Ayer noche me meto en los setenta, tanto al cruzar los pasillos del cine Verdi como al llegar a la sesión de Jobs, biopic del Hacedor del Iphone. El mundo tenía que despegar en esos años de visillo y felpa marrón, con rastros de un pasado cazador y campesino. Los setenta tenían que detonar y explotar, para empezar a mecanizarse y convertirse en una locomotora electrónica. La sociedad de la información iba a dejar su estadío medieval.
Esas entrañas revolucionarias fueron encarnadas por muchachos como Jobs, Gates y Wozniak, que pasaban por allí, por los setenta, con personalidades tectónicas capaces de generar imperios en el comercio de algo, que aún no existía. Impactan esas personalidades enormes, abisales, que llegan donde no alcanza el resto, pues se agotan más tarde o más profundo que ellos. Jobs era visionario e hiperdeterminado, sus ensueños tenían la cólera de la realidad.
Aparte en esos años, la juventud de los veinte, se da una época biográficamente palomitera. Es el período voluble de los horizontes, cuando ninguno de nuestros futuros está escrito, y tocamos casi todos los instrumentos. El brío existencial conserva la voluptuosidad de la infancia, somos polifacéticos en potencia, y podemos acabar como empresarios a los 23, músicos a los 21, ingenieros colocados a los 28, padres mileuristas a los 26. La década de los veinte tiene un eco de ruleta, es una época palomitera de nuestro futuro.
La película entonces va de cómo se engendró la mayor empresa del planeta y también va de unos chicos de California que toman ácido y luego montan circuitos en un garaje, y llaman manzana a su ventura empresarial.
Se ve a Jobs cargando con el teléfono de rueda como hacíamos nosotros para hablar desde el jardín, con todo el cable atado al terminal recorriendo el pasillo, mientras negocia sus primeros contratos. Allí vemos la estampa más prehistórica de la película, y como el transformador de la tecnología se subsume en el mundo que hará obsoleto.
Después uno se acuerda de la planta de los escrúpulos y de lo escaso que Steve Jobs se alimentaba de ellos, más que de vegetales. Algunos dirán que sublimó la empatía hacia los suyos por una empatía universal cifrada en los productos de Apple, que mi Iphone me da a mí lo que quitó a su hija o a sus amigos de infancia. Bizarra ecuación afectiva. Pero ver vulnerar las leyes más básicas de las relaciones humanas insectifican a Steve Jobs, lo cosifican, hacen verlo como un especímen empresarial, un eslabón perdido o separado de nosotros, igual de genial que inhumano. Te queda una sensación fría de ver que el genio era un monstruo, que también era una víctima más de sí mismo.
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