lunes, 28 de octubre de 2013

Escritor de anti.auto.ayuda


Ocho de las mañanas, el día arde. Porque arde, en algún sitio, la claridad despistada del día viene de un incendio y de la urgencia perpetua, de una estrella asimilada.
Llevo una media compresiva, que me comprende la pierna y su lenguaje de cicatrización. Huelo a linimento. Apenas paseo. Ergo escribo poco.

Ayer medio vi una película con un prota que se dedica a la autoyuda. Fue en la plataforma que anuncia Fosbury por la tele, pese a que mi imaginario lo deforme, y le coloca al saltador la cara de Panenka. El archivo cerebral del léxico tiene en una carpeta de nombres legendarios a este par de pioneros. Ellos vuelven a la vida de estadios unos meses por la publicidad, y este rescate del recuerdo simultáneo los mezcla indistintamente cerebro adentro, pues uno ha vivido sólo su técnica, la metonimia, ha visto panenkas y nada más que saltos fosbury, y ahora se le aparecen como fantasmas sus inventores con camisa y pantalón de tergal.

Decía, que la peli iba de autoayuda. Los seguidores de esta doctrina diversa y planetaria, con muchos manuales y gurús variados, forman el club de los pájaros heridos. En todos ellos hay una herida psicológica, que contemporizan y ejercen sus curas mediante la lectura y seguimiento de esta literatura. La herida, verdadera protagonista de sus vidas, se queda allí mirando, mecida, templada, embalsamada. Es una terapia, paliativa, anestésica, morfínica, pues a la herida se la trata como terminal.
Nadie se cree esos rollos simplones, ultrametáforas, o metáforas de hormigón, desarrollistas, que no tiran más que del ilusionismo mental. Es magia, claro, como que uno dopa a la realidad con toneladas de ilusión para calmar ese yo insatisfecho y con baja autoestima. Desprenden un olor y un color a secta, y no se basan en otra cosa que en conseguirse el autoengaño propio, colarse esas verdades que mentan al sol, la pureza, naturaleza, sabiduría y olé, como coartada disuasoria y lingüística de un posible fracaso biográfico.

La máxima expresión y mayor éxito contemporáneo de la multinacional de la Autoayuda, es El Secreto. Ese título apenas pretencioso, quiere confesarnos el misterio de los últimos dos miles de años de la humanidad. Tiene aspiraciones igual de megalómanas que el cristianismo, convertir y transformar a la raza humana. Y el secreto alude a un principio psicológico. Igual que la doctrina budista. El deseo. 
Eso sí, es el puto anticristo del budismo, su antónimo. Si el budismo pregona que el deseo es la fuente del sufrimiento, Rhonda Byrne nos ha descubierto que hay que desear a cholón, que si no dejas de desear seguro que consigues todo lo que te propongas. O sea, lavado cerebral continuo y constante, cada mañanita con el cortado, cada bajonazo tras hostia, cómete la cabeza, reconvéncete, verbaliza, "reza" y placa las glosas naturales y espontáneas que tu mente comenta en sus vivencias. 
Coloca esa ortopedia que Rhonda o el de turno ha hecho para ti y cincuenta mil más, esas metáforas protésicas, tan ecológicas como artificiales, que estás imponiendo al transcurrir natural de tu vida. Destiérrate de ella, deja de confiar en tu fortaleza espontánea en esta era herida, y dimite adoptando las recetas de una escritora ya adinerada a punto de retirarse. 

Estos seres heridos, de crisis longevas, paralizan su malestar y le aplican el barniz de la autoayuda durante lustros. Cronifican la herida y las curas de chichinabo, que un niño de tercero de primaria puede entender. Toda crisis es una oportunidad, salvo que cada día nos disfracemos de monje bendito y piadoso. Ningún gurú mesiánico y facilón, nos largará lo que no queremos oír. La parte de que nuestra vida es una puta mierda, que estamos a un paso de tomar recaptadores de la serotonina, y que una parte del mundo siempre estará carcomida por la hijoputez. Vamos, una lectura de la supervivencia. Al contrario, se enrollarán con lo que queremos oír, y la gente les comprará esas chucherías hasta arriba de azúcar, tales como que si no paras de desear una cosa al final la consigues siempre. Ya. Deformar la realidad, hasta deformarse a sí mismo de tanto pintarla, alterarla, y acabar teniendo la mente, o el alma, desfigurada.
Pasarse por la piedra la cadena de trabajo de tropecientos psicólogos, psiquiatras, médicos, por todo el planeta y durante todas las décadas, para hacer caso a un iluminado que dice desvelarte el secreto que millones de seres inteligentes, intuitivos, honestos, se han limitado a aportar una mota en la tinta de su enunciado y no se han hecho sospechosamente millonarios por ello.

Querer ahorrarse bajar a los infiernos propios, y subir heridos, cicatrizados, pero otros, dispuestos a jugarse otra herida, en lugar de tocarse y lamerse la misma herida toda la vida, aquella iniciática de la adolescencia, la de siempre, y no pasar nunca de la tribu de los llorones, los de la belleza interior, los espirituales y los pusilánimes de uniforme rústico y metáforas estúpidas e iguales.

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