ella ha covariado nuestro ritmo, frenándonos levemente en esta cuesta estacional de oscuridad. Nos vamos recogiendo, a una alcoba de intimidad, cuesta arriba, quincena a quincena.
El otoño estaba atascado en un canalón. Se colaban los nubarrones, la lluvia, pero el calor hacía de tapón y no lo dejaba llegar. El otro día un viento animoso lo trajo, y se le oía llegar con todos sus cachibaches rozando las hojas. El contador de costipados ha empezado a rodar, la cadena de produccion de antigripales ha acelerado el proceso, comienza este complot multianual contra la garganta.
Y los mariscales de la tierra ya decidieron su táctica campesina. Adelantar las calabazas, año lluvioso, anticipar hortalizas, hasta la nueva junta intuitiva de invierno.
Acudo a las avenidas de la playa en octubre, deshabitada, nueva y laboral. A la hora en que los tellinaires rascan el fondo del océano en sus barcazas y lo despueblan de almejas, mientras las aeronaves los sobrevuelan rumbo a Manila, Copenhague y Ulan Bator. La orilla es una especie de feria para Kobe, donde las olas y los bañistas le han dispuesto porquerías y chucherías varadas que el gorrino degusta.
Un año después, el catálogo del clima se reedita en estos cuadros líricos de un colono, en su aldea de un delta urbanita y aeroportuario.
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