Transbordo de tres días en Madrid. Camino a la feria del libro viejo en Recoletos, 30 vallisoletanos de temperatura por las calles. Esta ciudad tiene un aire pretoriano, capital de policía abundosa. Aquí ha cuajado el fenómeno de una derechona fémina. Me topo con un banderón de sesenta metros de alto plantado en plaza de Colón. Preside todo el expolio americano que hizo rica a España por única vez en su historia. Es el colosal símbolo de un síntoma, un complejo tan grande como la bandera, ya un fósil imperialista. Presumir de colonialismo es de pobres. Es una escena más del paisaje europeo contemporáneo de "la decadencia de los imperios", tan palpable en Inglaterra, ahora remediándose en un Londres funcional, minimalista, postmoderno y pragmático.
Porque un viajero no deja de quedarse estupefacto con la inmovilidad estética de Madrid, todo ese centro cutre, provinciano, anticuado y barato. Salvadas sus tascas y los establecimientos clásicos, resisten locales y tiendas con mal gusto, jamás actualizadas, como un este europeo sin posibles ni ambición. Hay zonas comerciales rumanamente cutres, no renovadas desde Montreal 76. Luego, a las partes lóbregas, descuidadas, sucias, de todas las ciudades, les sienta mejor un gótico que un urbanismo impersonal del siglo veinte. El sábado viví un cuento cáustico al comprobar que éramos tres turistas paseando Madrid, pues a las once de la mañana me topé con un par de grupos en un extremo, y a las seis de la tarde en la otra punta me los volví a encontrar solos y secuenciados. Madrid es cosa de tres turistas y dos tablaos. Eso sí, son seres dicharacheros y más extros que los nororientales, que nos movemos con una pátina nobiliaria algo aislante queramos o no. Me quedo con esas calles menestrales de San Bernardo, empedradas, parisinas de campo, vacías y transitivas, donde el día es más largo.
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