Algún julio, mes cajón de la gran mesa de agosto, se ocupaba una quincena con un viaje de carretera y manta. Nos montábamos en esos coches de aspecto bonachón de los ochenta, y a las seis de la mañana salíamos para Turín del tirón. En el maletero estaba la tienda de campaña, que plantábamos en un camping a las afueras de Milán, en la costa de Venecia o en la ribera de un lago suizo. Todo viaje tenía el argumento de visitas laborales de mi padre, autónomo y bregador, fuera en Italia, Suiza o Alemania. Como todo niño yo seguía aquellos planes paternos cual burrito atado a una cuerda, no me apasionaban, pero se han quedado bien registrados en el disco duro. El exotismo de mi primer día de camping en Milán, con todo el vecindario extranjero desplegándose; el cristal de Murano recio y pueril del que toda Venecia murmulla; las cartas de helados pseudoFrigo que examinaba y estudiaba en cada país; oír penne a los camareros y probar un pesto casero que nunca he equiparado jamás. Yo era un salvaje del fútbol pasajero en un coche, un indígena español que cuando lo soltaban al llegar a destino, se iba corriendo al campo de fútbol de turno, con la pelota abombada, dura, de plástico, con la que me había hecho en algún quiebro comprando víveres. Hasta que llegamos a Suiza, y fuimos a parar a un camping con lago. Aquello eran diez campos de fútbol con el césped mullido y espléndido por doquier, el reino de la felicidad para cualquier niño pelotero de la península árida. Gasté el campo con mi hermano, chutándonos campo a campo, tirándonos por los aires para caer en esa colchoneta natural y florista. El fútbol en mí volvía, tras una infancia de asfalto y verticalidad, al lugar donde se inventó, la hierba.
Entonces, tras un madrugón en tierras helvéticas, cargábamos el coche, y partíamos rumbo a Barcelona de vuelta, estirando las piernas en algún área de servicio, siesteando en el coche, mientras el cassete de mi hermano escupía las canciones metálicas, lánguidas y futuristas de Mecano en el 86, y medio dormido no sabía que se estaba formando la síntonia de mi vida, ya acurrucado en mi pelota abombada y blanquinegra.
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